Foto:
Eliana Gilet
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Brecha, Uruguay
Ridíkulum
16 julio 2015
Carlos Amérigo nació en México, sacó fotos,
fundó escuelas, sembró tempestades. Esta semana se fue, tranquilo como vino,
seguro como anduvo, polémico y querido como siempre. El texto es un homenaje
chiquito, el desahogo de la falta, una “lembranza”
necesaria.
El niño
que nació en la Colonia Roma, que competía en el equipo de natación y saludaba
al chofer del ómnibus al subir, no imaginó, en sus sueños más disparatados, que
se convertiría en fotógrafo, ni que saldría en una combi a recorrer
Latinoamérica, ni que daría sus últimos respiros dificultosos, pero calmos, en
su cama en medio del frío del julio montevideano. Pero para eso faltaba mucho
en 1968.
Alrededor
de ese año mítico se expandía la revolución en las dimensiones del Distrito
Federal mexicano. Y como bien saben los hombres, tras las revoluciones no
tardan en aparecer las represiones. Al estudiante veintenario lo agobia la
masacre de Tlatelolco. Ese es el origen de su postura frente a los gobiernos,
frente a la democracia, frente al mundo occidental, frente al hombre blanco.
Tlatelolco lo marcó políticamente.
En
algún momento el joven se volcó a la fotografía. No le era ajena al niño del
comienzo, ese que de viejo mostraba orgulloso el álbum de fotos armado por su
madre, casero, de hojas negras, y que él se empeñó en replicar en el último
tiempo, sobre su propia vida.
El
vuelco en la vida fue el viaje. Con un amigo planean ir hacia el sur sin fecha
de retorno. Esa experiencia, pueblo por pueblo, día a día, persona a persona,
debió de haber sido el origen de una frase que nos zampaba cuando, siendo sus
estudiantes, divagábamos planes inconclusos y previsiones de todos los colores:
“Sólo vete”.
También
nos daba algunas otras lecciones importantes: para tomar una foto hay que estar
cerca, renegar del zoom, entrar en
relación con lo fotografiado e ir acercando todas las distancias: entre la tarea
y la vida, entre yo y ellos.
En 1986
el cuarentón llega a Montevideo con una segunda travesía encima y un hijo
parido en el viaje. Se convierte en reportero gráfico. Trabaja en Mate Amargo. Había tenido contacto con
los militantes del MLN en el DF, colaborando con los exiliados en resistencia.
De ese entonces es el audiovisual (pionero en diapositivas) llamado Maldición de Malinche. Su archivo
fotográfico de esa época es una joya del movimiento popular del paisito sin
memoria: la toma de tierras, los desalojos en la Ciudad Vieja, los festejos por
el voto verde, los pescadores de San Luis en su faena, Rosa Luna brillante e
íntima. Luego, el fotógrafo deja el periódico, pero no abandona las calles. En
la web1
pueden verse infinidad de retratos de personas comunes, caminantes por 18 de
Julio, vendedores ambulantes, cuidacoches y niños, muchos niños. Uno de sus
ensayos callejeros consistía en pedirles a los transeúntes que le tomaran a él
una fotografía, y luego tomarse otra junto con el fotógrafo de ocasión. Pero
eso, contaba, surgió de las dinámicas de las clases.
El
fotógrafo resuelve su subsistencia –y sus inquietudes– en Montevideo creando
escuelas del oficio. Dos. Una en la calle Florida y otra en la calle Uruguay.
La segunda, Nueva Dimensión, continuó
funcionando hasta la semana pasada en el living de su casa, mudada ahí por el
fotógrafo, tras sobrevivir al cáncer y la falta de cuerdas vocales.
En el
Montevideo del nuevo milenio, el niño ya veterano aprende a hablar con la
panza, así puede dar clases y ser escuchado. En aquellas escuelas movedizas y
activas, que eran más bien refugios, formó a una generación –tal vez a más de
una– de fotógrafos vigentes. Los que llegamos un poco más tarde nos
preguntábamos por qué, a pesar de ese papel, no tenía un lugar destacado entre “las gentes”. Tal vez fue producto de
esa incomodidad que generaba al que estuviera dispuesto a escucharlo, directo,
sincero, fiel a lo que pensaba, ni protocolar ni solemne, que sabía cómo tocar
en el punto exacto mientras se peinaba los bigotes largos y canosos. Tal vez en
ese gesto albergaba el secreto de cómo desacartonar hasta al más rígido, el
septuagenario que seguía fresco y curioso, como si nunca hubiese dejado de ser
el niño de la Colonia Roma. Ahora que se fue el cabrón, se fue el maestro, los
que lo queremos, ya lo empezamos a extrañar.
1.
nuevadimension.org
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