Chilapa, Guerrero: Entre la violencia, el poder del narco y el desvirtuado concepto de “comunitarios”
Colaboración:
José Luis Santillán y Heriberto Paredes
Video de Cristian Leyva
Agencia SubVersiones
19 mayo, 2015
Chilapa entre la violencia y el poder del narco
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de Creative Commons
Publicado el 19/05/2015
Llegando a
la entrada de Chilapa, en el arco que da la bienvenida, se encontraba un primer
filtro con de alrededor de 40 hombres armados, vestidos de ropa humilde,
cubiertos del rostro con paliacates, camisas, todos portaban sombreros o gorras
y, visiblemente, sus escopetas en mano, algunos con armas cortas empuñadas, su
mirada alerta. Posicionados de modo que no se les pudiera sorprender,
distribuidos y algunos más ocultos que otros. A diferencia de lo que nos habían
advertido, no nos revisaron y tan sólo nos pidieron con señas que bajáramos la
velocidad y que nos siguiéramos hacia delante.
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Llegando a donde
todos quieren salir
Chilapa estaba bajo fuego. Esto no era una noticia nueva,
pero las condiciones que se nos estaban informando desde el interior, nos
alertaban de que el escenario era completamente distinto, aunque el conflicto
continuaba siendo el mismo: la disputa de la plaza entre dos grupos de la
delincuencia organizada, Rojos y Ardillos; pero ahora cobraba nuevas
dimensiones. Por ejemplo, un autodenominado grupo de «comunitarios» habían tomado el control de la ciudad. La presencia
de fuerzas armadas federales, de hecho, señalaba que actuaban en coordinación
con los civiles armados. Y las amenazas y ataques contra periodistas no
esperaron mucho.
Llegando a la entrada de
Chilapa, en el arco que da la bienvenida, se encontraba un primer filtro con de
alrededor de 40 hombres armados, vestidos con ropa humilde, cubiertos del
rostro con paliacates, camisas, todos portaban sombreros o gorras y,
visiblemente, sus escopetas en mano, algunos con armas cortas empuñadas, su
mirada alerta. Posicionados de modo que no se les pudiera sorprender,
distribuidos y algunos más ocultos que otros. A diferencia de lo que nos habían
advertido, no nos revisaron y tan sólo nos pidieron con señas que bajáramos la
velocidad y luego que siguiéramos hacia adelante.
A cien metros
encontramos otro filtro donde unas 15 patrullas de la Fuerza Estatal estaban
apostadas en ambos lados de la avenida, aunque sólo unos diez elementos eran
visibles y la mayoría estaban en la tienda o desayunando. Ya en la glorieta
Eucaria Apreza –símbolo del caciquismo que priva en la región, unos 100 civiles
armados se encontraban en posición más relajada, aunque con las armas en la
mano; se podía ver también a mujeres y niños de las comunidades indígenas. Las
calles y los negocios lucían desolados.
Por la tarde estaba
convocada una manifestación que partiría de la plaza central y, dado que el día
anterior la prensa había sido agredida por los civiles armados, decidimos ir
primero a presentarnos con ellos y advertirles de nuestra presencia; nuestra
intención era medir un poco el nivel de hostilidad del que ya se nos había
informado. Nos acercamos a preguntarles quién podría brindarnos una entrevista
y de inmediato nos señalaron al indicado, cruzamos la avenida y nos encontramos
con él. Era un hombre de alrededor de 60 años, moreno y con el rostro duro que
todo el tiempo nos miró con desconfianza; portaba gorra verde olivo y mochila
«mariconera», que en Guerrero todo mundo sabe ya, son ideales para transportar
armas cortas y se han vuelto una característica de quienes integran
organizaciones criminales.
«Nosotros ya no somos libres de venir a Chilapa» declaró el señor que nos concedió unas palabras
pero que nos impidió tomar fotos, grabar video e incluso registrar el audio. «Sólo notas» nos limitó. El campesino
afirmó que «comunidad por comunidad se
empezaron a armar hace ya un año porque el ayuntamiento nos ha olvidado, ni los
artesanos han podido venir a vender», aunque fue hasta su presencia que el
tradicional mercado dominical se frenó. Anteriormente este lugar tuvo la
presencia de muchos artesanos y pese a la tensión que reina en la ciudad desde
hace ya casi tres años, no se había frenado la actividad económica como ahora.
Tomamos el acuerdo comunitario de hacer la policía comunitaria, porque el
síndico del ayuntamiento no hizo caso de nuestras denuncias de 78
desaparecidos. Queremos tranquilidad y por eso no nos vamos a retirar hasta que
haya una respuesta contundente y se acabe con El Chaparro.
Algunas de las comunidades mencionadas en esta breve plática son El Jagüey,
San Ángel, Ayahualulco, Ciloxuchicán, Acatlán, Vista Hermosa, Los Amates, El
Refugio, en total 26. Antes de concluir, este señor de mirada desconfiada y sin
soltar su «mariconera» nos comenta
que «ya hay una mesa de trabajo con las
autoridades municipales pero no ha habido respuesta. Nos sentimos huérfanos,
como cuando un hijo no tiene padre».
Después de la entrevista pasamos al cuartel de la policía municipal,
preguntamos por el responsable de seguridad y una mujer policía nos señaló a
quien podría informarnos, y enfrente teníamos, ni más ni menos que a Juan
Suástegui Epifanio recientemente nombrado por el gobierno estatal, como secretario
de seguridad en el municipio, reemplazando al capitán primero de infantería Job
Encarnación Cuenca. Pero al no conocerlo, fácilmente nos mintió y dijo, «el responsable de seguridad no está, anda
en las patrullas y no tiene hora de regreso». Pocas horas después lo
fotografiamos cuando alrededor de 350 ciudadanos le reclamaban que diera a
conocer de las acciones que llevaría a cabo para resguardar la seguridad de la
población; además, fue señalado de colaborar con los civiles armados.
Nos acercamos a la plaza, ya había unas 200 personas reunidas y se
escuchaba un megáfono. Nuevamente preguntamos con quién podíamos hablar y de
manera sorpresiva nos pasaron al centro de la reunión, pidieron que «la prensa nos acompañe». La marcha
recorrió una parte de los barrios y se enfiló hacia el cuartel de la policía
municipal. Antes se había anunciado en el megáfono: «Iremos a exigirle a las fuerzas armadas nuestra seguridad y que se
retiren los supuestos comunitarios». Al frente de la marcha iban algunos
personajes del PRI, como Sergio Dolores Flores, ex-alcalde de Chilapa, y
familiares de los recientes desaparecidos, quienes afirman que fueron los
civiles armados quienes se llevaron a golpes a sus familiares en complicidad
con la Gendarmería y los estatales. Al pasar frente al palacio municipal que
estaba cerrado, podía sentirse la total ausencia de las autoridades locales,
como el alcalde Francisco García González (PRI) que permanecía exiliado en
Chilpancingo donde confesó públicamente que «temía
por su vida».
Metros antes del Puente Hidalgo, donde cruza el río Ajolotero, los civiles
armados, en desbandada y con escopetas al frente, se encaminaron a interceptar
la marcha, que al verlos subió el volumen de las consignas; así llego el
momento en que quedaron frente a frente y una confrontación física parecía
inminente. Finalmente llegaron a un acuerdo y la marcha pudo avanzar hasta la
entrada del cuartel de la policía municipal, evitando que se repitiera el
escenario del día anterior en donde los civiles armados disolvieron la
manifestación y atacaron a los pocos periodistas que se encontraban ahí. Con el
mismo megáfono exigieron a Juan Suástegui Epifanio que estuvieran presentes los
mandos de la Gendarmería, la Fuerzas Estatales y el ejército.
Después de 15 o 20 minutos llegaron los mandos solicitados y escucharon las
demandas de la manifestación, el tono volvió a subir con las denuncias sobre
desapariciones y llegaron al grado de exigir la salida de los civiles armados,
quienes lanzaron amenazas: «¡Esa es gente
de Chaparro y vamos a acabar con ellos!, ¡Si ustedes tienen buenas casas y
trabajo es por nosotros!». Cinco elementos de la Gendarmería y varios
estatales se pusieron en medio de los dos contingentes. Finalmente los mandos
de las fuerzas armadas se concretaron a decir que por seguridad no podían
revelar sus planes de acción y que los dejaran hacer su trabajo, mientras que
los familiares de los desaparecidos insistían en su presentación inmediata;
aunque dieron sólo cuatro nombres, afirmaron que son alrededor de 16 y que si
no hay denuncias es por miedo, pero que ellas –las familias que reclaman a sus
hijos y hermanos en esta acalorada manifestación– ya no tienen miedo.
Desvirtuado el concepto de comunitarios, ahora cualquiera puede cobijarse
en él
Sus
carteles manifestaban las comunidades de procedencia y las demandas se leían en
ellos, no rebasaban tres: paz y justicia, no más secuestros y unidos por
Chilapa. De sus propias declaraciones, las principales demandas que
manifestaron públicamente fueron dos: la detención inmediata de Zenén Nava
Sánchez, alias «El Chaparro» y la destitución
del encargado de seguridad municipal. La segunda fue concedida inmediatamente
por el gobierno estatal pero este grupo de civiles armados amenazó con no irse
–y ahora con regresar– si no se cumple la primera.
La actitud de estos civiles armados que se autodenominan «comunitarios» es completamente
diferente a la de las policías comunitarias que han surgido en el estado, no
les interesa difundir su forma de pensar, su comportamiento hacia la prensa es
hostil y a la pregunta expresa, ¿cómo funciona su policía comunitaria? La
respuesta fue: «seguiremos siendo
comunitarios hasta que se cumplan nuestras demandas». De acuerdo a sus
propias declaraciones hicieron algunas asambleas antes de su levantamiento,
pero en ningún momento manifestaron tener una estructura comunitaria, mucho
menos lo que harán con los detenidos que tienen.
De acuerdo a sus palabras, pareciera que el concepto comunitarios es sinónimo de alzados, lo cual no corresponde a la
lógica de las policías comunitarias. Si bien la Coordinadora Regional de
Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria (CRAC-PC) en sus inicios
manifiesta que es un modelo de seguridad y justicia que puede ser retomado por
otros pueblos indígenas y que en otros estados las guardias comunitarias llevan
décadas de existir, como es el caso de Cherán y de Santa María Ostula en
Michoacán. Lo acontecido en Chilapa no encaja en ninguna de estas lógicas que
surgen desde la organización comunitaria ante la brutalidad de la delincuencia.
Aunque es posible ver que la mayoría de los civiles armados en Chilapa son
indígenas provenientes de la parte sur del municipio, donde el grupo
delincuencial Los Ardillos lleva por
lo menos 50 años operando. También se ve a hombres que no concuerdan ni con la
complexión ni con la forma de hablar de los habitantes de esos lugares, que dan
órdenes y deciden cuándo se habla y cuándo no. Las mujeres que llegaron con
pancartas lo hicieron ya en los últimos días de la incursión armada que comenzó
el 9 de mayo.
Un apunte más en esta revisión es la actuación de los distintos niveles de
gobierno, que, a diferencia de los surgimientos de policías comunitarias en los
últimos dos años, ahora no han dado declaraciones ni posturas oficiales de
parte del gobierno municipal y estatal. La actitud de las fuerzas armadas del
estado y las federales no fue tampoco, como se había visto antes frente a estos
escenarios, contundente o significativa, ni siquiera porque en este caso los
civiles armados hicieron uso durante días de las patrullas municipales.
En dos años —a partir de la primer ruptura de la CRAC-PC— el término «comunitarios» se ha visto en distintos
medios desvirtuado, perdió su sentido original que por 15 años fue sinónimo de
justicia. Los enfrentamientos entre estas fracciones y los resultados fatídicos
de ello, han corrompido a la comunitaria.
Esto parece ser caldo de cultivo para que cualquier grupo armado se cobije bajo
el concepto de comunitario y pueda
realizar acciones violentas.
El origen del rencor en una tierra colorida
Chilapa
o Chilapan –según la voz nahua– es la cabecera municipal de la demarcación que
lleva su nombre, constituye el centro económico de un conjunto de poblaciones
indígenas que dependen, en buena medida, de la posibilidad de vender sus
productos artesanales en el mercado que cada domingo se instala en las calles
chilapenses. Sin embargo, esta ciudad, es mestiza y la convivencia con
artesanos y campesinos no ha sido cálida y respetuosa, la historia local en los
últimos dos siglos está llena de levantamientos armados –1844, 1849, 1910, por
mencionar algunos años de grandes revueltas– que provienen desde las
comunidades indígenas pertenecientes al municipio hacia su capital, siempre en
contra de caciques o empresarios vinculados a la compra-venta de artesanías. Ya
la palabra artesanía suena a
desprecio, aunque sea una parte fundamental del sostenimiento económico y
social en la región. Quien viera las máscaras y los tallados en madera, los
amates pintados de muchos colores, los tejidos y las pinturas en retablo que se
ofrecen en el mercado, diría que es arte y no artesanía, pero para buena parte de la población mestiza, los
indios hacen artesanías.
Vivir en una economía primaria que tiene como elemento central la milpa no
es sencillo en el México de hoy. Nunca no ha sido. Por ello las comunidades
nahuas han desarrollado con una destreza inigualable en el estado al tratarse
de tejer la palma y tallar madera o transformar las pieles de vaca en máscaras
de tigre, pero también han sabido fabricar un mezcal de muy buena calidad; la
vida en las comunidades pasa por actividades cotidianas como echar tortilla,
guisar mole, preparar las fiestas y tocar música en las celebraciones patronales
de cada comunidad. Esta es una parte de la historia viva del municipio, misma
que contrasta demasiado con las ya sucias avenidas centrales de Chilapa y las
actividades más bien financieras, no por algo esta cabecera municipal es el
punto estratégico de paso para mover mercancías como maíz, café, frijol y
ganado que viene de la Montaña y que en estos valles encuentra la forma de
transportarse hacia el zona central de Chilpancingo, o bien hacia estados como
Puebla y Oaxaca. Y de igual forma que el mercado de arte, es Chilapa la que
centraliza las ganancias económicas.
La base económica familiar es la agricultura de autosuficiencia, en
términos generales el problema de la concentración de tierra continúa porque
las familias campesinas tienen poca tierra cultivable y el resto está acaparada
por los terratenientes que se renuevan de vez en vez; en este sentido, las
condiciones del campo mexicano son desastrosas y esto no es distinto en el
territorio del municipio de Chilapa (al igual que en los municipios colindantes
como Zitlala y Ahuacuotzingo). La llegada de la mariguana y la amapola a
mediados del siglo XX resultaron una alternativa de subsistencia que poco a
poco fue consolidándose como la principal fuente de ingresos y de manera
contundente sustituyó al maíz y al frijol como productos agrícolas básicos, los
limitó a la parcela al mismo tiempo que permitió cierta acumulación de dinero
para desarrollar otras actividades como la ganadería o el comercio. Las mal
llamadas artesanías son el único
producto que se ha mantenido firme pese a la presencia de estas plantas
prohibidas.
De manera muy coincidente, varias familias comenzaron a organizarse para la
siembra, producción y distribución de la mariguana y de la extracción de la
goma que desprende la amapola. Como se puede constatar en otros estados, esta
economía alternativa familiar poco a poco fue creciendo, fue entonces que –una
vez establecidas las prohibiciones a nivel federal– las rutas se disputaron y
las familias se convirtieron en cárteles locales, como consecuencia de este
giro que da el capitalismo en los niveles más bajos de producción primaria. Uno
de ellos, y que hasta ahora continua, es el de Los Ardillos, heredero de la familia Ortega, este grupo ha crecido
de manera considerable en la última década, más o menos de la misma forma en
que otros cárteles del estado lo han hecho, por lo que ahora es posible pensar
que el levantamiento armado de «comunitarios»
no es sino una muestra de fuerza para controlar la cabecera municipal y ganar
terreno. Para comprender que en Guerrero, las relaciones del poder político –y
ahora las del poder criminal– se mueven casi siempre en función de la
pertenencia a una familia, basta mencionar que el presidente del congreso
estatal es Bernardo Ortega, uno de los hermanos de la familia a la que se le
atribuye ser la cuna y actual sostén de una organización criminal –Los Ardillos–que hoy en día redefine sus
apoyos políticos para mantenerse en el terreno del negocio.
Y si a esta historia le agregamos la presencia y control de Los Rojos de buena parte del territorio
regional, comprenderemos también cómo las disputas políticas son también las
disputas por el control del negocio más rentable en el estado: la producción de
estupefacientes en todas sus modalidades así como su transportación a
diferentes destinos. Aunque ahora se le hayan agregado secuestros, robo de
autos y extorsiones a la población, el llamado cobro de piso.
Este cártel con presencia también en la capital, Chilpancingo, es el
resultado de un acto involuntario, así lo relata una fuente cercana a Guerreros
Unidos con quien pudimos conversar: «Todo
inicia cuando el cártel de los Beltrán Leyva rompe con los Rojos, porque
anteriormente no había tantos grupos como ahora, antes era un solo grupo, eran
puros Rojos aquí en Guerrero, que los dirigía Jesús Nava Romero. Entonces
cuando matan a Jesús Nava Romero, estaba en Morelos –mucha gente lo supo– lo matan ahí al Rojo mayor, o sea, aquí en
Guerrero, los sucesores no quisieron jalar con los que había dejado Jesús».
Esta banda que no quiso trabajar con Jesús Nava consolidó lo que hoy conocemos
como Los Rojos, usando ese nombre en
honor a su antigua líder al que le apodaban así, «El Rojo».
De esta manera agravios históricos entre las comunidades indígenas y la
cabecera mestiza conviven en una compleja olla de tiempo con el fortalecimiento
de organizaciones criminales que sólo han podido mantenerse y crecer con el
apoyo de generaciones de gobernantes y de partidos políticos, como el PRI y en
los últimos 10 años también con el apoyo del Partido de la Revolución
Democrática (PRD).
Los senderos de Chilapa
A
diferencia de los Caballeros Templarios
en Michoacán, la organización criminal Los
Ardillos utiliza los niveles más básicos de organización municipal para
ganar base social y tener de su lado a la mayor cantidad de comunidades
posible. No se trata de una estrategia nueva, esta organización, según
comentarios de los propios habitantes del municipio de Chilapa, cuenta con por
lo menos 50 años de existencia, lo que implica un fortalecimiento de la fusión
de las dos estructuras, la criminal y la política institucional. Dicha dinámica
de penetración corresponde a un amplio conocimiento del funcionamiento
comunitario, ya que son los comisarios ejidales y los comisariados de bienes
comunales quienes pueden influir determinantemente en las decisiones tomadas en
las asambleas comunitarias; el soborno o las amenazas de las que pueden ser
parte estos eslabones básicos de la estructura organizativa son el mecanismo
que ha llevado a decenas de comunidades de la región a responder –y volcar su
economía, política y seguridad– en función de la pertenencia al crimen
organizado.
En una conversación reciente con Javier Monroy, miembro desde hace varias
décadas del Taller de Desarrollo Comunitario (TADECO), una de sus
intervenciones nos reafirma la sospecha de que no son los presidentes
municipales el nivel más bajo de contubernio con los cárteles: «el control empieza con la estructura agraria,
los comisariados ejidales y de bienes comunales tienen un papel fundamental,
ellos controlan las asambleas de los campesinos y ellos determinan; la misma
estructura que se generó en los años 50 y 60 tal vez de los 40 con el problema
de la madera, con la explotación de la madera, son las mismas estructuras que
les han servido a estos grupos para aterrizar en las comunidades, y desde allí
viene el control». El episodio de la toma de Chilapa resulta significativo
para ver estas dinámicas de control, en la práctica, tal y como era visible en
las personas que daban órdenes e indicaciones, contaban con radios y con mejor
armamento; estas personas no son originarias de las comunidades nahuas que
llenaron las calles chilapenses, su hablar y sus rasgos los delatan; ellos
–siempre hombres– decidían si daban entrevistas, si los contingentes accionaban
o no, pero sobre todo –dato particular– daban la línea a los comisarios que se
encontraban en este escenario. Nuestra hipótesis es que estas personas,
llamados «comandantes» son quienes
realizan el control permanente de la estructura ejidal como cimiento de la
organización criminal, alimentada de las necesidades y rencores de las
comunidades indígenas.
A partir de este planteamiento nos surgen muchas interrogantes, sobre todo
pensando en ubicar las responsabilidades de la toma de la cabecera municipal o
bien, tal y como acusan muchos habitantes de esta mediana ciudad, de las
desapariciones que se han registrado desde el sábado 9 de mayo. No es posible
ubicar culpables de manera maniquea, menos desestimar los reclamos que cientos
de campesinos hicieron, a pesar de que el mensaje «oficial» de los presuntos comunitarios se limitaba a la detención
del líder del cártel de Los Rojos,
Zenén Nava Sánchez, alias El Chaparro.
Con la superposición de la estructura criminal por encima de la estructura
organizativa comunitaria se tienen al menos dos efectos, el primero lo
constituye la cooptación casi total de la región sur del municipio y la
supeditación de las autoridades comunitarias a las líneas de trabajo y de
negocios de Los Ardillos; en segundo
lugar, la utilización de las demandas históricas de las comunidades nahuas como
escudo de contención y legitimación de las necesidades de la organización
criminal, de tal suerte que la exigencia de detención del líder criminal pone
en segundo plano las denuncias de desaparición forzada y de múltiples amenazas
que enarbolan los campesinos armados, aunque sin este «respaldo legítimo» no sería posible una acción similar. Una suerte
de camuflaje de los verdaderos objetivos, que son los de Los Ardillos y no los de las comunidades.
La imagen de los campesinos enardecidos, mal tapados de la cara y armados
con escopetas de caza, sombreros muy parecidos a los que usaban otros
campesinos indígenas en la revolución, nos provoca desconcierto, incertidumbre,
en cierta medida desconfianza pero sobre todo somos testigos de la consecuencia
de los agravios que durante siglos han padecido los habitantes de las
comunidades que rodean a la ciudad-mercado de Chilapa. Cada vez más son
visibles mujeres y niños, pero el rostro sigue mal tapado, los ojos transmiten
furia y la agresividad es la misma, están cansados de ser explotados y un
cártel como Los Ardillos supo
aprovechar esta situación y sacarle el jugo necesario para ponerlos de su lado
y penetrar, al grado del control, sus estructuras organizativas mínimas. Es
inevitable pensar en Sendero Luminoso,
un grupo guerrillero que para hacerle la guerra al Estado peruano decidió
montarse y controlar las estructuras comunitarias y de esa manera forzar a la
población a dar cobijo, información y combatientes; decenas de miles de
campesinos indígenas peruanos murieron –o en combate o asesinados por sus
propios compañeros acusados de traidores– y no se consiguió absolutamente
ninguna mejora en las condiciones de vida de las zonas serranas sumidas en la
miseria. Lo complejo del proceso guerrerense nos ha llevado a ver de nuevo el
fantasma de la violencia entre los pobres y cómo se enardece a cientos de
personas –aunque no sabemos cuántas más– para combatir a una organización
criminal y de esta forma controlar la plaza al mismo tiempo que se obtiene,
supuestamente, una suerte de «victoria
histórica» que haga un poco de justicia entre los habitantes indígenas y
los mestizos que componen la cabecera municipal. Este es el engaño.
Epílogo
Lo que
hemos observado hasta ahora es que, en el momento actual y nuevamente bajo la
lógica electoral, tanto organizaciones criminales como sus pares partidos
políticos, juegan en un tablero en donde se recompone el orden del poder, no
sólo político sino sobre todo económico, es decir que, luego de un largo y
violento proceso, finalmente es el crimen organizado el que decide y consolida
a los administradores del gobierno en todos sus niveles. Pero para poder
contribuir con más elementos de análisis es necesario realizar un minucioso
mapeo de todo Guerrero, una suerte de radiografía en la que se pueda ver con
mejor ángulo todo esto que constituye la necropolítica
o política criminal, la nueva fase del poder capitalista en la que se avecinan
grandes y violentas crisis. En próximas entregas trataremos de realizar este
monumental esfuerzo.
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