Noam Chomsky
© 2014 Noam Chomsky
Distributed by The New York Times Syndicate
Traducción: Jorge Anaya
Publicado el domingo 20 de julio de 2014
La primera plana del New York Times del 26 de
junio muestra la foto de una mujer que llora a un iraquí asesinado, una de las
innumerables víctimas de la campaña del llamado Estado Islámico en la que el
ejército iraquí, armado y entrenado durante años por Estados Unidos, se
disolvió con rapidez, abandonando gran parte de Irak a unos cuantos militantes,
experiencia nada novedosa en la historia imperial. Arriba de la fotografía está
el famoso lema del periódico: «Todas las
noticias que es apropiado imprimir».
Hay una omisión crucial. La
primera plana debería desplegar las palabras del juicio de prominentes nazis en
Nüremberg, las cuales deberían repetirse hasta que penetren la conciencia
general: la agresión es «el supremo
crimen internacional, sólo diferente de otros crímenes de guerra en que
contiene en sí mismo el mal acumulado de todos».
Y junto a esas palabras debe
estar la admonición de Robert Jackson, fiscal principal de Estados Unidos en
ese juicio: «El fundamento sobre el cual
juzguemos a estos acusados será el fundamento sobre el cual la historia nos
juzgará mañana. Dar un cáliz envenenado a estos acusados es ponerlo también en
nuestros labios».
La invasión de Irak por
Estados Unidos y Gran Bretaña fue un ejemplo de libro de texto de lo que es
agresión. Los apologistas invocan nobles intenciones, que serían irrelevantes
aun si sus alegatos se sostuvieran.
A los tribunales de la Segunda
Guerra Mundial no les importó un bledo que los imperialistas japoneses
intentaran llevar un «paraíso en la
Tierra» a los chinos que masacraron, ni que Hitler enviara tropas a Polonia
para defender a Alemania del «terrorismo
salvaje» de los polacos. Lo mismo se aplica cuando bebemos del cáliz
envenenado.
Los que están del lado donde
golpea la cachiporra tienen pocas ilusiones. Abdel Bari Atwan, editor de un
sitio web panárabe, observa que «el
principal factor causante del caos actual (en Irak) es la ocupación de Estados Unidos y Occidente y el apoyo árabe a ella.
Cualquier otra afirmación es engañosa y apunta a distraer la atención de esta
verdad».
En una entrevista reciente en
el programa de televisión de Bill Moyers, Moyers & Company, el especialista
iraquí Raed Jarrar delineó lo que nosotros en Occidente deberíamos saber. Como
muchos iraquíes, Jarrar es mitad chiíta y mitad sunita, y antes de la invasión
apenas si conocía las identidades religiosas de sus parientes porque «la secta no formaba parte de la conciencia
nacional».
Jarrar nos recuerda que «la pugna sectaria que destruye nuestro
país... comenzó sin duda con la invasión y ocupación estadunidense». Los
agresores destruyeron «la identidad
nacional iraquí y la remplazaron con identidades sectarias y étnicas», que
comenzaron cuando Washington impuso un consejo de gobierno basado en identidad
sectaria, algo nuevo en Irak.
Hoy día chiitas y sunitas son
enemigos acérrimos, gracias al mazo que blandieron Donald Rumsfeld y Dick
Cheney (secretario de Defensa y vicepresidente en el gobierno de George W.
Bush, respectivamente), junto con otros como ellos que nada entendían más allá
de la violencia y el terror, y que ayudaron a crear conflictos que ahora hacen
pedazos la región.
Otros encabezados informan del
resurgimiento del talibán en Afganistán. El periodista Anand Gopal explica las
razones en su notable libro No Good Men
Among the Living: América, the Taliban, and the War through Afghan Eyes (No hay buenos entre los vivos: Estados
Unidos, el talibán y la guerra vista con ojos afganos).
En 2001-02, cuando el mazo
estadunidense golpeó Afganistán, los extranjeros de Al Qaeda que se ocultaban
allí desaparecieron y el talibán se disolvió. Muchos escogieron, en el estilo
tradicional, acomodarse entre los nuevos conquistadores.
Pero Washington estaba
desesperado de encontrar terroristas que aplastar. Los hombres fuertes que
impusieron como gobernantes pronto descubrieron que podían explotar la ciega
ignorancia de los estadunidenses y atacar a sus enemigos, incluso a quienes
colaboraban gustosamente con los invasores. En poco tiempo el país fue
gobernado por esos crueles señores de la guerra, mientras muchos antiguos
talibanes que buscaban unirse al nuevo orden recrearon la insurgencia.
Más tarde el mazo fue recogido
por el presidente Obama, al «encabezar
desde atrás» el aplastamiento de Libia.
En marzo de 2011, en medio de
un levantamiento contra el gobernante libio Muammar Kadafi como parte de la primavera árabe, el Consejo de Seguridad
de la ONU adoptó la resolución 1973, que llamaba a «detener el fuego y poner fin a la violencia y a todos los ataques y
abusos contra civiles».
El triunvirato imperial
–Francia, Inglaterra y Estados Unidos– decidió al instante violar la
resolución, convertirse en la fuerza aérea de los rebeldes e intensificar la
violencia. Su campaña culminó en el asalto al refugio de Kadafi en Sirte, el
cual dejaron «devastado por completo»,
«reminiscente de las escenas más sombrías
de Grozny, hacia el final de la sangrienta guerra de Rusia en Chechenia»,
según reportes de testigos en la prensa británica. A un costo sangriento, el
triunvirato logró su objetivo de cambio de régimen, en violación de sus
piadosos pronunciamientos en contrario.
La Unión Africana se opuso con
energía al asalto del triunvirato. Como informó el especialista en África Alex
de Waal en la revista británica International Affairs, la UA propuso un mapa de
ruta que instaba al cese del fuego, asistencia humanitaria, protección de
migrantes africanos (que en su mayoría eran asesinados o expulsados) y otros
nacionales extranjeros, y a adoptar reformas políticas para eliminar «las causa de la crisis actual», más
otros pasos para instaurar «un gobierno
interino incluyente y consensuado, que conduzca a elecciones democráticas».
El esquema de la UA fue
aceptado en principio por Kadafi, pero desdeñado por el triunvirato, que «no estaba interesado en verdaderas
negociaciones», observa De Waal.
El resultado es que hoy Libia
es despedazada por milicias en conflicto, en tanto se ha desatado el terror
yihadista en gran parte de África, junto con un flujo de armas que llega hasta
Siria.
Existen muchas pruebas de las
consecuencias de esta política del mazo. Veamos la República Democrática del
Congo, antes Congo Belga, un enorme país rico en recursos… y una de las peores
historias de horror contemporáneas. Tuvo la oportunidad de desarrollarse con
éxito luego de alcanzar la independencia en 1960, bajo el gobierno del primer
ministro Patricio Lumumba. Pero Occidente no quería nada de eso. Allen Dulles,
director de la CIA, determinó que la remoción de Lumumba «debía ser un objetivo urgente y primordial» de una acción
encubierta, sobre todo porque las inversiones estadunidenses en el país
peligraban a causa de lo que documentos internos llamaban «nacionalistas radicales».
Bajo la supervisión de
oficiales belgas, Lumumba fue asesinado, cumpliendo el deseo de Eisenhower de
que «cayera en un río lleno de
cocodrilos». Congo fue entregado al favorito de Washington, el asesino y
corrupto dictador Mobutu Sese Seko, y de allí el actual naufragio de las
esperanzas africanas.
En lugares más cercanos es más
difícil cerrar los ojos a las consecuencias del terrorismo de Estado de
Washington. Hoy reina la preocupación sobre el éxodo de niños que huyen a
Estados Unidos desde Centroamérica. El Washington Postinforma que el incremento
de estos migrantes procede «en su mayor
parte de Guatemala, El Salvador y Honduras», pero no de Nicaragua. ¿Por
qué? ¿Podría ser que cuando el mazo de Washington aporreaba la región, en la
década de 1980, Nicaragua era el único país que contaba con un ejército para
defender a la población de los terroristas dirigidos por Estados Unidos,
mientras en los otros tres países los terroristas que devastaban a la población
eran los ejércitos entrenados y equipados por Washington?
El presidente Obama ha
propuesto una respuesta «humanitaria»
a la trágica migración: una deportación más eficiente. ¿A alguien se le ocurren
alternativas?
Es injusto omitir los
ejercicios de «poder blando» y el
papel del sector privado. Un buen ejemplo es la decisión de Chevron de
abandonar sus tan publicitados programas de energía renovable, porque los
combustibles fósiles son mucho más redituables.
Exxon Mobil a su vez anunció
que “su enfoque tipo láser en
combustibles fósiles es una estrategia sólida, sin considerar el cambio
climático –reporta Bloomberg Businessweek–, porque el mundo tiene gran necesidad de energía y resulta ‘sumamente
improbable’ que ocurran reducciones significativas de carbono”.
Por tanto, es un error
recordar día tras día el juicio de Nüremberg a los lectores. La agresión ya no
es «el supremo crimen internacional».
No puede compararse con la destrucción de las vidas de generaciones futuras
para obtener mayores ganancias hoy.
Comentarios