Colaboración/29 marzo, 2015
Reflexiones varias, por Manuel Gutiérrez
Fotografías en B&N: Sari Dennise
(Santiago de
Chile, 2011)
¿Qué es lo que conmemora el 29
de marzo en Chile?
Durante
los años 1983 y 1987, las protestas contra la dictadura de Pinochet crecieron
sostenidamente, alcanzando su máxima expresión para el año 1986. En las
periferias de Santiago se concentraron mayoritariamente las protestas populares
frente al proceso de exterminio, tortura, control y vigilancia que se
desarrollaba en el país. Todo esto, agudizado por la primera crisis económica
de la nueva fase neoliberal del Estado, lo que se tradujo, entre otras cosas,
en un desempleo que afectó a la cuarta parte de la población de la región
metropolitana de Santiago.
Las protestas se expandieron de manera espontánea y las organizaciones
político-sociales trabajaron sobre un fin común: derrotar a la dictadura. Para
ello, intentaron mantener una base social de apoyo y retaguardia alojada en los
sectores populares de la capital. Fue así como algunas poblaciones
–principalmente aquellas con historia de tomas de terreno en el reciente
proceso de expansión urbana de décadas pasadas– se transformaron en focos de
resistencia a la dictadura, legado que perdura hasta hoy. Una de ellas fue la
población Villa Francia, territorio en el cual se desarrolló el cobarde
asesinato de Rafael y Eduardo Vergara la noche del 29 de marzo de 1985. Esa
misma noche también murió otra militante del Movimiento de Izquierda
Revolucionario (MIR): Paulina Aguirre Tobar; en un «presunto enfrentamiento» con efectivos de la Central Nacional de
Inteligencia (CNI) –la policía política del régimen de Pinochet. Al día
siguiente, los militantes del Partido Comunista (PC); José Manuel Parada,
Manuel Guerrero y Santiago Nattino; aparecieron degollados a manos de funcionarios
de la dirección de comunicaciones de carabineros. Hechos que demuestran el
grado de violencia que ejercía el Estado sobre cualquier disidente que se
movilizara activamente por el derrocamiento del régimen militar y la
construcción de una sociedad organizada sobre la ética de la dignidad.
Los aparatos de seguridad del Estado continuaron dirigiendo estos
crímenes contra militantes de partidos de izquierda y ensañándose sobre
familias con historia organizativa. Víctima de esta persecución, la familia
Vergara Toledo perdió otro hijo, Pablo, hermano mayor de Rafael y Eduardo,
quien murió años después manipulando una bomba en Temuco; situación que nunca
se ha clarificado del todo pero que se mantiene dentro de una nebulosa de dudas
sobre los macabros crímenes cometidos por la dictadura.
Como siempre, los años pasaron, la democracia
llegó pero la represión continuó, y la lucha subversiva, que pudo haberse
transformado en un continuo de prácticas políticas desplegadas en todo orden
alimentando la idea de una sociedad anticapitalista, se encapsuló en torno al
accionar de compañeros y compañeras batallando por la libertad de los presos
políticos que la democracia encerró con una eficacia asombrosa. Para el año
1994, todas las organizaciones político-militares que trabajaban en la región
terminaron desmanteladas y con sus militantes en prisión. Así, la conmemoración
de un calendario de resistencia apareció como la guía de un quehacer subversivo
que se mantiene hasta la actualidad.
El rito
de «la acción directa»
El 29 de
marzo se inscribió como el día del joven combatiente en el extremo sur de la
identidad latinoamericana, y hoy, cuando se cumplen 30 años de la muerte de los
hermanos Vergara Toledo, la problematización sobre las prácticas
revolucionarias pareciera tener poco o nada de combatiente. Las manifestaciones
siguen dentro del plano de actividades y protestas conmemorativas que, si bien
son necesarias y compartidas por tod@s, resultan insuficientes, ya que estas
expresiones no representan una amenaza ni un problema para el Estado. Es más,
todas estas formas de hacer memoria se encuentran absorbidas por las
estructuras del poder, que logran anticiparse sin ningún problema a las
acciones que se despliegan por estos días. Por ello es que resulta más que
pertinente preguntarse ¿por qué no aventurarse sobre otras posibilidades?
Si bien la importancia de las actividades conmemorativas gira
fundamentalmente sobre el ejercicio de hacer memoria, la cual inevitablemente
siempre se llenará más de olvido que de recuerdos, hoy nuestro quehacer ha
caído en la ritualidad petrificada que se practica sólo en fechas
conmemorativas (29 de marzo, 11 de septiembre), transformándonos en una masa
predecible y a la cual le han logrado amortiguar los golpes, y lo que es peor,
utilizar esa misma ritualización de las acciones para que el terrorismo de
Estado despliegue su espectáculo de montajes y criminalización del movimiento
social de la manera más eficaz posible, alimentándose de nuestras propias
performances, que es casi en lo que se han transformado estas fechas.
La dinámica de enfrentamientos que se desarrolla en las poblaciones es
conocida hasta la saciedad por ambos bandos, sólo varían los grados de
violencia (dentro de un margen muy controlado) y las emociones que se viven en
uno u otro grupo, por lo que las «salidas
a la calle» (protesta con enfrentamiento directo) como método empleado se
vició, y requiere de un diálogo urgente entre compañer@s para visualizar cuáles
son los resultados del uso de esa violencia. Resultados más allá de las
explicaciones que están dentro de lo que hemos mencionado: memoria,
conmemoración, manifestación de un descontento, expresión de un síntoma,
etcétera.
Si realmente queremos hacer de nuestra memoria un arma no se puede
seguir repitiendo este guion de manera tan monótona. Mientras tanto, la
represión continúa ejerciéndose violentamente. Hoy, la política pública por
excelencia, a escala global, es la represión. El gasto en defensa por parte de
los Estados siempre resulta ser el primer ítem para invertir. Sin embargo, no
se puede desconocer que el ejercicio de la violencia Estatal se ha refinado
durante estos últimos 30 años. Muestra de ello es el espectáculo constante que
se transmite por todos los medios de comunicación corporativos, quienes han logrado
instalar en el seno de la clase popular una conciencia totalmente identificada
con la sociedad de consumo neoliberal. Esto se puede ver reflejado en la
actitud auto-flagelante que adopta nuestra clase a la hora de vestirse o de
aprovechar el escaso tiempo libre que deja el trabajo asalariado,
principalmente visitando los malls repletos de mercancías que jamás estarán al
alcance del poder adquisitivo que manejamos.
Esta actitud no hace más que reflejar la violencia alojada en el
interior de nosotros mismos, frente a esto uno se pregunta: ¿cómo es que
nuestra clase se puede reconocer en todo aquello que la excluye y niega? La
violencia no es una acción que necesariamente conlleve fuerza ni coerción
física sino que se expresa en distintas dimensiones, tales como la publicidad
en los medios de comunicación, el aislamiento emocional, el individualismo, el
consumismo extremo o la indignidad en el trabajo y en el transporte público a
la cual somos sometid@s a diario. Esta violencia a su vez, demuestra que el sistema
represivo «democrático» es más
efectivo que el dictatorial, ya que puede evitar la sociabilización y
ocupamiento del espacio público sin siquiera recurrir a la fuerza, siendo capaz
de implantar un modelo individualista y un ambiente represivo sin utilizar los
niveles de violencia física de la dictadura.
Con pesar, nos podemos dar cuenta de que el ejercicio de la violencia
practicado por la izquierda autónoma no ha variado mucho en los últimos
tiempos, encaminándose mayoritariamente por los mismos dos canales, el primero
y más antiguo ha seguido el estereotipo revolucionario clásico, propio de las
organizaciones de los años 60 y 70, periodo en que se vivió tal vez el último
gran asalto al capital y que tuvo como escenarios protagónicos tanto a África como
a América Latina. La historia se repite sin darnos cuenta de que la necesidad
de la lucha revolucionaria actual es muy distinta a las luchas
anticolonialistas de hace medio siglo en donde, si bien se lograba una
liberación política, se mantenía la opresión económica. Distinta también es la
necesidad actual a las luchas anti-dictatoriales, en donde el objetivo
unificador de las reivindicaciones tenía como punto común restablecer una
democracia burguesa en las cuales él transito social va desde una tiranía individual
a una tiranía parlamentaria.
El segundo canal tiene relación con aquellas corrientes vertidas desde
el anarco-insurreccionalismo que se han generado mayoritariamente sobre la
experiencia europea, la cual ha viajado hasta nuestros territorios replicándose
sin mayores cuestionamientos. Si bien la propuesta insurrecionalista se ha
formulado en torno a otra versión sobre cómo entender y practicar la política
subversiva y sus acciones, y que por aquí ya llevan más de una década
ejecutándose, no ha logrado un impacto más allá de operaciones que están más
cerca de un acto estético-poético (quiebre de ventanales por estallidos) que de
una acción política de fuerza. Lamentablemente, las consecuencias más funestas
y terribles de estas acciones han recaído sobre compañer@s que han terminado
muertos, mutilados o encarcelados a partir de órdenes de capturas
internacionales y bajo las cuales no se ve un panorama muy auspicioso. Además,
esta forma de entender y hacer política subversiva no ha podido asumir ni
extraer la crítica ni el potencial revolucionario que en ella misma se
contiene, el cual dice relacionarse con la capacidad de superar las formas y
métodos clásicos que hemos asumido a lo largo de nuestra historia.
Necesidad
histórica
La
violencia política sigue siendo una necesidad histórica para enfrentar a la
incesante búsqueda de la ganancia desmedida (espíritu del Capital) que está
destruyendo las condiciones de vida sobre la tierra. Esta violencia debe estar
estrechamente vinculada al malestar cotidiano que sufrimos como población en
general, a la frustración que genera el robo de nuestro tiempo por parte del
trabajo y la enajenación en que nos encontramos sumidos. La población oprimida
no se opondrá a aquellas acciones que por más violentas que sean le devuelvan
–aunque sea en un gesto– esa dignidad secuestrada por el Estado. Asumir esta
exigencia nos hace plantearnos la necesidad de construir, todos los días del
año, en función de nuestros propios ritmos de creatividad, aprendizaje y
reflexión, conscientes de la importancia de mantener un nexo vivo con las
posibilidades que entrega tanto «la sociedad de la información» como también
con aquellas reivindicaciones que se manifiestan a nivel local, territorial,
regional o global.
Hacer las cosas bien es una exigencia necesaria dentro de una sociedad
que no nos deja más tiempo que el destinado a la producción de mercancías y
distribución de servicios. Es por eso que debemos diversificar las formas de
lucha, las técnicas de acción, lograr que nuestra angustia se transforme en un
hacer provechoso para nosotros y nuestra población. A casi 30 años de un nuevo
día del joven combatiente podríamos preguntarnos ¿cómo insertamos esta fecha
dentro de la dinámica de los antagonismos de clases, dentro de su historia?
para así romper con el orden burgués y su calendario, que hemos hecho nuestro,
para destruir la ilusión democrática y pisotear los simbolismos del Capital. A
ver si un día podemos recrear la situación de una sociedad que busca sanearse
del reino de la mercancía.
A pesar de que Chile ha quedado enfermo de dictadura después del régimen
–lo cual salta a la vista a partir de ese incansable relato que se repite en
cada una de nuestras palabras y acciones– es urgente renovar la mira para dar
el salto hacia una memoria activa y enérgica desde la cual formular una praxis
que sea capaz de evidenciar el real carácter negativo que contiene la realidad
material, liberando la potencial fuerza de nuestra clase para la transformación
de las condiciones que podrían hacer posible la superación de las relaciones
mercantiles.
Por la transformación de nuestras propias prácticas.
Que por siempre amanezca el día del joven combatiente.
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