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21-02-2015
La literatura sobre el tema pocas veces
abona al conocimiento de los resortes de la guerra contra el narcotráfico. Si
bien el periodismo aventaja a la academia en la documentación de los horrores
de la guerra, lo cierto es que los dos, periodismo y academia, presentan un
rezago importante en la explicación de las causas. Yerran quienes hurgan sólo
en la historia del narcotráfico, en esa histórica relación entre el Estado o
agentes estatales o partidos políticos y las organizaciones del crimen
organizado, señaladamente el narco, que es una figura preeminente de la
delincuencia en el país. Es posible que allí se puedan documentar algunas
claves. Pero el error radica en concentrar la atención en esa historia –la del
narcotráfico– y no en la guerra. Esta literatura acerca de la historia de la
delincuencia organizada ha ido a la alza en los últimos ocho años, ciertamente
en respuesta a la conflagración que por decreto unipersonal inauguró Felipe Calderón.
Wilbert Torre, autor de Narcoleaks, recupera una anécdota acerca de este
panista mesiánico, que ilustra el despropósito de sus políticas y la estulticia
de los impulsores: “Muy al inicio de su
gestión, un día Barack Obama se le ocurrió comparar a Calderón con Elliot Ness,
el legendario némesis de Al Capone, y Calderón aceptó la comparación sin
reparar en la ironía subyacente: Elliot Ness es ese moralista que dedicó sus
mejores años a aplicar la ley de una prohibición absurda y que, una vez que la
prohibición terminó, continuó su carrera en Cleveland, donde mejor se le
recuerda por haber incendiado barrios pobres de la ciudad en busca de un
asesino en serie que nunca pudo encontrar”. Una primera conjetura: la
historia del combate al narcotráfico es la tragicomedia del perro persiguiendo
en círculos su propia cola.
¿Por
qué verter los esfuerzos en la recuperación de esa historia y no en la guerra?
La sospecha es que existen intereses políticos involucrados en la priorización
de los pormenores históricos de la droga, en detrimento de la trama geopolítica
que envuelve al escenario belicista que enfrenta el país.
Hay
evidencia suficiente para sostener que el tráfico de droga no es una alta
prioridad de la guerra. Al contrario, en México asistimos a la emergencia de un
narcoestado, es decir, un Estado en donde la empresa criminal,
destacadamente el narco, conquistó un predominio en la economía nacional, los
procesos políticos y las instituciones de seguridad. Entonces, la pregunta es:
¿por qué la guerra? Basándonos en el desastroso curso de la guerra, los
inenarrables costos humanos, y la desquiciada impunidad que priva en el país,
se arriba a una segunda conjetura: la guerra contra el narcotráfico está más
vinculada con la guerra sucia que con esa historia del narcotráfico que
la literatura académica a menudo recoge en sus investigaciones.
Toni
Negri arroja una pista útil para el tratamiento de la guerra que nos ocupa –la
guerra contra el narcotráfico–, poniendo hincapié en la arista propiamente
beligerante de esta intriga, y no en los objetivos pretendidamente perseguidos:
“…la guerra, así como hoy ha sido
inventada, aplicada y desarrollada, es una guerra constituyente. Una guerra
constituyente significa que la forma de la guerra ya no es simplemente la
legitimación del poder, la guerra deviene la forma externa e interna a través
de la cual todas las operaciones del poder y su organización a nivel global se
viene desarrollando”.
El
primer gran mito acerca de la guerra contra el narcotráfico es que se trate de
una guerra contra el narcotráfico. Está claro que el objetivo no es la droga o
las redes de tráfico. Situar la atención en esas coordenadas es un error al que
se acude no pocas veces premeditadamente, con el objeto de evitar la
centralidad del Estado y los intereses geopolíticos en la ecuación. La
generalización de la violencia e inseguridad, la impunidad que gozan
irrestrictamente los delincuentes, la presencia de narcodinero en todos
los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o
federal, la incorporación de agentes policiales y/o castrenses de alto rango a
las filas del crimen organizado (y no al revés, como sugieren los “especialistas”, que es el narco el que
infiltra las instituciones de seguridad), las ingentes sumas de dinero
provenientes del narco mexicano que sin rubor lavan los bancos estadunidenses
con la solícita omisión de las autoridades e instituciones formales, la
sistemática comisión de crímenes de lesa humanidad que por definición son
efectuados por agentes estatales o grupos extralegales que actúan con la
aquiescencia del Estado, el enriquecimiento sultánico de empresarios y/o
políticos coludidos con los cárteles de la droga, son signos claros de la
presencia protagónica del Estado y los poderes fácticos en esta maquinación
delincuencial, y una prueba categórica de que la guerra responde a otra agenda
diametralmente opuesta a los fines declarados.
En este
sentido, cualquier estudio que soslaya el protagonismo del Estado en esta trama
de criminalidad y violencia no merece un minuto de atención. Y esto nos remite
al segundo mito acerca de la guerra contra el narcotráfico, que se tratará con
el correspondiente rigor hasta la próxima entrega: a saber, que esta guerra
encierra una disputa entre soberanías, un reto del crimen al Estado por el
control de las instituciones.
(Continuará…)
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