Ricardo Flores Magón,
Regeneración,
17 de diciembre de 1910.
No queremos
luchas fratricidas, no queremos sangre, no queremos guerra, dicen los timoratos. Y hablan en seguida de los horrores de la matanza:
la sangre corriendo en abundancia, la atmósfera cargada de espesos humos, el
ruido ensordecedor de las armas de fuego; sangre, agonía, muerte, incendio. ¡Qué horror!
¡Qué horror! En verdad, compañeros, nada tiene de
agradable el espectáculo que ofrece la guerra; pero la guerra es necesaria. Es
necesaria la guerra cuando hay algo que se opone a la conquista del bienestar.
Es horrible la guerra,
cuesta muchas vidas, muchas lágrimas y muchos dolores; pero ¿qué decir de la paz? ¿Qué decir, compañeros, de la
paz bajo el presente sistema de explotación capitalista y de barbarie
gubernamental? ¿Garantiza siquiera la vida esta paz?
Por horrible que sea la
guerra, no sobrepasa en horror a la paz. La paz tiene sus víctimas, la paz es
sombría; pero no porque la paz, por sí misma, sea mala, sino por el conjunto de
circunstancias que la componen en la actualidad. Sin necesidad de que haya
guerra, hay víctimas en tiempo de paz, y, según las estadísticas, las victimas
en tiempo de paz son más numerosas que las víctimas en tiempo de guerra.
Basta con leer todos los
días los periódicos de información para convencerse de que es una verdad lo que
digo. Ya es una mina que se desploma y aplasta a centenares o miles de
trabajadores; o bien, un tren que descarrila y produce la muerte de los
pasajeros; o un buque que se hunde y sepulta en el fondo del mar a muchas
personas. La muerte espía al ser humano en todos los momentos de su existencia.
El trabajador cae de los andamios y se despedaza el cuerpo. Otro, manejando una
máquina, se corta un brazo, una pierna y queda mutilado o muere. El número de
personas que mueren anualmente en virtud de catástrofes mineras, ferroviarias,
marítimas y de otra naturaleza es verdaderamente alarmante. Los que mueren como
consecuencia de incendios de teatros, hoteles y casas alcanzan una cifra
desesperante cada año.
Pero no es esto todo: las
condiciones de insalubridad en que se efectúa el trabajo en las fábricas y los
talleres; lo fatigoso de las tareas; la incomodidad e insalubridad de las
viviendas de los trabajadores -forzados a vivir en verdaderas zahúrdas-; la
suciedad de los barrios obreros; la mala alimentación que el trabajador puede
conseguir por los salarios miserables que gana; la adulteración de los
artículos alimenticios; la inquietud en que vive el hombre de trabajo, que teme
que, de un momento a otro no podrá llevar pan a la familia; y el disgusto que
produce el hecho de encontrarse bajo la influencia del polizonte, bajo la
influencia de leyes bárbaras dictadas por el estúpido egoísmo de las clases
encumbradas, bajo la influencia de monigotes descerebrados que la hacen de autoridad; todo ello: insalubridad, mala
alimentación, trabajo fatigoso, inquietud por el porvenir, disgusto del
presente, minan la salud de las clases pobres, engendran enfermedades
espantosas como la tisis, el tifo y otras que diezman a los desheredados y
cuyos estragos alcanzan a todos: a hombres, a mujeres, ancianos y niños. Lo que
no ocurre con la guerra, en la que es raro el caso del atropello a los
ancianos, a las mujeres y a los niños, a no ser que se trate de un tirano
bestial -como Porfirio Díaz-, para quien no hay en esta vida criatura
respetable. El tigre hinca los colmillos indistintamente en las carnes de un
viejo, de una mujer o de un niño.
Todas estas calamidades,
que sufre la humanidad en tiempo de paz, son el resultado de la impotencia del
Gobierno y de la ley para hacer la felicidad de los pueblos por la sencilla
razón de que tanto el Gobierno como la ley no son otra cosa que los guardianes
del Capital, y el Capital es nuestra cadena común. El Capital quiere ganancias
y, por lo tanto, no se preocupa de la vida humana. El dueño de una mina no se
preocupa porque el lugar del trabajo ofrezca riesgos para la vida de los
obreros; no hace las obras necesarias para que el trabajo se efectúe en la mina
en condiciones de seguridad que garanticen la vida de los mineros. Por eso se
desploman las minas, ocurren explosiones, los obreros se desprenden de los
elevadores y hay otros muchos siniestros. El capitalista tendría que ganar menos
si protegiese la vida de sus operarios, y prefiere que éstos revienten en una
catástrofe; que las viudas y los huérfanos perezcan de hambre o se prostituyan
para poder vivir, a gastar algunas sumas en favor de los que con su trabajo lo
enriquecen, de los que con su sacrificio lo hacen feliz.
Igual cosa puede decirse de
los desastres ferrocarrileros y marítimos. El mal material de que están construidos
los barcos, los coches y las locomotoras, para obtener todo eso al menor costo
posible, y el deterioro que se opera en ellos con el uso; el hecho de que las
compañías tienen que usarlo todo hasta su máximum de duración para gastar menos,
añadiéndose a todo esto el mal estado de las vías, que hay que componer lo
menos posible para sacar mayores utilidades, hacen que la inseguridad sea
efectiva e inminentes las catástrofes.
La ganancia que quiere el
Capital es, también, la causa de que el trabajo de las fábricas y talleres se
haga en condiciones de insalubridad manifiesta. El capitalista tendría que
gastar dinero para que las condiciones higiénicas de los lugares de trabajo
fueran buenas, y es precisamente lo que no quiere. La salud y la vida de los
trabajadores no entran en los cálculos de los capitalistas. Ganar dinero, no
importa cómo, es la divisa de los señores burgueses.
La miseria, por sí sola, es
más horrible que la guerra, y causa más estragos que ella. El número de niños
que mueren cada año es fabuloso; el número de tuberculosos que muere cada año,
es, igualmente, admirable. Estos fallecimientos se deben a la miseria, y la
miseria es el producto del sistema capitalista.
¿Por qué temer la guerra?
Si se tiene que morir aplastado por la tiranía capitalista y gubernamental en
tiempo de paz, ¿por qué no morir mejor combatiendo lo que nos aplasta? Es menos
espantoso que se derrame sangre que conquistar la libertad y el bienestar, que
continúe derramándose bajo el actual sistema político y social en provecho de
nuestros explotadores y tiranos.
Además, la guerra no
produce tantas víctimas como la paz bajo el actual sistema. El número de
personas que resultan muertas en una batalla o en un encuentro es reducidísimo
en comparación con el número de hombres que han entrado en juego por ambas
partes combatientes; y si fuera posible que toda una nación estuviese en
revolución, si ese estado de guerra durase un año, al final de ese tiempo se
vería que por las dificultades que había tenido el capitalismo para explotar a
los trabajadores por hallarse la mayor parte de éstos con las armas en la mano,
el número de defunciones había decrecido, o al menos había sido igual al de los
años pasados en paz. Esto ha podido comprobarse en países que han estado en
revolución. Los trabajos se suspenden por el estado de guerra; los trabajadores
cambian el malsano género de vida de la fábrica, del taller o de la mina, por
la vida sana al aire libre, comiendo carne en abundancia, haciendo saludable
ejercicio y, sobre todo, teniendo reanimado el espíritu con la esperanza de
cambiar de condición, o simplemente satisfechos de levantar el rostro y de
sentirse libres enfrente de sus amos espantados.
Es mejor morir atravesado
por una bala defendiendo su derecho y el bienestar de sus hermanos, que perecer
aplastado, como un gusano, bajo los escombros de la mina, o triturado por la
maquinaria, o en una agonía penosa y lenta en un rincón de la negra covacha.
Gritemos con todas nuestras
fuerzas:
¡Viva la
Revolución! ¡Muera la paz capitalista!
Regeneración, periódico del Partido Liberal Mexicano, entre cuyos más
destacados militantes estaban Ricardo Flores Magón, Práxedis G. Guerrero y otros
anarquistas mexicanos que junto a los trabajadores mineros y textiles de
principios del siglo XX organizaron dos de las más importantes huelgas (Cananea
en junio de 1906 y Río Blanco en enero de 1907) y diversos levantamientos
armados, antes de la llamada revolución mexicana. Fueron los magonistas quienes
iniciaron de manera radical el derrocamiento de la dictadura porfirista. Opuestos
a Madero, a Carranza y otros burgueses oportunistas que sólo ambicionaban con
hacerse del poder.
Aquí se reproduce un
escrito de Ricardo Flores Magón, publicado en diciembre de 1910, casi un mes
después del inicio del levantamiento armado convocado por Madero. Este escrito
fija la posición magonista en ese momento histórico.
Una clara posición contra
el criminal sistema capitalista, donde no se llama a encumbrar a ningún
político sino a luchar por la liberación verdadera, la abolición del sistema
explotador. Como habrán notado Regeneración magonista no tiene nada en común
con otro periódico que utiliza el mismo nombre, publicado por un partido político
que, como Madero, busca el poder, no la destrucción del sistema capitalista.
(Comentario de La Voz del Anáhuac)
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