Por Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
Desde que el 26 de septiembre de 2014 fueron desaparecidos por el Estado
43 estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, sus
familiares han demandado con insistencia la apertura de los cuarteles
militares, como un ejercicio elemental de transparencia vinculada al
esclarecimiento de los hechos.
Frente a esta demanda, han privado la dilación y la cerrazón. La
dilación porque aun cuando la demanda se expresó desde los primeros días y a
pesar de que inicialmente la Secretaría de Gobernación (SEGOB) se comprometió a
buscar canales institucionales para atender esa demanda, hasta la fecha no se
ha concretado. Cerrazón, porque cuando los familiares formularon esta demanda
frente a los cuarteles a causa de la dilación estatal, la respuesta fue con la
fuerza represiva y no con el diálogo.
Ahora, sectores sociales y articulistas que siempre están prestos a
alinearse con el Estado, critican a los padres y madres, y vociferan que su
demanda es improcedente, que “humillan”
al Ejército y que actúan con una agenda
oculta. Pero, contra los señalamientos de los medios oficialistas, la
exigencia de investigar al Ejército en el contexto de las indagatorias de la
desaparición de los estudiantes es plausible y justificada. Por lo mismo, las
autoridades federales no pueden erigirse en defensores oficiosos del Ejército,
cuando su papel es investigar y dar con la verdad de los hechos.
Una primera razón para entender la necesidad de esta indagatoria emana
directamente de los trabajos periodísticos que han logrado revisar algunas de
las actuaciones que obran en la investigación. El trabajo de la periodista
Gloria Leticia Díaz de la revista Proceso,
es en este sentido fundamental. El semanario fundado por el hoy añorado Julio
Scherer, figura señera del periodismo independiente en México, ha probado con
contundencia que mandos del 27 Batallón de Infantería del Ejército Mexicano
brindaron protección a delincuentes que a la postre tendrían un papel relevante
en los hechos del 26 de septiembre, como César Nava. Proceso documentó cómo el policía Salvador Bravo Bárcenas declaró
ante la Procuraduría General de la República (PGR) haber denunciado desde el
2013 la colusión entre Guerreros Unidos y las policías de Cocula e Iguala al
Ejército, sin que las fuerzas armadas hayan hecho nada. Si los militares
hubieran reportado ante las instituciones competentes lo que ocurría en Iguala
y Cocula, probablemente hoy no habría 43 estudiantes de Ayotzinapa
desaparecidos
Una segunda razón para afirmar que la demanda de los padres y las madres
de los muchachos es razonable, tiene que ver con la propia historia -no
reconocida en los relatos oficiales- de graves violaciones a derechos humanos
cometidas por el Ejército, incluyendo desde luego las detenciones arbitrarias
en instalaciones castrenses y las desapariciones forzadas cometidas por
soldados y marinos.
La extendida práctica de las detenciones de civiles en instalaciones
militares es una realidad que data desde la Guerra Sucia, como da cuenta la
Recomendación 26/2001 de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH)
donde se acredita que las instalaciones castrenses fueron profusamente
empleadas para la detención de civiles. En dicha Recomendación, puede leerse
que: “la Comisión Nacional de los Derechos Humanos se allegó de información
relativa a detenciones, interrogatorios, cateos y reclusiones ilegales, listas
de personas que estuvieron recluidas en el Campo Militar Número 1, en el cuartel
de Atoyac, Guerrero, en las instalaciones militares de diversas zonas del país,
en la base aérea de Pie de la Cuesta, en el estado de Guerrero, y en las
instalaciones de la Dirección Federal de Seguridad, así como en cárceles
clandestinas […].
Lo más grave para los guerrerenses y sobre todo para los familiares de
las víctimas, es que esta práctica nunca fue erradicada en el marco de un
verdadero proceso de justicia transicional. Actualmente está plenamente
acreditado que las detenciones ilegales se han mantenido y acentuado; sobre
todo por la participación de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad pública
que son ajenas a su mandato constitucional y a su diseño institucional. Para la
misma CNDH “La práctica de los elementos
militares de retener en sus instalaciones a las personas que detienen, en donde
formalizan su puesta a disposición y los certifican médicamente, en tanto
comunican dicha detención a la autoridad ministerial, también es recurrente y
muy delicada; ya que dentro de éstas, las personas detenidas son objeto de
cualquier tipo de agravios en su integridad física y emocional”.
Si en lo general esta práctica se acredita de la información generada
por la CNDH, en lo particular se desprende también de casos que han sido
dirimidos incluso en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).
Por citar sólo el caso de Israel Arzate Meléndez, joven de Ciudad Juárez
torturado por elementos del Ejército que fuera defendido por el Centro de
Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez y Amnistía Internacional, se
constata que: “… luego de la
injustificada detención militar del quejoso, ha sido también un hecho
incontrovertible que éste permaneció retenido en una garita militar, y no a
disposición material del ministerio público, mientras se integraba la investigación,
tal como se desprende de los datos de la propia carpeta de investigación, lo
que incluso fue avalado por el juez de amparo bajo las propias consideraciones
de la jueza responsable. […] la
detención y retención militar […] se
llevó a cabo sin que haya sido real ni materialmente puesto a disposición
ministerial en el desarrollo de la fase de investigación, dado que se mantuvo
en una garita militar”.
La práctica de las detenciones militares fue comprobada también en la
sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en el
caso de Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera, derivada justamente de las
violaciones a derechos humanos cometidas en el marco de una retención militar.
Pese a todo esto, y como bien lo ha señalado el Centro Pro, el Ejército
ha negado la existencia de esta información incluso ante el Instituto Federal
de Acceso a la Información Pública Gubernamental (IFAI), instancia que a pesar
de los argumentos falaces de las Fuerzas Armadas determinó que la información debe
existir, dado que es evidente que el Ejército y la Marina sí retienen a civiles
en sus instalaciones.
En síntesis, no sólo se ha documentado desde hace décadas la práctica de
detener civiles en instalaciones militares, sino que la CNDH ha constatado que en
los últimos años ha aumentado e incluso se han dirimido en la SCJN y en la
CIDH, casos en que ésta práctica se ha comprobado.
Por esto mismo, la demanda de los padres y las madres de los estudiantes
desaparecidos no puede soslayarse ni mucho menos ser invalidada. Como
defensores y defensoras de los derechos humanos nuestro compromiso es con las
víctimas y con la verdad, de suerte que no debemos abonar a la especulación
cuando está de por medio el dolor de familias que buscan a sus hijos
desaparecidos. Desde este mismo compromiso, no podemos callar ni alinearnos
ante quienes exigen que la sociedad y los familiares de los estudiantes
extiendan un cheque en blanco al Ejército y confíen ciegamente en su versión de
los hechos, como si en Guerrero no existiera un largo y documentado patrón de
violaciones a derechos humanos cometidas por los castrenses. Por eso, esta
exigencia no debe ser descalificada ni mucho menos atacada con la fuerza y la
represión. En estos momentos de gran tensión social y política, por la falta de
resultados contundentes de las autoridades, en cuanto a la búsqueda con vida de
los estudiantes, es impostergable que se diseñen mecanismos institucionales
para que los cuarteles militares sean abiertos e inspeccionados por los padres
y madres de familia, en aras de que se garantice la verdad, que también es un
derecho irrenunciable. La apertura de los cuartes en Guerrero no es sólo una
exigencia para esclarecer el caso de Ayotzinapa, sino también una deuda
histórica en esta entidad marcada por la violencia de Estado.
El próximo lunes 26 de enero se cumplirán 4 meses de la desaparición de
los 43 normalistas que han mantenido al Estado en vilo. De nueva cuenta, la
sociedad saldrá a las calles para demostrar que a la conciencia no la adormece
el receso decembrino, ni que las y los ciudadanos se arredran y claudican ante
el amedrentamiento y las amenazas, que de diferentes maneras emiten las
autoridades civiles y militares. Los padres y madres de familia son un baluarte
y un gran reservorio moral que contiene una dignidad de acero en este tortuoso
tramo de la ignominia.
El clamor nacional de que “Fue el Estado” nos remite a otras
luchas emblemáticas como las de Tita Radilla, Valentina Rosendo, Inés
Fernández, Teodoro Cabrera y Rodolfo Montiel, campesinos e indígenas
guerrerenses; víctimas de tortura, violaciones sexuales y desapariciones
forzadas cometidas por elementos del Ejército, cuyo Tribunal Interamericano
demostró la responsabilidad del Estado Mexicano y lo sentenció ante los ojos
del mundo por graves violaciones a los derechos humanos.
Los difíciles y peligrosos senderos por los que han transitado las
familias de los 43 desaparecidos, los ha colocado en la mirilla de los agentes
destructores de la vida. Sus corazones generosos los ha llevado a entregar todo
con el fin de romper este infranqueable muro militar y así saldar la deuda
histórica que tienen con el pueblo de Guerrero, que ha visto cómo desaparecen a
sus hijos en momentos en que el Ejército participa o es cómplice de hechos
delincuenciales, como sucedió el 26 de septiembre en Iguala Guerrero.
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