Fuente: Colectivo La
Digna Voz
22-10-2014
De acuerdo con los resultados de un informe elaborado por un
funcionario del INE, se estima que uno de cada cuatro mexicanos ha sido víctima
de la delincuencia. Cabe hacer notar, no obstante, que estos estudios
normativos se basan en metodologías e indicadores restrictivos, que se asocian
sólo con las modalidades más visibles de la criminalidad, e ignoran los
aspectos subterráneos de las dinámicas delictivas, así como los actos
delincuenciales que no están claramente tipificados o que gozan de la
protección extralegal de los agentes estatales. Si estas modalidades de crimen
se incorporaran como variables al estudio antes referido, la relación arrojaría
un dato más demostrativo de la quiebra sociopolítica del país: presumiblemente
cuatro de cuatro mexicanos habría sido víctima de la delincuencia. “Las que persiguen [las autoridades] son
bandas criminales; pero crimen organizado, lo que se dice organizado, debe buscarse
en la política y en la economía”. Esta reflexión de Héctor Díaz-Polanco
apunta tangencialmente a inaugurar un horizonte metodológico que contemple esa
delincuencia que pocos se atreven a fiscalizar o denunciar, y que sin duda es
la más perniciosa para la salud de una sociedad.
Es de vital importancia
esta aclaración porque en esa distinción crucial radica el eventual desenlace o
desahogo del caso Ayotzinapa. Por ahora es evidente que la institucionalidad no
es el ámbito donde se dirimen los conflictos. Aún allí donde se presume
transparencia procesal, los aspectos fundamentales de la matanza, el secuestro
y la desaparición de los normalistas permanecen envueltos con la habitual toga
de la opacidad. La masacre de Ayotzinapa presenta un reto: imputar la autoría
intelectual del crimen a un sujeto individual o colectivo, pero a la par, hacer
responsable a la totalidad del Estado, facilitador de estos crímenes de lesa
humanidad.
Precisamente porque se
trata de un crimen inenarrable, que amenaza con provocar una inflexión
dramática en el curso del país, las élites políticas están especialmente
interesadas en evitar que la responsabilidad recaiga sobre las espaldas del
Estado. Hasta ahora hemos sido testigos de un esfuerzo ingente de las
autoridades por deslindar cualquier viso de culpabilidad que involucre a las
instituciones que gestionan el desastre. El discurso oficial oscila entre una
falsa preocupación lastimera y el señalamiento condenatorio de los autores
materiales: el crimen organizado. Se trata de la estrategia rutinaria del
narcoestado mexicano: la externalización de costos políticos con base en el uso
estratégico de un chivo expiatorio –la figura del narco. Y aún cuando a veces
se admite cierta disfuncionalidad institucional, se hace estrictamente con
fines político-electorales. Los principales actores de la arena política
nacional están ávidos por cosechar beneficios partidarios en la coyuntura de la
tragedia. Y acá los únicos que realmente se ocupan del asunto y demandan
justicia son los ciudadanos, acaso el eslabón más desprovisto de instrumentos
jurídicos o políticos para conseguir la aplicación de la ley.
Estamos frente a la
colisión inevitable de dos agendas antagónicas: la de la población civil y la
del Estado. La primera reclama la presentación con vida de los 43 estudiantes
desaparecidos; esclarecimiento de los seis homicidios de septiembre pasado;
captura de los autores intelectuales de estos crímenes, incluidos los alto
mandos civiles; desactivación de las células del crimen organizado; dimisión
del gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero; cese terminante de la
violencia y represión en México; reconocimiento público de corresponsabilidad
del Estado mexicano.
La segunda agenda –la
del Estado–, tiene objetivos diametralmente opuestos: a saber, demorar lo más
posible la localización de los normalistas desaparecidos; acotar
responsabilidades a su mínimo alcance, y fincar penas menores a los autores
materiales de la masacre; exonerar a las autoridades de alto rango y sortear el
costo político atribuible al Estado; negociar una salida favorable para las
bandas criminales que operan en la región; lucrar políticamente con un crimen
que a todas luces involucra al Estado, pero que es susceptible de explotar con
fines electorales; apuntalar el estatus indisputado de juez y parte de la
institucionalidad; reanudar la “normalidad
democrática”, tan rentable para los poderes fácticos, y tras cuyo velo
ceremonioso se oculta una de las peores crisis humanitarias.
Las declaraciones de
ciertas figuras públicas dan cuenta de esta agenda inconfesable, en la que
convergen, aunque con intereses distintos, los múltiples actores pusilánimes
que encuentran en toda calamidad una oportunidad: “[La Procuraduría General de la República] cuenta con el absoluto y total respaldo de todas las instituciones que
forman el gabinete de seguridad pública para cumplimentar la tarea que le ha
sido confiada” (Enrique Peña Nieto); “El
CEN está de acuerdo en que se discuta la permanencia o no en el cargo de
Aguirre en los términos previstos en la Constitución. Lo que busca el PAN es
dar cauce institucional a esta demanda de miles de ciudadanos, que exigen la
separación del cargo del gobernador… [se requiere] una solución de Estado, no partidista (sic), con altura de miras” (Ricardo
Anaya, presidente del PAN); “La violencia está focalizada en Iguala… Detrás de
esas voces –que demandan su renuncia– existe
una carga política que trata de perjudicar al estado… Me iré hasta que termine
mi mandato” (Ángel Aguirre, gobernador de Guerrero); “[La desaparición de poderes en
Guerrero] significa una oportunidad del
Senado para actuar (sic), ante la
grave situación que se vive en Guerrero” (Jorge Luis Preciado, coordinador
del grupo parlamentario del PAN en el Senado); “Es desesperante y dolorosa la terrible realidad, pero no hay más
opción que luchar por cambiar al régimen por la vía pacífica y electoral”
(Andrés Manuel López Obrador); “Yo
les puedo decir claramente, porque acabo de consultar, que no se han terminado
las pruebas y por lo tanto no puedo dar mayor información… Yo no desmiento nada
ni afirmo nada…” (Jesús Murillo Karam, titular de la Procuraduría General
de la República).
Pero mientras la
indecente clase gobernante de este país se enfrasca en excursiones de fuego
cruzado y golpeteo faccioso, miles de ciudadanos, principalmente estudiantes
universitarios, se movilizan masivamente para demandar al Estado que resuelva
el asesinato de los tres estudiantes normalistas, y la desaparición forzada de
otros 43. La experiencia acumulada no es gratuita, y la población civil parece
tener conciencia de la trascendencia histórica de este trágico episodio,
y la negligencia e impotencia estructural de los agentes institucionales en
estás coyunturas: “México ya no es el
mismo, pues la agresión que sufrieron los normalistas en Iguala ha sacudido al
país entero y ha abierto una profunda herida en los corazones de todos los
mexicanos… Las instituciones del Estado mexicano han guardado un silencio
cómplice. Las mezquindades de los partidos políticos y las instancias de
gobierno han sido evidentes, y sus confrontaciones han estado por encima de la
emergencia que implica la búsqueda de los jóvenes” (La Jornada 16-10-2014).
Los dirigentes
estudiantiles de la Normal Rural de Ayotzinapa y padres de familia de los
desaparecidos, también saben que su agenda no es la agenda del Estado, y que la
procuración de justicia necesariamente deberá seguir caminos extra
institucionales: “Están jugando
políticamente con el caso [las autoridades]; es un juego y daña moralmente a los padres de familia, porque primero
dicen que sí son (los cuerpos hallados en las fosas comunes) y luego se desdicen”; “Teníamos un poco de miedo (de que los
restos fueran de sus hijos), porque ya no
sabemos qué pensar, pero nos damos cuenta de que el gobierno está mintiéndonos.
No va a faltar que encuentre otras fosas y otros difuntos. Está claro que ellos
los tienen, y desgraciadamente es la misma porquería de policía, la de (la
Secretaría) de Gobernación” (La
Jornada 15-10-2014)
Un narcoestado es uno
donde la institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese
Estado están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de
corruptelas personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el
patrón de ese Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales,
creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios, los
patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia
o negligencia de las instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley
natural de un narcoestado. El Estado es el brazo legalmente armado de la
empresa criminal, y no a la inversa. Esto explica que la policía capturará a
los estudiantes en Iguala, y después los pusiera a disposición de los criminales.
El narco usó a la policía para proteger a sus empleados estatales: es decir, al
alcalde y a su esposa, aspirante a alcaldesa.
La agenda del Estado es
salvaguardar este orden criminal. La agenda de la población civil es desmontar
ese Estado criminal. Ayotzinapa decreta el divorcio radical de la población
civil y el Estado. La Justicia es la agenda de la población civil.
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