Colectivo La Digna Voz
13-09-2014
Una vez
consumada la revolución francesa, la burguesía triunfante empezó el proceso de
su entronización como clase dominante extendiendo la mano a los trabajadores
prometiéndoles un mundo de abundancia, libertad e igualdad. La concesión de los
derechos políticos exigía, según ella, un ciudadano educado que lo convertiría
en el motor de la modernización, clave para el paraíso liberal. La burguesía
tenía muy claro que la única manera de enterrar el viejo régimen pasaba por
arrebatarle a la aristocracia y el clero el control de la educación y poder así
conformar una nueva conciencia colectiva, más acorde con sus propósitos
marcados por el individualismo y la competencia. Sin embargo, dos siglos
después, las necesidades del capital se han modificado lo suficiente como para
que los liberales de hoy renuncien a la educación pública en aras de aumentar
sus márgenes de ganancia y el control social necesario para lograrlos.
Las
necesidades provocadas por la industrialización en el siglo XIX fueron la base
para que millones de campesinos emigraran a las ciudades para convertirse en
potenciales asalariados. Los procesos de la producción industrial y del sector
de servicios necesitaban una mano de obra más educada, capaza de llevar
adelante procesos de producción y distribución de mercancías. Pero al mismo
tiempo, la burguesía no estaba dispuesta a seguir gastando en la capacitación
de sus trabajadores por lo que empezó a trasladar ese costo a la sociedad,
obligando al estado a configurar un sistema educativo que desarrollara en los
trabajadores nuevas capacidades y las habilidades necesarias para aumentar su
productividad e innovación técnica.
Tradicionalmente,
el obrero aprendía a trabajar en la fábrica, en su espacio de trabajo, pero el
ritmo frenético de la industrialización necesitaba de mano de obra capacitada
que se incorporara a la producción con capacidades ya adquiridas. Es entonces
cuando surge el sistema educativo nacional, liberal, que a la par que se erigía
como instrumento de la justicia social servía a los intereses del capital.
Este
proceso inició en los países centrales como Francia e Inglaterra, enfocándose
primordialmente en la educación básica –el ciudadano debería saber leer y
escribir para poder defender sus derechos y convertirse en un ciudadano activo
políticamente, defensor y promotor de derechos- pero tuvo enorme influencia en
la conformación de sistemas educativos nacionales a lo largo y ancho del mundo.
En el caso mexicano, ya desde las primeras décadas se concibe a la educación
como un proceso indispensable para romper con las inercias del virreinato. La
educación de corte lancasteriano es un primer intento de conformar un sistema
nacional aunque el estado cedió el control a los administradores del enfoque
educativo. No fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando se empezaron a
gestar propuestas más acabadas, que giraban alrededor de la conformación de una
conciencia nacional y del mejoramiento de la capacidad productiva de los
trabajadores; maestros como Enrique C. Rébsamen y Carlos A. Carrillo contaron
con el apoyo del estado mexicano para conformar un sistema nacional educativo
que incorporara a su práctica los últimos avances en materia pedagógica así
como la progresiva unificación de programas y perfiles profesionales de los
maestros en todo el país. Un paso importante fue la creación de las escuelas
normales que se encargaría de formar a los maestros necesarios para enfrentar
semejante tarea.
Sin
embargo, y a pesar de los esfuerzos de un sector de los liberales mexicanos, la
educación a lo largo del siglo XIX en México fue más una intención que una
realidad. La mayoría de la población siguió estando marginada de la escuela y
no fue hasta los años del cardenismo y sobre todo de los gobiernos de Ruiz
Cortines y López Mateos que el proyecto liberal educativo logró llegar a las
mayorías, gracias a la inversión social dirigida a construir escuelas, editar
libros de textos, formar y contratar a miles y miles de maestros. En
consecuencia el crecimiento del sector educativo obligó al estado a incorporar
a los maestros en la dinámica corporativa del régimen posrevolucionario,
reconociendo sus organizaciones gremiales y colocándolos en un lugar importante
del entramado político institucional.
Esto
explica la fundación en 1943 del Sindicato Nacionales de Trabajadores de la
Educación (SNTE) que aglutinó a todos los maestros del país. Y fue entonces
cuando se intensificaron los conflictos entre los maestros y el estado, toda
vez que el reconocimiento oficial de sus organizaciones gremiales incluía al
charrismo sindical, que cerró las puertas a la democracia interna y colocó a la
corrupción y tráfico de influencias como moneda corriente en su vida interna
así como su subordinación al presidente en turno. El clientelismo cobró su
factura y la divisa de la relación entre el estado y los maestros fue: tú me
das, yo te doy, aunque claro de manera desigual. Tú me apoyas con tus votos, yo
te reconozco tus derechos, siempre y cuando estos no rebasen mi línea de
tolerancia, o sea cuestionen el poder de la clase dominante.
Tal
vez por lo anterior, las principales luchas de los maestros han tenido que ver
con la demanda de democracia interna. Fue el caso del movimiento magisterial
encabezado por Othón Salazar, a fines de los años cincuenta en la ciudad de
México, y que fue salvajemente reprimido por el estado; o el surgimiento de la
Coordinadora de la Educación de los Trabajadores de la Educación (CNTE) en
1979. Sin embargo, con el desmantelamiento del estado de bienestar, los
conflictos magisteriales agregaron a sus demandas tradicionales otras demandas
que tenían que ver con sus condiciones laborales, con la permanencia del
sistema educativo nacional surgido de la revolución mexicana. Lo que está en
juego ahora es precisamente la existencia del sistema educativo nacional y como
consecuencia, el trabajo de los maestros.
A
lo largo de los últimos treinta años, el estado mexicano ha sufrido una serie
de transformaciones, entre las que destaca el lugar de la educación en los
nuevos planes de la burguesía, con la finalidad de mantener los rendimientos
del capital al alza a costa de lo que sea. Las luchas magisteriales se
inscriben así en un ciclo de luchas que enfrenta el empobrecimiento
generalizado de la población y la marginación sistemática de las mayorías:
entre menos participen en la política mejor. El corporativismo en México es hoy
apenas una sombra de lo que fue, pues el estado neoliberal ha prescindido de
esa máscara, confiado en la despolitización de amplios sectores de la población
y en su alianza con el capital internacional.
En
el caso de Veracruz, la decadencia del charrismo sindical ha sido contenida en
parte por los esfuerzos de los gobiernos estatales y los políticos que,
controlados desde el centro del país, no les importa cargar con el desprestigio
de líderes sindicales que son más una carga que una ayuda. Y a estos últimos no
les importa vivir del engaño y la simulación permanente, dependientes del poder
público como siempre. De hecho es lo único que saben hacer. Lo que tal vez no
saben, o prefieren no saber, es que en la medida en que las reformas
neoliberales avancen, su importancia política disminuirá geométricamente y
eventualmente desaparecerán. La fragmentación paulatina de la representación
sindical de los maestros en el estado es una muestra clara de lo anterior, por
no mencionar los márgenes de autonomía entre la lideresa hoy en desgracia y el
invisible líder nacional del SNTE en nuestros días.
Sin
embargo, la violencia social imperante en el estado, la crisis económica y el
desprestigio de la política institucional son obstáculos importantes para
comprender las limitaciones de las luchas magisteriales. En todo caso, por su
tradición y por su número, los maestros veracruzanos son un actor relevante en
los conflictos políticos que hoy enfrentan. Sus movilizaciones son un referente
importante en el ámbito nacional y representan una esperanza, no sólo para los
trabajadores de la educación y para los millones de estudiantes, sino para
todos los que concebimos a la educación como un derecho y no como una
mercancía. La defensa de sus derechos laborales en realidad es la defensa de un
sistema educativo acorde con el artículo tercero constitucional: laico,
gratuito y obligatorio. Y es aquí en donde radica la legitimidad de sus luchas
y su popularidad entre amplias franjas de la población.
El
que el neoliberalismo considere públicamente a la educación, a los maestros y a
los estudiantes como mercancías ha cancelado definitivamente ese matrimonio por
conveniencia celebrado hace dos siglos. El estado neoliberal considera que ese
matrimonio está agotado y no ha parado en los últimas tres décadas por consumar
el divorcio; agotado el ciclo liberal iniciado con la revolución francesa, la
educación resulta hoy un elemento menor para el desarrollo del capital. La
simplificación y robotización de los procesos de producción han logrado que los
trabajos más comunes hoy sean los que exigen menos capacidades y habilidades
adquiridas en los centros educativos. Basta leer la sección de anuncios
clasificados para comprobarlo.
Es
por ello que el movimiento magisterial podría empezar a redimensionar sus
luchas, no ya para mantener o revitalizar ese matrimonio perverso sino para
concebir perspectivas nuevas que, sin olvidar a todos aquellos que dieron su
vida para mantener con vida al sistema educativo nacional posrevolucionario,
conciban una educación para la emancipación, para la libertad y la autonomía de
pensamiento. Una educación que ponga en el centro al ser humano y no a los
procesos de producción que convierten al educando y al maestro en simple
mercancía, en una pieza más de la estructura productiva. Liberado de su
secuestro corporativo, el magisterio se convierte en sujeto histórico autónomo,
consciente de su responsabilidad social y promotor de un mundo en donde quepan
muchos mundos.
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