Acudí a la rodada por la libertad de los presos anarquistas que tuvo
lugar este domingo 24 de agosto, entre el Centro Femenil de Readaptación Social
de Santa Martha Acatitla y el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente, situados
en la delegación Iztapalapa de la Ciudad de México. Convocado por la Cruz Negra
Anarquista–México, en el evento participaron alrededor de 35
ciclistas, a los cuales se sumaron otros tantos jóvenes que llegaron en
transporte público hasta el destino final. La intención fue protestar contra
las instituciones carcelarias y para llamar la atención sobre la situación de
los presos anarquistas en México, los cuales sufren —en virtud de ello— una
serie de irregularidades y atropellos en sus procesos judiciales, dado que se
han convertido en el enemigo favorito del Gobierno del Distrito Federal (GDF).
Frecuentemente demonizados por la prensa, las y los
anarquistas mexicanos que encontré al llegar al lugar de partida, bien podrían
ser el primo, hijo, nieto o sobrino de cualquiera. Si bien en su vestimenta
seguían ciertas tendencias, estas me parecieron menos llamativas que las que
suelen adoptar algunas subculturas de lo underground (o como se diga ahora). Ciertamente el color
negro imperaba, pero también vi camisas a cuadros, pantalones de mezclilla
gastados, gorras de béisbol y chamarras con colores diversos. Los estampados y
distintivos alusivos al anarquismo que traían algunos eran por lo general,
bastante discretos.
A varios de ellos y ellas, ya los conocía de otros
movimientos sociales en los que coincidimos. Algunos hasta fueron mis
compañeros de colectivo en una radio libre de cuyo nombre —como diría
Cervantes— no quiero acordarme, a principios de este siglo. Gracias a este
vínculo de amistad, mi presencia en el grupo resultó de lo más natural. En
cierto modo me sentí como si regresara al Colegio de Ciencias y Humanidades
(CCH), cuando vagaba junto con «la banda»
por las calles de colonias francamente horribles (cercanas al plantel Vallejo),
sintiendo que ninguno de nosotros tendría grandes perspectivas a futuro.
El sol caía a plomo y cuando llegué, la rodada ya
llevaba media hora de retraso. Eran pocos aún, esperaban a más compañeros pero
me comentaron que eso era incierto porque al parecer algunos de ellos habían
estado en plena francachela (siempre quise utilizar esa palabra) el día
anterior, hasta altas horas de la noche. Con todo, fueron llegando en varios
grupos y hacia la 1:30 de la tarde salimos en dirección al Reclusorio Oriente.
Nos escoltaban en la retaguardia dos viejas camionetas pertenecientes a los
manifestantes, así como una camioneta, tres patrullas y cuatro motocicletas de
la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal (SSP-DF).
Aunque antes de eso, mientras esperábamos, por una
de las «ventanas» de la prisión de
Santa Martha se asomó un brazo agitando un trapo blanco, al tiempo que unas
voces gritaban algo que no alcanzábamos a entender. Probablemente era un
saludo, ya que eran Amelie Trudeau y Fallon Roullier —de nacionalidad
canadiense—, acusadas junto con Carlos López —preso en el Reclusorio
Oriente—, de haber atacado con bombas molotov tanto el edificio de la
Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT) como una tienda de automóviles
Nissan, en enero del presente, luego de que participaran en un encuentro
anarquista que tuvo lugar en esta ciudad. Sus compañeros les devolvieron el
gesto agitando un par de playeras y una bandera negra estampada con el conocido símbolo de la «A»
rodeada por un círculo.
Partimos, como iba diciendo, hacia la 1:30 de la
tarde, en una «formación» espontánea
que fue bloqueando durante el trayecto, todo un sentido de la calzada Ermita
Iztapalapa y el Periférico. Lejos estuvimos de seguir las consideraciones que
algunos sectores del movimiento #YoSoy132, hacían en su momento antes de
marchar: no entorpecer el tránsito, no hacer pintas, ganarse las simpatías del resto de la población, etcétera. Mientras
aquellos jóvenes fueron considerados por algunos analistas como la feliz
expresión de una «primavera mexicana»,
los anarquistas bien podrían ser vistos como la manifestación de un «crudo invierno». Para ellos «caer bien» no es prioridad. Están
encabronados, hartos, molestos con la simulación y la hipocresía de la clase
política, e intuyen que no es con buenas maneras que ésta ha de ser bajada de
los hombros «del pueblo». Puede que
estén equivocados, o quizá no.
Consignas como «abajo
los muros, de todas las prisiones», «que
nadie se calle, los presos a la calle», o «muerte al Estado, que viva la anarquía», fueron coreadas al
unísono. La gente de Iztapalapa observaba al contingente con curiosidad. En
cierto punto alcancé a escuchar a una señora decirle a su hija pequeña «mira qué bonitos los deportistas». No
hubo incidentes graves, un par de caídos, un automovilista que insistió en
pasar en medio de la rodada sin éxito, algunos insolados leves y poco más. En
esta ocasión, la policía se mantuvo a cierta distancia e incluso bloqueó el
tránsito en cruces peligrosos para que pudiéramos pasar. Anteriormente, cuando
rodaron por los presos políticos detenidos el 2 de octubre de 2013, el GDF
mandó a un conjunto de «policletos» y
motociclistas a hostigarlos durante todo su recorrido, durante el cual hubo
golpes y fueron retenidos —por algunas horas— tres
de ellos.
Alrededor de las 2:30 de la tarde llegamos al
Reclusorio Oriente. Le dimos una vuelta siguiendo con las consignas, mientras
algunas personas nos sonreían y saludaban con timidez. Pasamos de largo frente
al edificio principal, hasta situarnos en la parte lateral del centro
penitenciario ya que, según esto, Carlos López podría oír el sistema de sonido
que cargaba una de las camionetas desde dicho lugar. Cansados, nos sentamos y
escuchamos a un par de oradores que se dirigieron hacia él. Poco tiempo después
llegó otro grupo a pie, con hamburguesas veganas (en las que el plátano macho
sustituía a la carne) para todos, mismas que fueron devoradas con avidez. Luego
alguien dijo, «no es de este lado, es
desde atrás que el compa nos
puede escuchar», ante lo cual nos trasladamos con cierta lentitud hacia la
parte posterior, en donde se volvieron a dar los discursos de apoyo y ánimo.
Terminando nos dirigimos, ahora sí, a la parte
frontal del reclusorio, pues el horario de visita a los presos estaba por
concluir y se pensaba hacer un acto político-musical frente a los familiares, a
los cuales se les repartirían, además, dos volantes. El primero informaba sobre
la situación de Mario González, preso en la Torre Médica de Tepepan a raíz de
una detención totalmente arbitraria que tuvo lugar mientras se
encaminaba hacia la marcha del 2 de octubre, en 2013. Mientras que el segundo,
dirigido «A la gente que pasa»,
ofrecía argumentos en contra de las cárceles y sus supuestas medidas de «reinserción social».
No se necesita estar cercanx a
las cárceles y al encierro para saber que tras esos muros se esconden la
humillación, la degradación del individuo, la corrupción, etc. [...] Solo habría que darse una vuelta para
corroborar la cantidad de personas que se encuentran recluidas sin sentencia,
las otras que no pudieron pagar las extorsiones de la burocracia; una vuelta a
esos lugares, nos da una imagen de las condiciones de hacinamiento y
humillación que ahí se sustentan. [...]
Para nosotrxs, no es necesario reformar esos lugares y hacerlos más bonitos con
pintura o con celdas mucho más grandes, porque ahí no puede caber nunca la
dignidad. Para nosotrxs, es claro que esos lugares tienen que desaparecer y ser
destruidos, al lado también de todo este sistema que lo sustenta, este sistema
que vive de la muerte y se sostiene con la violencia hacia nosotrxs.
Para sorpresa de algunos, los impresos tuvieron
mucho eco. Cosa que si se piensa no resulta nada extraña, ya que además de los
presos, son sus familiares los primeros en darse cuenta de la inutilidad de los
sistemas penitenciarios, así como de los abusos e injusticias que se perpetúan
a través de ellos. Varias señoras extendían la mano para recibir los textos. «Qué bueno que hagan esto muchachos, nada
más cuídense mucho porque estos son unos culeros», nos comentó una de
ellas, señalando con la vista hacia el reclusorio. Establecimos entonces un
breve diálogo, durante el cual ya casi para terminar, nos dijo: «¡Yo no les tengo miedo, les tengo coraje!
[...] ¡A veces hasta ganas de ponerles
una bomba me dan!». A lo que uno le respondió, no sin soltar previamente la
carcajada: «¡Sí, pero no lo diga tan
fuerte seño!».
Mientras esto sucedía, a través del sonido
escuchamos a tres compañeros y una compañera interpretar canciones de rock
(Wifi) y hip hop (Teyotl, Rencor y Agoraphobia) con letras harto críticas
hacia «el sistema». Durante la
intervención de esta última, se juntó un buen grupo de gente, mismo que al
terminar el número empezó a debatir entre sí y con «los muchachos» sobre los temas que se plantearon durante el
evento. Las intervenciones se sucedieron sin orden aparente, señalando
problemas diversos. No tardaron mucho en empezar a hacerse la pregunta sobre
¿cómo organizarse para resistir tanto atropello?
En cierto momento pensé que los jóvenes anarquistas
estaban siendo rebasados por su propio éxito, pero al poco rato supieron
plantear una propuesta concreta ante las necesidades que se comenzaron a
expresar. «Nosotros nos comprometemos a
estar aquí el próximo domingo, repartiendo información y hablando con la gente,
pero es tarea de todos convencer a otros familiares y amigos de los presos para
que digan no a las extorsiones dentro del reclusorio, empecemos por eso».
Así determinaron hacerlo. El atardecer se anunciaba y la luz de día comenzaba a
mermar, por lo que unos cuantos decidimos emprender la retirada. Mientras lo
hacíamos, el mitin convertido en una pequeña asamblea continuaba.
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