Fuente: La Jornada
29-07-2014
TLACHINOLLAN, SEMBRANDO JUSTICIA COMUNITARIA
Una
enorme manta con el retrato de Néstora Salgado García –la comandante de la Policía
Comunitaria de Olinalá, injustamente presa en el penal de máxima seguridad en
Tepic– demanda su libertad. Es seguida por otra de la Casa de Justicia La Patria es Primero, de la CRAC-PC.
Ambas forman parte de la movilización realizada en Tlapa, Guerrero, para
conmemorar los 20 años de vida del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan.
Participaron más de 3 mil indígenas de la Montaña de
Guerrero. Son me’phaa, na savi, nahuas y ñomndaa. Llegaron de 185 comunidades
enclavadas en 13 municipios. Fueron acompañados por cinco bandas musicales de
las que le dan sabor a las luchas comunitarias. Demandaron liberar a los
policías comunitarios presos, entregar granos básicos, construir caminos y
apoyar a la reconstrucción de los 20 pueblos damnificados las tormentas Ingrid
y Manuel.
La movilización indígena del 26 de julio en Tlapa es un
hecho inusual en el mundo de las organizaciones de defensa de los derechos
humanos y de los organismos civiles de promoción al desarrollo. Salvo unas
cuantas excepciones, la gran mayoría de las organizaciones no gubernamentales
(ONG) que existen en el país carecen tanto de capacidad de convocatoria como de
la vinculación comunitaria que tiene Tlachinollan.
Lo común es que las ONG hablen en nombre de las comunidades
sin que ellas así lo dispongan; que soliciten recursos a fundaciones y
gobiernos en representación de organizaciones populares que no les han
solicitado hacerlo; que se presenten en foros y espacios públicos con un
mandato que no tienen; que busquen negociar los intereses del campo popular al
margen de cualquier consulta. Tlachinollan no funciona así. Nunca lo ha hecho.
En nuestro medio abundan los casos de ONG que han perdido la
N. Se han transformado en organizaciones cuasi gubernamentales (OCG). Gestionan
proyectos gubernamentales, captan y aterrizan recursos, mientras actúan como
auxiliares de administraciones de todo signo político. Sus directivos se
presentan como actores no gubernamentales pero, con demasiada frecuencia, se
convierten en funcionarios públicos sin rendir cuentas. Tlachinollan no actúa
así.
Es frecuente que las ONG adapten su trabajo a las líneas de
financiamiento impuestas por las fundaciones internacionales. Cuando la moda son
los proyectos de género y hay dinero para impulsarlos, se vuelven
feministas; cuando la moda es el calentamiento global, se transforman en ambientalistas; cuando es fácil conseguir plata impulsando la microempresa, promueven la formación de fondos revolventes e impulsan la capacitación en administración por objetivos. Tlachinollan no es de esas.
Tlachinollan fue fundado en 1994, hace ya dos décadas, por
el antropólogo Abel Barrera y un grupo de activistas e investigadores para
servir a los pueblos de la Montaña. Estaban aún frescas las vigorosas
movilizaciones en Guerrero por los 500 años de resistencia indígena. Se
propusieron inicialmente documentar las condiciones de los presos indígenas de
Tlapa.
Como ellos han señalado, en esos primeros años “nada teníamos que ofrecer, sólo
nuestra presencia y solidaridad. Nos martilleaba en la mente la frase
imborrable de la cárcel de Tlapa: ‘En este lugar maldito donde reina la
tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza’”.
Originalmente, su terreno de intervención se concentró en la
Montaña de Guerrero, región en la que cerca de 85 por ciento de la población es
indígena, y en la que se ubican 10 de los 100 municipios con el ranking más
bajo de desarrollo humano en México. Pero, también, una zona con muy
importantes experiencias de resistencia campesina e indígena en el terreno de
la comercialización del café, el abasto de productos básicos, la lucha por la
democracia municipal y la gestión de caminos y servicios.
Abel Barrera, su presidente, ha sido justamente reconocido
internacionalmente por su labor en la defensa de los derechos humanos por
organismos como Amnistía Internacional de Alemania, el Centro de Derechos
Humanos Robert F. Kennedy, la Oficina de Washington sobre América Latina, la
Fundación MacArthur, entre otros muchos. Nacido en Tlapa, cursó estudios
religiosos durante 12 años con el objetivo de convertirse en sacerdote
católico, estudió antropología y terminó regresando a su tierra natal para
meterse de lleno a la aventura de ayudar a los pueblos indios en su lucha
autónoma.
Muy pronto quedó claro para los promotores del proyecto que
tendrían que ir más allá de la simple documentación sobre derechos humanos. Fue
así como se involucraron activamente en la asistencia jurídica y en la
educación en derechos humanos.
“Cuando empezamos a
enfrentar la realidad de violencia infligida por agentes del Estado –narra Abel Barrera–, empezamos a entender lo difícil que es vivir
indefensos, con la pobreza y la discriminación. En ese momento entendemos la
resistencia histórica de los pueblos indígenas, su perseverancia, su coraje y
generosidad. Por eso ahora sabemos que con ellos somos defensores y sin ellos
nuestro trabajo sería débil y sin sentido”.
El trabajo de Tlachinollan es ejemplar. Ofrece asesoramiento
y ayuda a las víctimas de la violencia a la hora de interponer denuncias. Pero
no sólo llevan demandas ante los jueces. Apoyan la agricultura alternativa y
sostenible, ejercen de mediadores en temas políticos y religiosos, y forman
parte de una red más amplia de ONG que trata de mejorar las condiciones de vida
de la población. Su radio de acción se extiende hoy por todo Guerrero.
Este 26 de julio, Abel hizo un balance de la relación que el
centro ha tenido con las comunidades a lo largo de estos 20 años. “Nos dieron –dijo– la tortilla, el café, el petate y el sombrero y nos enseñaron a sembrar
la justicia comunitaria. Por eso, no tienen sentido estos 20 años sin ustedes.
Porque ustedes son los padres, las madres, fundadores y fundadoras de
Tlachinollan”. Los miles de indígenas que marcharon dan fe de que así han
sido las cosas.
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