Arsinoé Orihuela
Rebelión, 27-05-2014
Es un secreto a voces: en México
desaparecen personas, civiles e inocentes, todos los días, a cualquier hora, y
no pocas veces sin dejar huella. El discurso oficial insiste en ignorarlo. Así
lo confirma un informe que hace apenas unas semanas enviara el gobierno federal
a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Organización de Naciones
Unidas, cuyo contenido, de acuerdo con diversos analistas, minimiza la
dimensión del problema, y describe irresponsablemente un horizonte optimista en
relación con el procesamiento gubernamental de las denuncias. Cifras oficiales
relativas al periodo 2006-2012, señalan que en el transcurso de esos seis años
se consignó la desaparición de 26 mil personas. Un dato tal vez conservador si
se admite que la contabilización de la desaparición forzada carece de una
metodología confiable, debido a la naturaleza misma del problema, y a la
negligencia rutinaria de las autoridades públicas. La virulencia y
sistematicidad de este flagelo obliga a la siguiente conjetura: la desaparición
forzada es un delito tolerado e incluso fomentado por algunos poderes públicos
y privados.
Para
situarnos en un terreno más o menos común, cabe recuperar la definición de “desaparición forzada” que suscribe la
Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las
Desapariciones Forzadas: a saber, “el
arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de
libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de
personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado,
seguida de la negativa de reconocer dicha privación de libertad o del
ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida,
sustrayéndola a la protección de la ley”.
Cabe
destacar dos aspectos en esta definición: uno, la corresponsabilidad del
Estado; y dos, la negativa al reconocimiento.
En
relación con el segundo asunto –el de la negativa a reconocer la privación de
libertad–, Veracruz es un catálogo de pruebas auto incriminatorias que apuntan
en esta dirección de la desatención. Recuérdese la declaración del
subprocurador estatal Antonio Lezama Moo en 2013: “Hay gente que denuncia, pero no dice que la señorita se fue con el
novio; o que el esposo se fue con la otra novia; que la esposa se fue con el
amiguito que tenía. Aunque, claro, también hay gente que se va por el mal
camino” (Proceso 19-VI-2013); u otra más reciente del secretario de
Seguridad Pública, Arturo Bermúdez Zurita: “Son
delincuentes ajustando a otros delincuentes. Lo que quiero decir es que no
tenemos ningún problema grave (¡sic!).
La sociedad puede seguir caminando por las calles y asistir a las plazas” (Proceso
18-V-2014).
Pero a
pesar de la insistencia gubernamental en la omisión de este delito, en ciertos
estados como Veracruz la incidencia de esta modalidad de crimen rebasa la
capacidad institucional de ocultamiento. Noé Zavaleta documenta: “En la última semana de abril pasado, la
Procuraduría General de Justicia estatal (PGJE) informó que durante la administración de Javier Duarte de Ochoa ha
habido 665 desapariciones forzadas por levantones, secuestros, ajustes de
cuentas entre bandas delincuenciales…” (Proceso 18-V-2014).
Esta
cifra coincide con la información que hiciera pública el Colectivo por la Paz
Xalapa en marzo de este año. El reporte del colectivo añade que en estas
desapariciones consignadas se encuentran 122 menores de edad.
Pero la
cifra es más alarmante si se considera el aumento exponencial de este delito en
el último año: hasta agosto del año antepasado (2012) sólo se tenía
conocimiento de 133 desapariciones forzadas.
No es
un dato menor que este delito, por añadidura a otros como las ejecuciones
extrajudiciales, allanamientos fuera de la ley, detenciones arbitrarias,
torturas, homicidios, amenazas, violaciones sexuales, registrara un aumento
sensible tras el despliegue en las calles de más de 60,000 elementos de las
fuerzas armadas, que por decreto extraconstitucional ordenara el gobierno
federal a finales del año 2006. Tampoco es una mera coincidencia que la
desaparición forzada se instalara a sus anchas en Veracruz en el marco de la
implementación del Mando Único Policial (comando centralizado para las tareas
de seguridad). Se trata de una concordancia natural entre una estrategia de
Estado más o menos conscientemente concertada, y unos resultados socialmente
desastrosos más o menos conscientemente previstos. Las organizaciones
delincuenciales sin duda son un actor central en esta coyuntura. Pero el
problema primario radica en la criminalidad de ciertos poderes (enclaves
económicos o políticos) que actúan desde las estructuras del Estado, o bien que
se apoyan en éstas.
El
periodista italiano Federico Mastrogiovanni resume esta trama: “sembrar el terror en la población es parte
de una estrategia que favorece los intereses de empresas transnacionales. Y la
estrategia pasa a través de una paramilitarización del país, el aumento de la
represión por parte del Estado y el incremento de actividades de los grupos
criminales contra la población civil… La desaparición forzada de personas es
una de las tantas formas de control del territorio a través del terror y el
silencio que cubre [la geografía nacional]… de una especie de aniquilación”
(Proceso 18-V-2014).
La
Comisión Nacional de Derechos Humanos parece arribar a conclusiones análogas: “El involucramiento de las Fuerzas Armadas
en labores de seguridad pública ha tenido un efecto directo en el aumento a
violaciones graves de derechos humanos. Las quejas presentadas… por violaciones
de derechos humanos por parte de militares se han incrementado en un 1000%...
Particularmente resulta preocupante el incremento en la cifra de desapariciones
forzadas desde que dio inicio [la pasada administración federal]” (http://cmdpdh.org/2013/01/el-resurgimiento-de-la-desaparicion-forzada-en-mexico-2/)
Si se
toman los hechos y resultados como prueba de intencionalidad, la conclusión es
obligada e irrevocable: la desaparición forzada es una de las múltiples
modalidades de violencia de Estado. El doctor Daniel Márquez, del Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la UNAM, sostiene categóricamente: “La única respuesta es que alguien se está
beneficiando con esto y es alguien dentro de los aparatos de poder; no es
alguien que está afuera…. [Los delincuentes] no son más que empleados de alguien, y ese alguien está dentro de las
estructuras formales” (Nancy Flores, 2012).
Rebelión ha
publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su
libertad para publicarlo en otras fuentes.
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