Fuente: La Jornada, 19-04-2014
Este artículo fue
publicado en The Guardian el
11 de abril de 2014
Traducción: Tania Molina
Ramírez
La manera de ganarle a Vladimir Putin es
inundar el mercado europeo con gas natural obtenido mediante fracking (fractura
hidráulica) en Estados Unidos, o al menos eso nos quiere hacer creer la
industria. Como parte de la escalada de la histeria antirusa, dos iniciativas
fueron presentadas en el Congreso estadunidense; éstas intentan aprobar por la
vía fast-track las
exportaciones de gas natural licuado (LNG, por sus siglas en inglés), en nombre
de ayudar a Europa a desengancharse de los combustibles fósiles de Putin y
fortalecer la seguridad nacional estadunidense.
Según
Cory Gardner, el legislador republicano que presentó la iniciativa en la Cámara
de Representantes,
oponerse a esta legislación es como colgar el teléfono a una llamada de emergencia hecha por nuestros amigos y aliados. Y podría ser verdad –siempre y cuando tus amigos y aliados trabajan en Chevron y Shell, y la emergencia es la necesidad de mantener las ganancias elevadas, en medio de los decrecientes suministros de petróleo y gas convencional.
Para
que funcione este ardid, es importante no mirar demasiado de cerca los
detalles. Por ejemplo, el hecho de que mucho del gas probablemente no llegue a
Europa –porque los proyectos de ley permiten que el gas sea vendido en el
mercado mundial a cualquier país que pertenezca a la Organización Mundial del
Comercio.
O el
hecho de que, durante años, la industria ha enviado el mensaje de que los
estadunidenses deben aceptar los riesgos que la fractura hidráulica trae a su
tierra, agua y aire, con tal de ayudar a su país a obtener una
independencia energética. Y ahora, de pronto, astutamente la meta se volvió la
seguridad energética, que al parecer significa vender en el mercado mundial una temporal superabundancia de gas obtenido mediante fracking y así crear dependencias energéticas en el extranjero.
Y,
sobre todo, es importante no darse cuenta que construir la infraestructura
necesaria para exportar gas a esta escala tomaría muchos años de permisos y
construcción. Para cuando estos masivos proyectos industriales estén
funcionando, es posible que Alemania y Rusia sean amigos cercanos. Para
entonces, pocos recordarán que la crisis en Crimea fue el pretexto que la
industria del gas aprovechó para hacer realidad sus eternos sueños de
exportación, sin importar las repercusiones sobre las comunidades locales, por
el fracking, o
sobre el planeta que se calienta.
A este
hábito de explotar una crisis para obtener ganancias privadas le llamo la
doctrina del shock,
y no muestra señales de ir en retirada: durante los tiempos de crisis, ya sea
real o manufacturada, nuestras elites imponen políticas no populares, que van
en detrimento de la mayoría, bajo el pretexto de que es una emergencia. Muchas
industrias son buenas en hacer este ardid, pero el más hábil en explotar la
cualidad que tiene una crisis de frenar la racionalidad es el sector global del
gas.
Durante
los últimos cuatro años los cabilderos del gas han usado la crisis económica en
Europa para decir a países como Grecia que la salida de la deuda y la
desesperación es abrir sus hermosos y frágiles mares a la perforación. Y
emplean argumentos similares para racionalizar el fracking en América del Norte y Reino Unido.
La
crisis de moda es el conflicto en Ucrania. Lo usan como ariete para derribar
las sensatas restricciones a las exportaciones de gas natural y para promover
un controvertido acuerdo de libre comercio con Europa. Es todo un acuerdo: más
economías empresariales de libre comercio contaminantes y más gases que atrapan
el calor y contaminan la atmósfera. Todo esto en respuesta a una crisis
energética en buena medida manufacturada.
Y vale
la pena recordar –la ironía de las ironías– que la crisis que la industria del
gas natural es más hábil explotar es el mismo cambio climático.
Qué
importa si la única solución que la industria ofrece a la crisis climática es
expandir drásticamente el uso del fracking,
que libera a la atmósfera cantidades masivas de metano, desestabilizador del
clima. El metano es uno de los gases de efecto invernadero más potentes, 34
veces más fuerte para atrapar el calor que el dióxido de carbono, según los más
recientes cálculos del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por
sus siglas en inglés). Y eso ocurre durante un periodo de 100 años, con el
poder del metano reduciéndose a lo largo del tiempo.
Es
mucho más relevante, argumenta Robert Howarth, bioquímico de la Universidad de
Cornell, observar el periodo de 15 a 20 años, cuando el metano tiene un
impresionante potencial de cambio climático: 86 a 100 veces mayor que el
dióxido de carbono. Y recuerda: no construyes infraestructura multimillonaria
en dólares a menos que planees usarla durante al menos 40 años. Así que la
respuesta que le damos a nuestro planeta que se calienta es la construcción de
una red de hornos atmosféricos superpoderosos. ¿Estamos locos?
No
sabemos cuánto metano se libera al perforar y hacer fracking y con toda su infraestructura. Aun
cuando la industria del gas natural vende sus emisiones de dióxido de carbono
como
¡más reducidas que el carbón!, nunca ha realizado una medición sistemática de sus fugas de metano. La industria del gas, en 1981, salió con el astuto discurso de que el gas natural era un puente a un futuro de energía limpia. Eso fue hace 33 años.
Y en
1988 –el año que el climatólogo James Hansen alertó al Congreso, en un
histórico testimonio, sobre el urgente problema del calentamiento global– la
Asociación Estadunidense de Gas comenzó a explícitamente describir su producto
como respuesta al
efecto invernadero.
El uso
que la industria hace de Ucrania para expandir su mercado global, bajo la
bandera de la
seguridad energética, debe verse en el contexto de este ininterrumpido historial de oportunismo ante las crisis. Sólo que esta vez muchos más de nosotros sabemos dónde está la verdadera seguridad energética. Gracias al trabajo de reconocidos investigadores, como Mark Jacobson y su equipo en Stanford, sabemos que el mundo puede, para 2030, obtener su energía exclusivamente de renovables. Y gracias a los más recientes y alarmantes informes del IPCC sabemos que hacerlo es ahora un imperativo existencial.
Depende
de los europeos transformar su deseo de emancipación del gas ruso en una
demanda de una acelerada transición a renovables. Tal transición –a la cual las
naciones europeas están comprometidas por el Protocolo de Kyoto– fácilmente
puede ser saboteada si el mercado mundial es inundado con combustibles fósiles
baratos que fueron extraídos mediante fracking
del lecho de roca estadunidense. Responder a la amenaza de un calentamiento
catastrófico es nuestro más urgente imperativo energético. Y simplemente no
podemos darnos el lujo de distraernos con el más reciente ardid de
mercadotecnia, alimentado con una crisis, de la industria del gas natural.
Naomi
Klein
escritora canadiense, autora de los
libros: La doctrina del shock y
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