Rebelión, 23-04-2014
El
gobierno de México organizó un homenaje a uno de sus residentes más ilustres.
Por décadas, Ciudad de México fue el hogar de García Márquez—tanto así, que la
policía secreta se preocupó en los años setenta y ochenta de tenerlo bien
vigilado. Pero ahora las circunstancias son otras y al recuerdo se suma la
celebración y el reconocimiento de un legado poético y vital difícil de
igualar. El Palacio de Bellas Artes fue el lugar escogido. Por el Eje Central
Lázaro Cárdenas donde se puede comprar cualquier software, cualquier zapato,
cualquier juego y donde te arreglan todos los I pods, pads, phones rotos, como
por arte de realismo mágico; justo al lado de la Torre Latinoamericana—aquella
que fuera en 1950 el edificio más alto de la tierra que su nombre indica—el
Palacio de Bellas Artes tiene unos murales fantásticos y es lugar de conciertos
y exposiciones constantes (estos días una de Robert Doisneau que se anuncia
como la maravilla de lo cotidiano). Y es lugar de conmemoración. Tiempo y
espacio de memoria.
Como
a estas alturas es bien sabido, las cenizas de García Márquez serán repartidas
entre Colombia y México (entre el vallenato y la ranchera, me dijo una amiga;
entre el aguardentico y el tequila, terció otro). Y esas cenizas o más bien el
ánfora que las contenía eran las que la gente podía ver desfilando al interior
del palacio. Esas cenizas que nos recuerdan la marca en la frente de cada uno
de los hijos del Coronel Aureliano Buendía y que ahora devienen otras y las
mismas. Pero esa gente solo podía pasar volando, mientras los invitados
entraban y permanecían y se quedaban a la espera de los discursos de los
presidentes de México y de Colombia. Dicho sea de paso (o mejor quedándose un
poco), no deja de ser curioso, una ironía del destino, quizá un gesto de
verdadero realismo mágico que quien organice el homenaje sea un tipo que no es
capaz de mencionar tres libros que ha leído (ante la pregunta en una Feria del
Libro mientras era candidato respondió: uno, la Biblia y el segundo erró el autor, para el tercero la mente ya
se había quedado en blanco). Pero qué más da. Siempre se puede comenzar y no hay
mal que por bien no venga. Así, junto a ellos, llegaban otros invitados:
familiares, amigos—vi pasar la cabellera roja de la esposa de Gelman—,
conocidos y, supongo, uno que otro apitutado. Mientras tanto en el frontispicio
del Palacio se levantó un escenario y se colocaron barreras; la primera sección
para la prensa, más atrás la gente que se debatía entre los gritos de
vendedores y adivinar qué sucedía en este lugar.
Curiosa
cosa es la literatura; curiosos son los homenajes. Al comienzo había gente de toda
laya frente al escenario y periodistas con sus cámaras. Luego llegó la policía
(sin carros ni tranvías, digamos las cosas como son) para decir que todos,
excepto los periodistas debían retirarse hacia atrás. Zona de seguridad. Dije
que reporteaba para Chile, para El Desconcierto. Me pidieron una credencial.
Mostré la de la Universidad gringa para la cual trabajo y me dejaron quedarme.
Así podía ver a los famosos pasar (los semifamosos, pues los verdaderamente
famosos e importantes ingresaban por pasadillos secretos al palacio.
Antes
que la policía esparciera su poder, me tocó estar junto a don José Asunción. Un
maestro de escuela, de lengua y literatura española, que había venido de
Guerrero para el homenaje. El viejo hermoso –contaba a quien quisiera oírlo que
el maestro Gabo le llevaba diez años—había venido con su esposa y portaba una
biografía de García Márquez y unas rosas amarillas. Muchos de los periodistas
comenzaron a sacarle fotos mientras esperaban la llegada de las estrellas.
Algunos, especialmente los colombianos, lo entrevistaban. Así supe que tenía
dos hijos, uno de ellos licenciado en leyes, que había leído casi todo García
Márquez y que siempre lo dio en clases porque era una excelente entrada a la
literatura. Al lado de él un turista de Medellín le gritaba al periodista de
Caracol y una azafatas de Iberia aprovechaban su minuto de fama colateral.
Mientras
don José Asunción daba su enésima entrevista se comenzaron a escuchar vítores y
una trompeta entonar el himno de Colombia y luego El Rey. Las cenizas se acercaban. Luego la acción principal se
trasladó al centro. El escenario seguía armándose. El periodista de CNN
revisaba sus notas; el de Televisa prendía un pucho, otros sacaban unas tortas
exquisitas. Hasta que por fin comenzó el homenaje en el exterior, en la
explanada del Palacio.
Digamos
que a estas alturas a mí me daba la sensación que había más periodistas que
otra gente (oí al flaco de la BBC comenzar su reporte tres veces). No está mal
pensé: un homenaje a uno de sus colegas, vale la pena.
Comenzó
a tocar el grupo guajiro Guatapurí.
Entre sus vallenatos –uno compuesto para la ocasión, “El Gran Gabo”, y los ubérrimos “La
casa en el aire” y “La gota fría”—,
se leyeron las primeras páginas de Cien años de soledad. Cualquiera que
quisiera podía ponerse en fila y leer un párrafo o dos. Muchos años después.
Fue un gesto hermoso, es cierto, pero que se vaciaba ante el hecho que los
únicos que (no) escuchaban en primera fila eran reporteros empecinados, con
razón, a reportar lo reportable; la gente más atrás (que incluía un turibús
cada diez minutos) difícilmente podía oír las peripecias de José Arcadio Buendía y la llegada de los
gitanos. En todo caso, leerlo es el mejor modo homenaje: Cuando un tipo de
andrajosos pantalones y polera de solidaridad Palestina-México leyó que cuando José Arcadio se quería ir de su pueblo
recién fundado, y dio como justificación que en Macondo aún no había muerto nadie, Úrsula le responde: “Si es necesario que muera para que se queden aquí, me muero”,
entendí que algo (que se parece al amor) me había tocado en suerte al leer la
novela y al volverla a escuchar.
Esperé
en ese lugar, entre vallenatos y versos de Cien
años, a que lanzaran los confetis amarillos que las máquinas prometían –vi
cómo introducían los papelitos en las cañoneras-, pero de pronto el cielo se
tornó de un gris inmenso. Caray, me dije, esto tiene que ser asunto de los
gringos, ahora nos va a llover cinco años sin parar. Y partí corriendo a la
estación del metro, soñando que encontraría a Melquíades resurrecto de su muerte en Singapur.
Rebelión ha publicado
este artículo con el permiso del autor mediante una licencia
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