Rebelión, 29-01-2014
I. El eterno retorno o qué no hacer
Los
discursos políticos simplistas tienen la virtud de la claridad enfática, sin
embargo, una vez convertidos en política pública, con facilidad terminan en
baños de sangre.
En 2006 el Operativo Conjunto Michoacán fue la punta
de lanza con la que se desató “una batalla contra el crimen organizado”
que incluía “sellar las costas y carreteras” al tráfico de enervantes y
que se resumía en una frase: “El gobierno
se declara en guerra contra el
hampa; inician acciones en Michoacán” (La Jornada. Dic. 12, 2006).
De ese punto en adelante, por fuerza de costumbre, el país
se familiarizó con la lírica militar -la de los operativos y los efectivos, la
de las bajas y los abatidos- al tiempo que la gente hacía lo propio con la
semántica del dolor: abuso, tortura, desaparición, muerte.
Algo menos de seis meses después asomaron los primeros
resultados:
“militares han incurrido
en violaciones de suma gravedad a los derechos humanos de la población civil
–denunció ayer el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), José Luis Soberanes” (La Jornada.
Mayo 16, 2007).
Y
detalla:
“hay 52 quejas, cinco de
ellas de mujeres que manifiestan haber sido ultrajadas; cuatro son menores de
edad y en una de ellas la violación está plenamente acreditada con evidencias
científicas. Esta chica presentaba estrés postraumático y no podía hablar; con
ayuda sicológica pudo establecerse la comunicación. Sí fue violada. En los
otros casos se están haciendo estudios médicos.”
Pero
hay más:
“También ha habido
cateos ilegales, detenciones arbitrarias, tortura, atentados a la integridad
física, allanamientos y ejercicio indebido del servicio público.”
El reporte del titular de la CNDH es prolijo en detalles y
fue uno de los primeros en denunciar desde el inicio –a casi seis meses- lo que
hasta el final –poco más de seis años más tarde- sólo se puede negar por
ignorancia, ceguera, cobardía, estupidez o complicidad: que el ejército no está
capacitado para realizar tareas de seguridad pública; que la militarización no
resuelve conflictos; que la violencia no se combate únicamente con la
violencia; que no hay nada “patriótico”
en esta tragedia y que al fin, prácticamente todo lo hecho en esta materia en
esta región en estos años en esta lógica no ha servido para nada.
De no ser así, Michoacán no estaría hoy un círculo del
infierno más abajo de donde estaba ayer.
Pero
son tontos:
“La acción inmediata,
tras la firma del Acuerdo para el
Apoyo Federal a la Seguridad, fue el envío de militares y policías
federales a la entidad, que en su primera operación dispararon a la población
indefensa en Antúnez provocando la muerte de dos civiles…” (Cantú, Jesús. Proceso.
Ene. 21, 2014) Y la historia se repite.
II. Un
recuerdo de Sarajevo: El desarme
Suena
bien, y la alternativa tiene tras de sí a un cierto sector de la opinión
pública que exige el desarme de las autodefensas esgrimiendo argumentos que van
desde la ingenuidad bienintencionada de la necesidad (p.e.- “la necesidad de volver a la normalidad”),
pasan por el formalismo timorato de lo importante (p.e. “lo importante de valorar a las
instituciones”) y llegan a la amenaza velada de las obligaciones
(p.e. “la obligación de respetar la
autoridad”).
Desarmar
a los alzados -independientemente del argumento utilizado- suena bien, sí, pero
aquí y ahora es una mala idea.
De
hecho, una muy mala.
A principios de la década de los noventa estalló la guerra
civil en la ex Yugoslavia. A la veloz independencia de Eslovenia, siguió la más
prolongada guerra en Croacia y a ésta, siguió la tragedia de Bosnia. Si bien
cada uno de los grupos en pugna contaba con milicias armadas, el nivel de
equipamiento y abastecimiento era sumamente desigual, pues el que en algún
momento fuera el ejército yugoslavo, de la noche a la mañana se convirtió de
facto en la fuerza armada serbia, abrumadoramente mejor equipada y
abastecida que las guerrillas croatas y bosnias.
La Organización de las Naciones Unidas tomó cartas en el
asunto de inmediato por medio de su Consejo de Seguridad que se expresó:
“Profundamente preocupado por los combates en
Yugoslavia, que están causando graves pérdidas de vidas humanas y daños
materiales, y por las consecuencias para los países de la región, en particular
en la zonas fronterizas de los países vecinos.”
Estas palabras son parte del alegato loable que contiene el
preámbulo de la Resolución 713 de septiembre de 1991 del Consejo de Seguridad
con la que se:
“Decide, con arreglo al Capítulo VII de la Carta de
las Naciones Unidas, que, para establecer la paz y la estabilidad en
Yugoslavia, todos los Estados pondrán en vigor de inmediato un embargo general
y completo a todas las entregas de armamento y pertrechos militares a
Yugoslavia…”
En 1992 las fuerzas serbias establecieron un sitio contra
Sarajevo que duraría hasta 1996. El embargo de armas cumplió su función, sí,
pero de un modo perjudicial: a los unos –los sitiadores- les impidió reabastecer
un ejército de por sí armado hasta los dientes; a los otros –los sitiados-
les impidió abastecerse de armas para su defensa. Es decir, más allá de
las intenciones que lo motivaban, el embargo resultó perjudicial para los
débiles pues congeló una relación de poder militar que ya era, de origen,
profundamente asimétrica.
¿Por
qué las fuerzas serbias, pese a su superioridad militar y tras el que fue el
sitio más largo de la historia militar moderna, no pudieron tomar Sarajevo? Por
esa defensa precaria que permitía el contrabando de armas por vía de un túnel
por el que además pasaban, personas, alimento, medicinas y energía.
Un miliciano bosnio que combatió contra las fuerzas serbias
durante el sitio de Sarajevo lo expresó con claridad al cuestionársele si
levantar el embargo de armas no supondría una escalada bélica: “Si no tenemos armas, nos matan a todos, eso
es seguro” (El País. Mayo, 28, 1993).
III. Intermezzo: México y Bosnia, diferentes
pero iguales
Cierto.
México no es la ex Yugoslavia, Michoacán no es Bosnia ni Apatzingán una versión
invertida de Sarajevo en la que los fuertes son los sitiados, y los débiles los
sitiadores. En uno y otro caso el origen de los conflictos no es igual, su
evolución es diferente, los actores otros y las dimensiones, tiempos y espacios
disímiles.
Pero dependiendo del grado de detalle, eso se podría decir
de cualquier comparación. En todo caso, siempre es posible construir
paralelismos que permitan el estudio de unos casos observando otros.
Por ejemplo. Las palabras del miliciano bosnio son idénticas
a los dichos –entre muchos otros- de Estanislao Beltrán e Hipólito Mora, vocero
del Consejo General de Autodefensas y Comunitarios de Michoacán y líder del
grupo de comunitarios de La Ruana respectivamente: “Si dejamos las armas, nos matan” (El Universal. Enero 14,
2014).
Las declaraciones en su conjunto arrojan luz sobre una
realidad incontrovertible –tal vez la única en situaciones de conflicto armado-
que se valida cada vez independientemente del tiempo y el lugar: cuando la
violencia se presenta, el fuerte agrede al débil, el armado lastima al
desarmado y del poder no se hace uso sino abuso.
Esta
es la raíz de la ira.
Otro ejemplo. Una lectura descuidada de la entrevista que
hizo la co-autora –con Bertrand de la Grange- del polémico Marcos, la genial
impostura (Nuevo Siglo-Aguilar, 1998) al miliciano bosnio podría dar la
impresión equivocada. Frases como “No es
militar”, “Tiene 35 años, pero su
pelo es ya canoso. 'Me han salido durante estos dos años. Antes de la guerra no
tenía canas',” “volvió 'para luchar
por los más indefensos'” y “Zuka
insiste en el derecho de su pueblo a luchar por sobrevivir” podrían en
algunos evocar la imagen de un hombre, como los de Michoacán, llevado a tomar
las armas por la desesperación y la impotencia.
En Sarajevo como en Apatzingán, los retratos periodísticos
–como los académicos- son siempre parciales. La realidad de los conflictos
sociales es contradictoria con frecuencia y siempre compleja. Mucho se ve, sí,
pero más es lo que se esconde. Y cuando se habla de conflicto violento al miedo
se suma el engaño y la mentira deviene en la norma.
Es la raíz de la duda.
Y uno más. El miliciano entrevistado por Maité Rico era
Zulfikar Alispago, comandante bosnio de quien la organización de los derechos
humanos suiza TRIAL dice:
“Su unidad está acusada
de cometer crímenes de guerra en la aldea de Trusina, Municipalidad de Konjic,
el 16 de abril de 1993, cuando 22 personas fueron asesinadas, 19 civiles y 3
soldados del ejército croata que ya se habían rendido, hiriendo además a cuatro
personas incluyendo 2 niños.”
Alispago fue arrestado en febrero de 2011 como
corresponsable de una matanza cometida por hombres bajo su mando seis semanas
antes de la entrevista con la enviada especial de El País.
Zuka –como le decían sus cercanos- terminó mal. Más
parecido a las autodefensas de Colombia que a las de México, su caso ilustra
los peligros que entraña tener activas formaciones armadas irregulares: en el
presente son lo que son, pero, independientemente de si estamos hablando de
América del norte, de América del sur o de los Balcanes, eso es algo que no
ofrece ninguna garantía para el futuro: nadie, absolutamente nadie puede decir
a ciencia cierta en qué va a terminar el fenómeno de las autodefensas. Ni
siquiera sus protagonistas.
Ahí, la raíz del miedo.
IV. La “institucionalización” y sus
peligros.
En
un boletín de prensa fechado el 26 de enero (Boletín 47) la Dirección General
de Comunicación Social de la Secretaría de Gobernación anuncia que:
“Las autoridades
mexicanas agradecen y reconocen ampliamente la labor que desempeñó el general
Naranjo Trujillo, así como su contribución en materia del diseño de estrategias
de seguridad para nuestro país”
Un día después, el 27 de enero, la prensa daba a conocer los
ocho puntos del acuerdo firmado entre la Secretaría de Gobernación y las
autodefensas mediante el cual la primera “institucionalizaba”
a las segundas (Boletín 48)
Es imposible no ver en la estrategia gubernamental la huella
del General Naranjo. El acuerdo firmado en Tepalcatepec, Michoacán, fue, en esencia,
idéntico a la formulación mediante la cual se legalizaron las Cooperativas
de Vigilancia y Seguridad Privada (conocidas como CONVIVIR) en Colombia.
Punto por punto, la inspiración del Capítulo VI (“Servicio Comunitario de Vigilancia y Seguridad Privada”) del
Decreto 356 de febrero de 1994 se hace sentir. Es evidente.
¿De qué iban las CONVIVIR? Las CONVIVIR cuya legalización
por parte del gobierno colombiano sirvió sin duda –muy probablemente como
última recomendación del General Naranjo- como modelo de respuesta en México
eran, en esencia, grupos paramilitares –en el peor sentido del término.
O al menos eso dicen quienes participaron en ellas. Human
Rights Watch recoge en su informe Guerra sin cuartel: Colombia y el
derecho internacional humanitario (p. 133, 1998) una declaración que deja
poco espacio a la duda:
“Nosotros somos
paramilitares, macetos o CONVIVIR, como se les dé la puta gana llamarnos” (Comandante Cañón,
líder de las CONVIVIR, Santander, 1997.)
Es difícil poner en duda sus palabras, después a la
confesión de parte se suma el hecho de que su grupo, CONVIVIR Las Colonias, fue
acusado de “al menos 15 homicidios
selectivos” hasta que, en virtud del Decreto Núm. 1194 –que prohíbe la formación
de grupos paramilitares, se detuvo y proceso al director, “Comandante Cañón” como documenta Amnistía Internacional en
su informe Colombia: Los derechos humanos y la ayuda militar estadounidense
(Agosto, 2000).
La legalización, o institucionalización, o incorporación, o
validación o legitimación o formalización de las guardias paramilitares
privadas en Colombia no detuvo los abusos que éstas venían cometiendo, ni evitó
que los continuaran.
Pero sí hubo un cambio: hizo las cosas peores al dotarlas de
personalidad jurídica.
Pero tal vez haya algo en el modelo de institucionalización
paramilitar que se practicó en Colombia -y que sin duda sirvió como modelo para
el gobierno mexicano- que escapa a nuestra comprensión; algo que permite
suponer que ésta y no otra es la mejor vía para atender el problema; algo que
al menos yo no alcanzo a distinguir y que otros tampoco encuentran.
¿O de qué otra forma se podría explicar que la Corte
Interamericana de los Derechos Humanos recomendara, explícitamente, en su Tercer
Informe sobre la Situación de los Derechos Humanos en Colombia (1999):
“7. Que el Estado
colombiano derogue las normas legales que establecen los denominados grupos
CONVIVIR”?
V. Autodefensas: ¿Una profecía autocumplida?
A
estas alturas del análisis ya una cosa es evidente: las autodefensas en México
están recibiendo una lectura, por parte del Estado, como si de las Autodefensas
Unidas de Colombia se tratara.
Pero esta miopía en el diseño de la posición política y la
política pública para el manejo de la crisis es, en un cierto sentido, natural.
Natural cuando un ejercicio lógico, prudente y valioso como
es explorar las experiencias internacionales en materia de seguridad –léase
Colombia- se hace con desidia, sin curiosidad profesional, recogiendo de manera
convenenciera sólo aquello que respalda una política o idea previamente
preconcebida e ignorando todo lo demás.
Natural cuando diplomáticos de larga carrera como Enrique
Berruga publican artículos respaldando esta visión (“De paramilitares y
autodefensas” El Universal. Enero 16, 2014) -por más que advierta que “La experiencia colombiana no puede copiarse
como papel calca.”
Natural cuando periodistas de reconocido prestigio como
Sanjuana Martínez escribe análisis que exploran las similitudes -reales y
potenciales- más que sus diferencias (“Autodefensas
y paramilitarismo”, SinEmbargo. Enero 21, 2013)
Natural cuando incesantemente, por igual en circuitos legos
que especializados tanto en México como en Colombia, se repite una y otra vez
-como si de un mantra se tratara- que “México
se está colombianizando” o que “México
sigue los pasos de Colombia.”
Y natural cuando la validez de todo lo anterior es
certificada por el “asesor en el diseño
de políticas públicas en materia de seguridad de las autoridades mexicanas”
(Boletín 47. Segob. 26/01/2014), General colombiano Oscar Naranjo Trujillo, y
con él –se supone- también el Tecnológico de Monterrey por vía del Instituto
Latinoamericano de Ciudadanía que pidió a Naranjo dirigir.
El problema es que aún si los análisis que igualan a las
autodefensas de Michoacán y Guerrero con las de Antioquia y Santander son
correctos, la política se atención es equivocada.
Reflejos militaristas,
exigencias de desarme, inercias analíticas, retratos equívocos y políticas mal
estudiadas están haciendo realidad, por vía de la teoría y la práctica, la
profecía que todos quieren evitar y la que todos contribuyen con su lectura:
aquella en la que las autodefensas que son, terminan convertidas en las
autodefensas que no eran.
Rebelión ha publicado
este artículo con el permiso del autor mediante una licencia
de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras
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