por Arsinoé Orihuela
Lunes, 27 de enero de 2014
Fuente: Colectivo La Digna Voz
Existen fuerzas potencialmente
transgresoras que intervienen en las guardias comunitarias: campesinos
desposeídos, inmigrantes que van y vienen a Estados Unidos, y cuyo compromiso
con la tierra cobra otra dimensión, trabajadores y padres de familia ordinarios...
Twitter: @ladignavoz
Es francamente débil la hipótesis
que sitúa el origen del estallido en Michoacán (o bien el nacimiento de las
autodefensas) en una moción privativamente gubernamental. Los cárteles de la
droga son una criatura de la economía global. También los gobiernos.
Difícilmente estas dos instituciones, una legal otra ilegal, aunque en realidad
son una sola, impulsarían gratuitamente la aparición de un grupo civil armado,
a no ser por una relativa pérdida de control en el sostenimiento de un poder u
orden. Aún otorgando que se trata de una verdad parcial (la intervención
sustantiva del gobierno), cabe reconocer que el paramilitarismo o el uso de
guardias extraoficiales es un signo de debilidad, y de urgencia para recuperar
un terreno perdido en la correlación de fuerzas políticas, ciertamente en el
contexto de la economía global. Porque el conflicto en Michoacán no es local,
ni siquiera nacional: es un conflicto geopolítico, es decir, global. (La
intensiva cobertura en prensa internacional no es fortuita, especialmente en
Estados Unidos). En esta conflagración se articulan intereses comerciales que
involucran a China, Estados Unidos y a ciertos grupos caciquiles o familias
locales.
Para situarnos en un terreno
común, es preciso indicar que este conflicto es una de las expresiones de la
narco-guerra, que no es otra cosa que una estrategia mundial, adaptada a la
realidad nacional, para la consolidación de economías sostenidas en una virtual
ingobernabilidad. Un Estado es fallido sólo cuando el orden económico dominante
así lo reclama, como ocurre en México.
Pero es fallido únicamente en la aplicación de las leyes escritas, no así en la
concertación con las leyes materiales no escritas o no verbalizadas (por
ejemplo, la adscripción casi religiosa de los factores económicos domésticos al
credo neoliberal). En este contexto de laxitud o fallecimiento jurídico del
Estado, el monopolio de la violencia se “federaliza":
atraviesa una suerte de descentralización; se delegan facultades para el uso de
la violencia a otros órganos no inscritos directamente en las instituciones
estatales. Entre estos actores u órganos paralegales, destacan los brazos
armados de los cárteles de la droga, empresas de seguridad privada, milicias
rurales, mercenarios foráneos etc. Y ahora se pretende incorporar a las
autodefensas a este abanico de fuerzas reaccionarias. Pero esto no equivale a
sostener que la naturaleza de estos grupos es única e indivisiblemente progubernamental
o pro-Estado. Y acá radica el quid de toda la discusión en torno al caso
michoacano.
Si bien es indiscutible la
injerencia del gobierno (al menos parcial) en el comportamiento de las
autodefensas, cabe advertir que la sola participación (o bien padrinazgo, como
algunos sugieren) de los actores oficialistas en la formación y reproducción de
estos grupos, es una apuesta que no está exenta de riesgos virtualmente
desfavorables para el poder constituido. Las propias autodefensas son
increíblemente diversas. Y como en todo conflicto de esta naturaleza, las
condiciones de clase, cosmovisiones e intereses que priman son heterogéneos y
no pocas veces antagónicos. Más que una reflexión neutral o imparcial, acá se
prefiere hacer hincapié en las fuerzas potencialmente transgresoras que
intervienen en las guardias comunitarias: campesinos desposeídos, inmigrantes
que van y vienen a Estados Unidos, y cuyo compromiso con la tierra cobra otra
dimensión, trabajadores y padres de familia ordinarios hastiados de la corrupción,
violencia e impunidad que fomentan por acción u omisión las autoridades
públicas.
El riesgo para el Estado es
doble: uno, que las autodefensas se radicalicen y consigan autonomía frente al
orden estatal dual (el lícito y el ilícito); y dos, que el ejemplo cunda, y el
formato de autodefensa alcance el rango de canon. En este escenario la
desintegración del actual Estado criminal sería irrefrenable.
En la anterior entrega se
sostuvo: “Resumidamente, se pueden
agrupar a los protagonistas en dos grandes bloques: los que son afines al
poder, y los que desafían el poder”
Aun cuando el poder
institucional interviene para manipular el curso de las autodefensas, el
desafío de estos grupos a los mandatos gubernamentales es un horizonte militarmente
factible, y acaso políticamente deseable.
A nuestro entender, y aun
concediendo verosimilitud al diagnóstico que sitúa a las autodefensas en el eje
de una táctica discrecional e inconfesable del gobierno, la posibilidad de que
este recurso comunitario se generalice es tan alto como la posibilidad de un
aplastamiento que redunde en un beneficio para el actual orden
(inconstitucional, cabe decir).
Y en un escenario hipotético
de éxito insurreccional comunitario, nadie podría objetar el carácter éticamente
legítimo de esta modalidad de defensa. Nótese que la preocupación central del
gobierno no reside en el descabezamiento de un cártel u otro (Caballeros
Templarios u homólogos transterritoriales): su principal empeño es el
descabezamiento de la ciudadanía o la sociedad organizada, por más frágiles que
pudieran ser estas formas organizacionales.
Esta vez no discrepamos ni un
ápice con Javier Sicilia, cuando sostiene: “Es
absolutamente legítimo [el recurso de las autodefensas]. Estoy en contra de las armas, pero estoy
mucho más en contra de la indefensión. No se puede tolerar que en nombre de un
gobierno… la gente tenga que padecer que le maten a sus hijos, le secuestren a
sus hijas, las violen y las descuarticen”.
Este gobierno criminal que
describe Sicilia es el que está en vilo. Desconocemos si las autodefensas
alcancen a articular una oposición plausible en el corto o mediano plazo. Pero
es un hecho que se trata de una ventana de oportunidad, una moneda al aire cuya
suerte es incierta.
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