Publicado el 24/01/2014
Texto: Karla H. Mares y
Camilo Pérez Bustillo.
Fotografías: Cristian Leyva y Ricardo Ramírez
Arriola
Entre
el 22 y 23 de agosto de 2010, se cometió uno de los peores crímenes colectivos
en México desde la masacre de Tlatelolco en 1968: el homicidio a sangre fría
–en un rancho del municipio de San Fernando, Tamaulipas– de 72 migrantes que
iban en su camino hacia los Estados Unidos. En ese momento, Tamaulipas era una
de las regiones más militarizadas en México, por haber sido identificada en
reiteradas ocasiones como uno de los baluartes territoriales del cartel
conocido como los Zetas.
Los migrantes provenían de Honduras, Guatemala, El Salvador, Ecuador, Brasil y la India. Es esta la razón por la cual deben
de considerarse estos crímenes como la primera masacre contemporánea en América Latina de
dimensiones continentales.
Distintas versiones se han dado sobre qué paso, pero todas coinciden en
señalar que las víctimas fueron secuestradas de autobuses de pasajeros que
circulaban por la región y transportadas en caravana a San Fernando. Lo que
implica que pasaron frente a diferentes retenes militares y policiales
custodiados por elementos federales, estatales, y municipales.
A partir de abril de 2011, el gobierno fue brindando información –a
cuentagotas– sobre cuántos cuerpos eran descubiertos en docenas de fosas
comunes en San Fernando. El total aproximando fue de 200 cuerpos adicionales,
aparentemente tanto de migrantes de origen mexicano como de otros países,
incluyendo 11 repatriados a Guatemala.
A tres años de la masacre y del conocimiento de dos de las fosas, aún no
han sido plenamente identificadas –de manera confiable– todas las víctimas de
la masacre ni el 70% de las víctimas de las fosas.
Mientras tanto, las caravanas de cientos de madres y familiares de
migrantes centroamericanos desaparecidos en el camino hacia Estados Unidos
siguen clamando por la justicia, la verdad y la reparación de estas violaciones
de derechos, en medio de la búsqueda desesperada de sus seres queridos.
El contexto que enmarca está masacre y el hallazgo de las fosas comunes, es
un clima de guerra contra el narcotráfico declarada por el gobierno federal,
con el presidente Felipe Calderón como jefe supremo de las fuerzas
armadas. Estas políticas han dejado un saldo de más de 100 mil muertos y 26 mil desparecidos
durante el sexenio pasado, según fuentes oficiales.
Pero este escenario también incluye una guerra invisible contra los
migrantes en tránsito por territorio mexicano. Hay que sumar a las cifras
citadas arriba un número aún indeterminado de migrantes desaparecidos, fruto de
los aproximadamente 20,000 secuestros por año –más de 100,000 desde 2007–
contabilizados por el primer informe de la Comisión Nacional de Derechos
Humanos (CNDH) difundido sobre el tema en junio de 2009.
Desde el principio se ha señalado la responsabilidad del estado mexicano
por no tomar acciones efectivas para prevenir este cuadro reiterado de
vulnerabilidad de los migrantes en tránsito por el territorio nacional, como
parte de su deber de protección de los derechos humanos internacionalmente reconocidos.
Esto implica tanto omisiones como acciones que reflejan diversos grados de
complicidad y aquiescencia entre agentes estatales y los carteles involucrados,
que incluso sentarían las bases para caracterizar a los secuestros como
desapariciones forzadas, dados estos niveles de participación “oficial” del
Estado.
Además, los países de origen y Estados Unidos son responsables de las
políticas neoliberales, devastación ambiental y militarización que han hecho
imposible una vida digna en las comunidades donde se impone la migración como
una necesidad de sobrevivencia.
Este escenario refleja la lucha por parte del estado y los carteles, para
controlar y beneficiarse de los flujos de las drogas y de los migrantes y para
acaparar los mercados multimillonarios que implica traficarlos, extorsionarlos
y lucrar con su explotación laboral y sexual, a escala industrial. Estas
ganancias se han multiplicado como resultado de la militarización de la
frontera impuesta a partir de la entrada en vigor del TLCAN en 1994. Esto ha
hecho mucho más difíciles los cruces y los ha desviado hacia las regiones más
azarosas, como el desierto de Sonora, nutriendo a su vez miles de muertes por
estos caminos durante los últimos 20 años.
Con el cambio de gobierno a fines de diciembre de 2012, después de 6 años
de guerra contra el narcotráfico y después del regreso a la presidencia del
partido (PRI) que había monopolizado el poder por 70 años, se dijo que el
panorama mejoraría. Se prometió también un giro en las políticas de seguridad.
Sin embargo, esto no ha sido así.
Las víctimas de estas políticas han recurrido de manera preliminar a
instancias como la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos y la CNDH
para demandar justicia, y han acudido a tribunales internacionales de
conciencia, además de sus propios mecanismos de lucha, como las caravanas y
campañas transnacionales. Esto ha incluido conmemoraciones anuales de la
masacre y audiencias especiales del Tribunal Internacional de Conciencia de los
Pueblos en Movimiento en noviembre 2010, y del Tribunal Permanente de los
Pueblos en agosto, 2013, con la presencia por primera
vez de víctimas de la masacre de origen brasileño y guatemalteco.
Los alcances y límites del tema han quedado marcados por dos elementos
recientes. Uno es la divulgación en noviembre de 2013 por la revista Proceso de
documentos desclasificados de diversas instancias de inteligencia y
diplomáticas estadounidenses, confirmando el conocimiento previo tanto de ese
gobierno como del mexicano del escenario de vulnerabilidad de los migrantes en
tránsito, y la explosividad del terreno en Tamaulipas. Esto nutre la hipótesis
manejada por los tribunales de conciencia sobre la naturaleza predecible, y por
ende prevenible, de la masacre y las fosas, como expresiones culminantes de un
patrón recurrente de secuestros y desapariciones, conocido y reconocido por
ambos estados.
El otro es la difusión por la CNDH de un informe trunco e indignante sobre
las dimensiones forenses del manejo estatal de las consecuencias de la masacre.
El informe evita
caracterizar la masacre como tal y no pondera sus antecedentes, su contexto ni
sus implicaciones. El informe fue filtrado de manera
aparentemente oficiosa al diario El Universal el 26 de diciembre, con
la evidente intención de diluir su impacto público, pero ha sido impugnado en
los últimos días en una acción de amparo histórica radicada por la Fundación
para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho.
Cabe destacar que la CNDH es una última instancia a la cual como ciudadanos
deberíamos poder acercarnos para defender nuestros Derechos Humanos frente al
Estado. Pero, ¿qué pasa cuando son migrantes las víctimas de violaciones y sus
familiares se encuentran en los países de origen? Sencillamente, nada.
La población migrante es hasta el día de hoy la más discriminada, desde el
momento que sale de su país de origen, hasta el momento que regresa a casa –sí
es que alguna vez lo logra. En la búsqueda del derecho de acceso a una vida
digna, a los migrantes se les violentan todos sus derechos por el simple hecho
de salir de casa y convertirse en sin papeles. Una muestra de ello es
que las escasas 43 páginas de la recomendación no incluyen los orígenes, los
antecedentes ni el contexto de la masacre. Además, la CNDH no solo obvia el
tema de la responsabilidad estatal sino que también omite la participación del
grupo delincuencial conocido como los zetas, que ha sido reiteradamente
responsabilizado cómo actor material de la matanza. Hasta ahora, los únicos
procesados por el crimen han sido identificados como mandos o miembros de
los zetas.
Más grave aún, la recomendación empieza citando una nota periodística del
Universal –como si fuera una fuente fidedigna de alguna verdad de pertinencia
jurídica– y no hace siquiera referencia a su propio informe del 2009, donde la
misma CNDH señaló el patrón sistemático de secuestros de migrantes en tránsito.
De esta manera, queda evidenciado que para evitar que el Estado quede
implicado, las recomendaciones se presentan de una forma muy particular: gota a
gota. Eso lo que señala es el encubrimiento sistemático de crímenes de estado,
especialmente donde están potencialmente involucradas las Fuerzas Armadas, como
en el caso de la masacre y las fosas de San Fernando.
A la CNDH le tomó 3 años presentar esta recomendación y es curioso que para el
caso de la violación sexual y asesinato de la indígena náhuatl de la sierra
Zongolica, le tomó mucho menos de un año. Es en ese tipo de casos donde la CNDH
es eficiente, cuando se trata de encubrir la responsabilidad de instancias
estratégicas nacionales del mismo entramado al que pertenece, como las Fuerzas Armadas.
REFERENCIAS
[1] “La historia del cuerpo
de una migrante ecuatoriana asesinada en San Fernando”, Emeequis (22 de agosto, 2013)
[3] “Más de 121 mil muertos,
el saldo de la narcoguerra de Calderón: Inegi”, Proceso (30 de julio, 2013)
[6] Comunicado
de la CNDH sobre recomendación en línea (3 de
septiembre de 2007)
[7] “‘Todo apunta hacia el Ejército’, decían visitadores de
la CNDH: líder indígena”, La Jornada (10
de abril de 2007)
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