Por Rafael Camacho
Publicado el 27/01/2014
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Pedro
Preciado es un hombre grande, su metro con noventa centímetros de estatura y
sus 120 kilos de peso no dejan dudas al respecto; su hablar en cambio es
pausado y suave, tiene una de esas voces que arrullan, que transmiten paz.
Pedro es un pastor cristiano en el ministerio de la Iglesia Metodista Libre y
atiende la zona de Tepalcatepec y parte de Coalcomán, ambos municipios del
estado mexicano de Michoacán.
El camino
El 10
de enero, Pedro junto con su esposa y dos hijas, salieron de Morelia con
dirección a Coalcomán; viajaban en una camioneta blanca con rótulos de la
iglesia cristiana a la que pertenece Pedro. Al llegar al crucero de Cuatro
Caminos, aproximadamente a 1 kilómetro de Nueva Italia, la autopista se
encontraba bloqueada por dos patrullas de policías federales. Tomaron un
retorno y después de algunas maniobras lograron salir unos metros más adelante
donde se encontraron con otro bloqueo. Esta vez eran camiones de volteo y de
carga, así como algunas patrullas de federales y otras de policías municipales
de Nueva Italia, por lo que decidieron esperar a que terminara el bloqueo para
poder continuar su camino.
Poco tiempo después algunas camionetas comenzaron a avanzar, por lo que
Pedro bajó de su vehículo y se acercó a ver qué pasaba. Un policía municipal le
pidió que se identificara y le preguntó a dónde se dirigía. Pedro se identificó
como pastor y le indicó que se dirigía a Coalcomán.
—¿Y a qué vas a Coalcomán?- Preguntó el policía.
—Pues a predicar, ya ven que tienen
la zona convertida en un infierno, a ver si alguno se arrepiente de todo lo que
está pasando— respondió el pastor. Pedro volvió a su vehículo y media hora más
tarde el policía le comunicó a la familia que se iba a levantar el bloqueo y
que la carretera quedaría libre, por lo que podían continuar su camino.
Continuaron su viaje y un poco más adelante, a la altura del sitio donde
unos meses antes, Caballeros Templarios emboscaron a productores de limón que se
manifestaban por el aniversario luctuoso de Emiliano Zapata, Pedro y su familia
se percataron de que había otro bloqueo y que dos carros, uno más que otro,
estaban incendiándose. A pesar de la información que habían recibido por parte
de la policía municipal de Nueva Italia, la familia se encontraba nuevamente
con un bloqueo, pero esta vez la situación fue más confusa, ya no había policía,
pero sí muchos civiles merodeando sobre y por debajo del puente peatonal que se
encuentra en la zona.
Eran las 3 de la tarde, alguien se acerca y les dice que ya se puede pasar,
que el bloqueo ha terminado. Alguien más mueve el carro que está a medio incendiar,
liberando el tránsito y permitiendo el paso de algunos coches y camionetas,
entre ellas la de la familia cristiana.
Habían llegado hasta Antúnez, pero como si se tratara de una película de
terror de esas inverosímiles, donde a los protagonistas les suceden mil cosas
antes de lograr escapar, un grupo de civiles les salen al paso y les indican
que se detengan. Son 4 jóvenes de entre 17 y 22 años que portan radios y se
desplazan en motocicletas. Son Caballeros
Templarios.
El infierno
—Deme las llaves de su camioneta,
baje sus cosas, si usted colabora con nosotros no le vamos a quemar la
camioneta, así que bájese, entregue sus llaves, baje a su familia, a su esposa
y a sus hijas, y nosotros se las vamos a cuidar.
Desde la carretera se puede ver la casa
de seguridad a la que se llevaron a su familia. Uno de los jóvenes le dice
a Pedro que le ayude a mover carros para bloquear porque ya vienen los perros
blancos –nombre con el los Caballeros
Templarios llaman a los grupos de autodefensas– y le empieza a dar llaves
para que mueva los carros que ya tienen ahí.
Pedro reflexiona y nos comenta que ellos no conocían la estrategia de los Templarios para realizar los bloqueos
carreteros, que consiste en abrir la carretera intermitentemente para dejar
pasar más coches y proveerse de materia prima cuando se les empiezan a agotar
los que están incendiando.
Con su familia secuestrada no le queda otra opción, empieza a estacionar
coches a ambos lados del camino para luego incendiarlos, lleva más de una hora
cruzando e incendiando coches junto con los Templarios
cuando, por uno de los radios que portan los mismos, se escucha el aviso de que
se acercan los comunitarios. Los jóvenes se suben en sus motocicletas y huyen
dejando a Pedro, quien se esconde detrás de un puente peatonal a esperar la
llegada de los comunitarios.
De pronto, el pastor reconoce dos vehículos blindados que días antes había
visto en la televisión y decide salir de su escondite. Llegan más camionetas,
portan en sus costados los rótulos que las identifican como grupos de
autodefensa de Tepalcatepec; algunos comunitarios –apelativo con que los
pobladores denominan a estos grupos– que vienen a bordo, reconocen al pastor
inmediatamente.
—¿Qué estás haciendo aquí?- le preguntan los comunitarios.
—Pues quemando carros-, responde
Pedro.
—¿Cómo vas a estar quemando carros?- replican los comunitarios.
Pedro les cuenta que fue retenido, que secuestraron a su familia, que le
quitaron la camioneta y que fue obligado a quemar coches. Los comunitarios le
preguntan dónde está su familia y le piden las llaves de su camioneta para
traerla de vuelta. Pedro les da indicaciones sobre el lugar donde se encuentra
su familia y les comenta que los Templarios se llevaron las llaves, pero les
dice que no hay problema ya que su camioneta abre con cualquier llave.
Poco más tarde, los comunitarios vuelven con su camioneta y su familia, le
dan indicaciones para que al continuar su camino no pasen por Apatzingán. Le
dicen que suba por Parácuaro y que ahí otros comunitarios les indicarían el
camino hacia Tancítaro de donde se puede bajar hacia Buenavista, que ya es
territorio bajo control de los grupos de autodefensa y desde donde se puede
transitar tranquilamente hasta Coalcomán, destino de la familia cristiana.
Pedro y su familia agradecen a los comunitarios quienes horas más tarde
liberarían los poblados de Antúnez y Nueva Italia del control de los Caballeros Templarios.
Avanzaron poco más de un kilómetro cuando al pasar por un pequeño poblado
al pie de la carretera, nuevamente fueron interceptados por los mismos jóvenes Templarios. Obligan a Pedro a descender
del vehículo y le recriminan que por su culpa lograron pasar los comunitarios;
le informan que lo llevarán con su superior para que sea él quien rinda
cuentas. Pedro intenta explicarles que era imposible detener el avance de los
comunitarios, quienes se desplazaban en al menos 40 camionetas, pero sus
esfuerzos resultan en vano y es trasladado junto con su familia a un lugar
cercano, a tan sólo unas calles de la carretera, donde se encontraba el jefe.
—Éste fue el que los dejó pasar-,
le informan los jóvenes a su superior. Pedro replica argumentando que él no los
dejo pasar, que él les estaba ayudando para que le devolvieran a su familia,
que él no tiene la culpa de su guerra ni de sus problemas.
—No me importa, tú los dejaste pasar,
tú te mueres-, responde el jefe templario a la vez que apunta su arma a la
cabeza de Pedro. De pronto dos helicópteros, uno del ejército y otro de
policías federales pasan sobrevolando el lugar y se empiezan a escuchar
detonaciones provenientes de Antúnez. Por los radios de los Templarios informan que los comunitarios
han entrado en Antúnez, y les piden que se reporten a echar aguas.
Otros templarios llegan con más
rehenes, una familia de padre y madre con 4 niñas menores de 10 años y 3
jóvenes trabajadores quienes indicaron que también habían sido usados para
incendiar vehículos en otros puntos de la carretera hacia Apatzingán. Todos los
rehenes son llevados a una casa bajo la vigilancia de un templario con la promesa de que volverán para matarlos.
Son casi las 6 de la tarde y ha sido una tarde complicada por decir poco.
Las hijas de ambas familias se encuentran inquietas y con hambre, por lo que
Pedro se acerca con el joven que los vigila y le pide algo de comer. El
vigilante les da unas latas de frijoles y en la cocina encuentran un poco de
harina de maíz, con la que preparan unas tortillas y comen.
Pedro, quien a pesar de reconocerse como un hombre de fe que tiene claro
que tarde o temprano morirá, siente fuertes escalofríos, siente como que el
alma le abandona el cuerpo.
Ya es la 1 de la mañana y llega otra familia que había sido capturada en la
carretera. Seguros de que morirían, pasan el tiempo platicando y contándose
historias, unos rezan, otros se dan ánimo y se despiden. Han pasado
aproximadamente 3 horas cuando por la radio del vigilante escuchan que se
aproxima un cambio de turno que tendrá lugar a las 7:30 am.
El padre de las 4 niñas convence a Pedro de ir con el vigilante a decirle
que si los van a matar los maten de una vez, que les intercambian su vida por
la de sus familias y que no quisieran que sus hijas los vieran morir. El
vigilante les responde que a las 7:30 es el cambio de turno y que a esa hora
les va a dar dos minutos para escapar, que ambas familias con hijas pueden
subir a la camioneta y huir, pero que 5 minutos después dará aviso de que
escaparon y que si los agarran en la carretera los van a matar. Minutos antes
de la huida, ambos padres de familia retiran los rótulos de la iglesia de la
camioneta para no ser identificados en el camino.
La huida
Son
las 7:30 am el vigilante sale haciéndose el desentendido y los rehenes detrás
de él, suben a la camioneta, arrancan y se van. En la carretera aún quedan
coches humeantes de la tarde anterior pero el camino transcurre con cierta
calma.
Las familias llegan a Apatzingán donde el otro padre de familia tiene una
casa y les ofrece asilo. Pedro agradece pero considera que no es seguro,
probablemente ya están buscando la camioneta y lo mejor es continuar su camino.
Se separan. Yendo por el libramiento un semáforo se pone en rojo; un limpiavidrios
y un vendedor de chicles, halcones
templarios, se acercan a la camioneta a preguntarle si ha visto una
camioneta como ésa pero con logos de una iglesia cristiana, logos que horas
antes -por providencia de Dios, dice Pedro- habían retirado.
—No, no la he visto-, responde. El limpiavidrios le dice que desde Antúnez
la vienen monitoreando y que nadie sale de Apatzingán si no tiene un permiso,
menos después de lo que había pasado horas antes en Antúnez y Nueva Italia.
El limpiavidrios comenta que el cambio de turno está próximo a llegar y que
no tiene inconveniente en dejarlo pasar sin avisar, pero que si los descubre su
relevo seguramente serán detenidos por lo que le recomienda irse rápido y
llegar al retén militar que está cerca de ahí, donde los Caballeros Templarios ya no tienen tanta fuerza.
Pedro acelera, está muy cerca de salir del infierno por el que ha pasado en
las últimas horas, sabe exactamente dónde se encuentra el retén y sabe que
están muy cerca.
La familia logra cruzar el puesto de control militar. Unos metros adelante
Pedro detiene el vehículo, se bajan y se abrazan, lloran, vomitan de los
nervios y la tensión. Ahora sí están seguros de haber salvado la vida.
Antes
de terminar con su relato, Pedro comenta que no sabe nada de la otra familia ni
de los tres jóvenes que se quedaron en el lugar de los Templarios; nos dice que
ha tratado de localizarlos porque se intercambiaron los teléfonos, que no lo ha
logrado pero espera que se encuentren bien.
—Fui templario por dos horas,
forzado, obligado, con la esperanza de que me devolvieran a mi familia. Ése es
mi relato. Que Dios los bendiga-, concluye Pedro.
FUI
TEMPLARIO POR DOS HORAS
(I was a Knights
Templar for two hours)
Publicado el 27/01/2014
Pedro y su familia fueron
secuestrados por los Caballeros Templarios dos veces en el mismo día. Esta es
su historia, con todo el lujo de detalle de una película de terror.
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