Sobre la "forma superior de lucha" (¿cambiar este mundo o construir uno nuevo?) artículo de Raúl Zibechi
Fuente: La Jornada
30-11-2013
Cuando
la vida social y política se enfrenta a encrucijadas de caminos, se multiplican
los debates, se suceden foros, encuentros y reuniones que buscan dilucidar
hacia dónde conducir los movimientos. Colombia está viviendo un periodo de este
tipo, donde se abren infinidad de espacios propicios para el intercambio, la
escucha y el aprendizaje.
La pasada semana se realizó un encuentro sobre la unidad de
la izquierda convocado por los periódicos Le Monde Diplomatique y Desdeabajo,
otro que fue organizado por la Universidad de Bogotá para debatir las
resistencias sociales en América Latina en relación con el proceso de paz, y
además se realizó una gran marcha contra la violencia hacia las mujeres.
Escenarios bien distintos, por cierto, por los que transitaron desde mujeres y
feministas hasta académicos, dirigentes políticos y un buen puñado de jóvenes.
En uno de los encuentros el economista Héctor-León Moncayo
mencionó la
ácida ironíaque vive la izquierda colombiana:
En los 70 a los que impulsábamos la lucha de calles nos decían que había una forma superior de lucha a la que nos debíamos incorporar, en referencia a la lucha armada. Ahora nos dicen, y esa es la ironía, que la forma superior de lucha son las elecciones. Ciertamente, el eje de los debates actuales gira en torno de candidatos, siglas, alianzas y programas para atraer la voluntad popular hacia las urnas.
Argumentos similares hemos escuchado en otros países. Por
ejemplo en Argentina, donde se viene debatiendo la necesidad de
hacer política, insinuando que el trabajo territorial de base es insuficiente para cambiar el mundo porque es demasiado local y se debe participar en elecciones para potenciar ese trabajo de base. Esto lo dicen, por cierto, quienes no abandonaron las bases sino que encuentran enormes dificultades para sostener esos espacios.
Sobre el tema de las formas
superioreso más avanzadas de lucha, sería oportuno mencionar cuatro aspectos.
El primero es que sostener que existen formas
superiores, como sostuvimos en la década de 1960 y 1970, es tanto como afirmar que otras son
inferiores, lo que tiene dos consecuencias que no son positivas. Por un lado, quienes se encuadran en las primeras tienen más autoridad para determinar lo que es correcto y adecuado y lo que no lo es, sencillamente por estar en la esfera
superior. Por otro, tiende a homogeneizar los modos de hacer, lo que suele empobrecer el combate antisistémico.
La diversidad de formas de acción suele tener algunas
ventajas. Quizá la más notable es que permite que sectores muy amplios de la
sociedad se involucren en movilizaciones aunque no participen en movimientos,
algo que suelen hacer sólo los militantes más o menos convencidos y
conscientes. En paralelo, los diversos sujetos que integran el campo
antisistémico (mujeres, jóvenes, gentes del color de la tierra, entre otros),
suelen sentirse cómodos actuando de maneras diferentes a las que lo hacen otros
sujetos. Quiero decir que la diversidad de formas de lucha facilita la
incorporación de actores con sus propias características distintivas, sin que
se sientan forzados a subordinarse a una forma hegemónica de acción.
La segunda cuestión se relaciona con los objetivos a largo
plazo. En las décadas de los 60 y 70 quienes optaban por la lucha armada
pretendían tomar el aparato estatal y destruir el capitalismo para construir
una nueva sociedad. Quienes optaban por las elecciones buscaban modificar el
sistema por dentro, gradualmente, y muchas veces tendían a insertarse sin más
en el mismo. Sin embargo, esta determinista división entre reforma y revolución
no resiste el análisis. Hay organizaciones que apelaron a las armas para ser
reconocidas por el Estado y opciones electorales que realmente pretendieron
cambiar el mundo.
En tercer lugar, buena parte del debate actual gira en torno
de la conveniencia o no de participar en las elecciones. En este punto se
registra un doble argumentación: estratégica o de largo plazo, y táctica o
sobre lo más adecuado para fortalecer aquí y ahora el campo popular. Ante los
límites que plantea la profundización del trabajo territorial urbano, en el que
están empeñados desde piqueteros hasta sin techo y los más nuevos
colectivos como el Movimiento Passe Livre de Brasil, aparece la tentación de
volcarse al terreno electoral para conseguir fuerza adicional. Este argumento
no debe subestimarse cuando lo esgrimen militantes comprometidos con su
realidad.
En Chile este mismo debate enfrenta a los protagonistas de
las grandes protestas estudiantiles. Los secundarios agrupados en la Asamblea
Coordinadora de Estudiantes Secundarios y otros muchos colectivos rechazaron la
participación electoral, mientras el Movimiento de Pobladores en Lucha y otros
colectivos apoyaron candidatos a la presidencia. Más allá de los resultados, la
mitad de la población prefirió no ir a las urnas, pero no sería oportuno acusar
a quienes tomaron esa opción de falta de conciencia política.
Por último, un nuevo enfoque modifica radicalmente el debate
sobre las formas de lucha. No es lo mismo elegir modos de acción para cambiar
este mundo, que para construir uno nuevo. En este caso, participar en las
instituciones –ya sea a través de las elecciones o de cualquier otro mecanismo–
sólo tendría sentido si pudiera servir para neutralizar una ofensiva de los
poderosos destinada a destruir lo que se está construyendo. La opción armada es
necesaria para defender ese mundo otro, pero no para construirlo.
Si de hacer un mundo nuevo se trata, los modos de hacer se
multiplican, con especial énfasis en la producción y la reproducción de la
vida, que suceden tanto en la tierra y la fábrica como en el hogar. Este camino
emprendido por muchos movimientos en nuestro continente coloca el debate en un
lugar completamente nuevo: la reproducción, antes considerada tarea de mujeres,
y los trabajos colectivos, empiezan a tener un lugar relevante y se incorporan
al acervo de las formas de lucha.
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