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27/11/2013 |
El pasado
17 de noviembre del 2013 se cumplieron 30 años de la formación del Ejército
Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), y el 1 de enero del 2014 se celebrarán
20 años de su aparición pública. Como una forma de homenaje a los hombres y
mujeres que hicieron que el grito de YA BASTA retumbara por todo el mundo,
iniciamos una serie de entregas que pretenden ser una mirada a la historia de
los actores que se entrelazaron para dar origen al EZLN. Las primeras dos
partes de este trabajo: El núcleo gerrillero y La resistencia
milenaria, se publicaron en días pasados en este mismo
espacio. En esta tercer y última entrega abordamos el trabajo que una corriente
de la iglesia católica que bajo la dirección del obispo Samuel Ruíz García,
había realizado trabajo previo en la región.
No ha sido nuestra intención hablar por los zapatistas, ellos y ellas han
contado su historia y lo siguen
haciendo. Nuestro único objetivo aquí es contribuir a la difusión de
su experiencia, esa que sin duda alguna representa la alternativa más avanzada
en el mundo.
III. La opción por los pobres
Durante la guerra de conquista
y en el proceso de colonización, surgieron personajes que denunciaron las
atrocidades emprendidas por los representantes de la corona española en contra
de los indígenas. Estas voces encontraron una importante resonancia al interior
de la iglesia católica. Un caso ejemplar es el de Fray Bartolomé de las Casas.
Siglos más tarde, durante la guerra de independencia, nuevamente dos curas
jugaron un papel relevante: Miguel Hidalgo y Costilla y José María Morelos y
Pavón. Sin embargo, es hasta la segunda mitad del siglo XX cuando se analiza a
profundidad el papel de la iglesia y de algunos de sus representantes a lado de
los movimientos sociales.
En un
intento por renovar y fortalecer a la iglesia católica, el Papa Juan XXIII
convoca al Concilio Vaticano II, el cual se realizó entre 1962 y 1965. En aquel
encuentro salieron a relucir las antiguas diferencias al interior de la
religión católica, sobre todo las existentes entre los “antimodernos” y los “modernistas”.
En el marco de este Concilio, el Papa Pablo VI –quién sucedió a Juan Pablo
XXIII luego de su muerte-, convocó al Consejo Episcopal Latinoamericano a
renovar su visión y su práctica para que fuera más acorde a la realidad del
continente.
Atendiendo
a este llamado, diferentes sacerdotes de América Latina se dieron la tarea de
preparar la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano realizada en
Medellín, Colombia, entre agosto y septiembre de 1968. Dicha conferencia fue de
impacto mundial para la iglesia católica debido a su composición, a los temas
abordados y a las conclusiones. Destaquemos algunos de estos elementos:
a) Los
documentos conclusivos de la conferencia abordaron temas que no sólo rebasaban
el ámbito de la iglesia católica, sino que dejaban ver abiertamente una
posición política frente a los contextos locales. Algunos de estos documentos
trataron temas sobre movimientos de laicos, medios de comunicación, justicia,
pobreza, pastoral popular, etcétera.
b) Muchas
de las reflexiones vertidas durante el encuentro de Medellín fortalecían la
idea de que la iglesia debía denunciar la opresión sistemática de los pobres y
la explotación de las sociedades del tercer mundo.
c) No sólo
participaron sacerdotes, también estuvieron religiosos, laicos y una importante
representación de las Comunidades Eclesiásticas de Base –movimiento social que
nace en el mismo contexto-, lo que significó una abierta disposición a trabajar
con la sociedad, inclusive en acciones estratégicas.
d) Los
asistentes hicieron fuerte énfasis en las diferencias históricas y
estructurales entre Latinoamérica y Europa, por lo que, a pesar de asumirse
como parte de la misma iglesia; señalaron que las funciones eran distintas.
e) Los
asistentes acordaron no sólo asumir un papel de denuncia frente a la
explotación y opresión, sino también pasar al plano de la acción y coadyuvar en
todo lo necesario para que, organizadamente, los pueblos empobrecidos lograran
modificar su condición de pobres.
Los
resultados de la Conferencia de Medellín animaron a religiosos y laicos a
estudiar a profundidad el papel de la iglesia en América Latina, atendiendo las
características propias de un continente con fuertes y marcadas relaciones de
explotación, generadas por las estructuras –coloniales y capitalistas- de
reproducción material.
Este
renovado interés por el papel de la iglesia católica en América Latina llevó a
varios intelectuales a redescubrir la función de algunos curas a lado de las
luchas sociales y a construir una visión histórica sobre dicho papel, dando
origen a la Teología de la Liberación (TL).
El
filósofo Enrique Dussel identifica tres generaciones de teólogos de la
liberación: la primera es aquella que durante la Colonia emprendió una crítica
contra la corona española y se posicionó de lado de los indios. Destacan
personajes como Fray Antonio de Montesinos, Fray Domingo de Vico y Fray
Bartolomé de las Casas. La segunda generación estaría representada por José
María Morelos y Pavón, Miguel Hidalgo y Costilla y Fray Servando Teresa de
Mier, quienes encabezaron la lucha por hacer de México una nación libre e
independiente. La tercera generación aparece en la segunda mitad del siglo XX y
se articula luego de la Conferencia de Medellín. Destacan personajes como Gustavo
Gutiérrez (Perú), Leonardo Boff (Brasil), Camilo Torres (Colombia), Ernesto
Cardenal (Nicaragua), Jean-Bertrand Aristide (Haití), Fernando Lugo (Paraguay),
Oscar Arnulfo Romero (Salvador), Sergio Méndez Arceo y Samuel Ruíz García
(México).
La TL
parte del análisis concreto de la realidad y de los procesos históricos que
producen esa realidad, pero siempre desde el plano teológico. Franz
Hinkerlammert señala que la TL considera que la pobreza es la “negación al reconocimiento mutuo entre
sujetos” y que una sociedad con pobres es una sociedad sin Dios. “Esta ausencia de Dios, no obstante, está
presente allí donde grita. La ausencia de Dios está presente en el pobre. El
pobre es presencia del Dios ausente. Se trataría de modo visible de un caso de
teología negativa, en la cual la presencia de Dios –una presencia efectiva-
está dada por ausencia, una ausencia que grita, y por la necesidad”[1]. Por
este motivo, los teólogos de la liberación optan por ayudar a los pobres para
que ellos mismos salgan de su condición de pobreza, lo cual derivaría en el
reconocimiento de todos los sujetos y en la construcción del reino de Dios en
la tierra.
La
respuesta de las corrientes ortodoxas al interior del Vaticano y de algunos
gobiernos locales no se hizo esperar: se inició una campaña de desprestigio
sobre la posición y labor de los teólogos de la liberación en la que se les
acusó de estar influidos por grupos comunistas y de tener relaciones con las
guerrillas. Bajo esta lectura, los teólogos de la liberación eran promotores
del odio y la violencia, por lo que no eran dignos representantes de la iglesia
católica.
Ocurría
así por toda América Latina una especie de simbiosis entre el marxismo y el
catolicismo. Por tal motivo los teólogos de la liberación no estaban interesados
en ser parte de la estructura jerárquica de la iglesia; su trabajo estaba más
enfocado a la organización social, a trabajar con los pobres, con el
proletariado.
Mientras
el debate trascendía en el plano discursivo e intelectual, en la práctica los
religiosos críticos continuaron su trabajo de base con los “pobres y oprimidos”. Paralelamente a los encuentros episcopales,
en América Latina fue tomando fuerza el movimiento conformado por las
Comunidades Eclesiales de Base (CEB), que encontraron en Brasil y en Nicaragua
un espacio de referencialidad. Algunas expresiones de este movimiento llegaron
inclusive a convertirse en partidos políticos.
En México
las CEB encontraron gran aceptación fundamentalmente entre los sectores más
marginados de la sociedad. Al respecto, Miguel Concha señala que “las CEB en México nacen en las zonas más
pobres del campo y la ciudad, entre aquellos que sufren una realidad
socio-política y económica de explotación, hambre, represión y miseria. Sus
actores principales son los indígenas y los campesinos, los obreros, los
subempleados y los desempleados que –acompañados de los agentes de pastoral,
sacerdotes, religiosos y seglares, cuya vida está consagrada a la opción
preferencial por los pobres- han descubierto en el Movimiento de las CEB el
germen de esperanza en la Iglesia de América Latina en general, y de México en
particular[2].
La
metodología de trabajo de los y las integrantes de las comunidades eclesiales
de base contempla cinco elementos, los cuales son sumamente descriptivos de esa
relación dialéctica entre el pensar-hacer:
- Ver. Ser conscientes de lo que está pasando,
tener contacto con la realidad y analizarla con “ojos colectivos e individuales”.
- Pensar. A la luz de la Palabra
de Dios y de las orientaciones de la Iglesia pronunciar un juicio de fe
sobre lo que se VE (primer paso) y elaborar planes de acción evangélica.
- Actuar. Realizar lo planeado,
con visión global y acción local –articulada, organizada- en función de un
proyecto comunitario.
- Evaluar. Valorar los logros,
asumir los fracasos, aprender del camino recorrido y reorientar las
acciones.
- Celebrar. Es la celebración de fe y la fiesta comunitaria donde agradecemos la presencia de Dios en nuestro caminar y nos disponemos a seguir en marcha.
Las CEB y
la diócesis de San Cristóbal de las Casas -con Samuel Ruíz García a la cabeza-
tuvieron un papel importante en las comunidades indígenas. Por ejemplo,
participaron activamente en la convocatoria y realización del Primer Congreso
Indígena en 1974. Reproduciendo los acuerdos de la Conferencia de Medellín, los
religiosos empezaron a inculcar a los indígenas la idea de que el reino de dios
tenía que expresarse en la tierra y que tendría que estar basado en la justicia
y la verdad. El trabajo de la diócesis fortaleció la organización interna de
los pueblos indígenas y les permitió generar redes de contactos con otras
organizaciones similares en el estado, en México y el mundo.
Sin
embargo, al igual que le sucedió a las Fuerzas de Liberación Nacional, el
trabajo de la diócesis también se vio trastocado por la propia cosmovisión de
los pueblos indígenas, al grado que comenzó a formarse una especie de “iglesia indígena” integrada por 2,608
comunidades con 400 prediáconos y 8 mil catequistas, que si bien se coordinaba
con la estructura de la diócesis, también tenía determinada autonomía.
Durante
la fase de “acumulación de fuerzas en
silencio” del EZLN encontró entre los indígenas que habían trabajado con
las CEB y con la diócesis de San Cristóbal de las Casas a un gran número de
militantes. No es que su integración estuviera prevista, pero sucedió que el
trabajo que había encabezado Samuel Ruíz en las comunidades indígenas se
convirtió en antesala idónea para el trabajo político que después desarrollaron
los neozapatistas. Así, muchos de los indígenas que habían sido catequistas y
prediáconos de la “iglesia indígena”
también optaron por sumarse a las filas del EZLN.
Como
hemos visto a lo largo de estas tres entregas, detrás del EZLN que declaró la
guerra al ejército mexicano el 1 de enero de 1994, existe un complejo entramado
de visiones políticas y culturales que se engarzan para evidenciar una realidad
de opresión y explotación hacia un amplio sector de la sociedad. No es
solamente una lucha por los pueblos indígenas –si revisamos detenidamente la
Primera Declaración de la Selva Lacandona encontraremos que no hay una sola
mención sobre ellos-, su lucha es más amplia, es por “el pueblo mexicano”.
Las
luchas contra la conquista y el colonialismo, las luchas por hacer de México
una nación libre, independiente y soberana y las luchas contra el capitalismo
en su forma imperialista, son el sustento histórico de la rebelión indígena que
conmocionó al mundo entero y que despierta –aún en nuestros días- gran
simpatía.
Así, el
EZLN puede entenderse como un movimiento que reclama la liberación nacional que
posibilite un desarrollo justo y equitativo. Pero su lucha también es por hacer
de México una nación democrática, que acabaría con la “dictadura del partido único” que gobernó en este país por más de
70 años, y que hoy está nuevamente en el gobierno.
También
hay mucho de novedoso en los neozapatistas. Mencionemos sólo un aspecto de gran
importancia. Su lucha no es por la toma del poder estatal para luego instaurar
un régimen socialista o comunista, como sucedió en la mayor parte de los países
de América Latina y del mundo en que existieron rebeliones armadas. Por el
contrario, sus primeras demandas no son más que el reclamo del mínimo
indispensable para el desarrollo de una vida digna: “trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia,
libertad, democracia, justicia y paz”.
Visto de
esta manera, podemos decir que el EZLN es una síntesis histórica, un proceso
social que logra aglutinar una vasta gama de demandas sociales, tradiciones de
lucha y corrientes del pensamiento crítico que han estado presentes a lo largo
de la historia de México y del mundo; al mismo tiempo que recupera
planteamientos nuevos acordes a su tiempo. Por eso hoy, a 30 años de su
formación y a casi 20 de su aparición pública, después de intensos y variados
procesos, de reconstruirse y construir historia; somos muchos y muchas los
que por todo el mundo seguimos gritando: ¡Viva el EZLN!
[1] Hinkerlammert,
F. (1995) “Teología de la Liberación en el contexto Económico-Social de América
Latina: economía y teología o la irracionalidad de lo racionalizado” [en
línea]. En Revista Pasos, no. 5, p. 2. Disponible en:
[Consulta: 15 de
octubre de 2012].
[2] Concha, M.
(1988) “Las comunidades eclesiales de base y el movimiento popular” [en línea].
En revista Dialéctica, no. 19, julio, p. 159. Disponible en:
[Consulta: 03 de noviembre
de 2012].
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