A más de doscientos años del
inicio de la lucha por la independencia en diversos países latinoamericanos,
Puerto Rico ocupa un lugar peculiar, continúa siendo un enclave colonial. Es un
caso de colonialismo clásico como forma extrema de dominación política,
económica, social y cultural.
El archipiélago de Puerto Rico fue descubierto por los españoles durante
el segundo viaje de Cristóbal Colón en 1493. Años más tarde, el territorio
comenzó a ser expoliado por los conquistadores ibéricos, primero extrayendo
oro, y luego, diferentes productos agrícolas: azúcar, café y tabaco. Sin
embargo, esta injerencia colonial no fue totalmente sencilla. En el transcurso
de su historia hubo una miríada de revueltas populares que cuestionaron el
dominio europeo. A pesar de los sucesivos fracasos, la idea de independizarse
de España permaneció en el transcurso del siglo XIX. La máxima expresión de
este descontento se manifestó en el mes de septiembre de 1868 con el Grito de
Lares. Durante esas jornadas se produjo el principal estallido popular con el
fin de crear una nación libre y soberana. Si bien la revolución fue rápidamente
derrotada por las tropas hispanas, su legado y recuerdo permaneció en el
tiempo.
A partir de la firma del Tratado de París de 1898, el archipiélago
caribeño pasó a depender del Congreso de los Estados Unidos. Poco tiempo
después, el dominio colonial se reforzó con la Ley Foraker de 1900 (por la cual
se creó un “gobierno civil” digitado desde Washington) y con la Ley Jones de
1917, por la que se impuso a los puertorriqueños la ciudadanía estadounidense.
De este modo, junto con diferentes resoluciones del Tribunal Supremo
norteamericano, se estableció la condición de territorio no incorporado; en
otras palabras, Puerto Rico pertenece a, pero no forma parte de, los
Estados Unidos. Asimismo, se acordó que seguía siendo tan solo una posesión
territorial, no existiendo la intención de incorporarlo en el futuro como parte
de la unión. En la práctica, se convirtió en una gran plantación azucarera, con
gobernadores yanquis designados por el presidente de turno, con la bandera del
Tío Sam como única enseña, con el intento (infructuoso) de establecer el idioma
inglés en la población y con la radicación de numerosas bases militares.
Desde sus inicios, Puerto Rico resultó ser un importante enclave
geopolítico para los Estados Unidos en el mar Caribe. Ha servido como cabecera
de playa para varias invasiones en la región (Cuba, Guatemala, Granada, etc.).
Además, los jóvenes puertorriqueños se han visto obligados a enrolarse en el
servicio militar y a combatir en diferentes regiones del mundo. En idéntico
sentido, ha desempeñado un papel de vidriera simbólica de un modelo supuestamente
exitoso de democracia capitalista ante otros países de la zona; en particular,
frente a Cuba tras la revolución de 1959. Por otro lado, sus pobladores se han
sometido (sin su consentimiento) a distintos tipos de estudios y experimentos
medicinales. Entre otros, uno de los casos más renombrados y reconocido por
Estados Unidos, fue un ensayo humano que se hizo (entre 1949 y 1951) para
conocer los defectos de la vacuna contra la tuberculosis.
Los
mecanismos de sometimiento
Ahora bien, ¿cómo se ha sostenido
y reproducido esta situación colonial? En el transcurso de su historia, Estados
Unidos implementó diversos mecanismos para mantener el control en la zona. En
todas las ocasiones se buscó asimilar a los puertorriqueños sin integrarlos
políticamente a la metrópoli; a la vez, intentó impedir por cualquier medio la
independencia. Para consolidar esta política de intervención, el poder imperial
combinó (en distintas coyunturas históricas) instrumentos de orden jurídico,
ideológico, económico y represivo. En términos jurídicos, una de las
disposiciones adoptadas fue la de concederles la ciudadanía estadounidense. Su
propósito no fue el de incorporarlos como otro estado de su federación; por el
contrario, su intención fue frenar el avance de las ideas nacionalistas.
En términos de conformar un
sistema de cooptación ideológica se buscó fomentar la imaginaria creencia de
que la sociedad puertorriqueña necesita estar bajo la dependencia
norteamericana, inculcándoles (como en otras situaciones coloniales) un sentimiento
de inferioridad. Dentro de este escenario, el proceso más importante de
asimilación fue la creación del Estado Libre Asociado (ELA) en 1952; por medio
del cual se concedió un estatus político de pseudo soberanía, encubriendo con
este manto jurídico una relación de dominación vigente hasta el presente. De
este modo, Puerto Rico se transformó en una colonia moderna con acceso a
ciertos derechos civiles y sociales, con poderes limitados sobre cuestiones
locales atinentes a la educación, vivienda, salud, impuestos y cultura. Por su
parte, la metrópoli yanqui continuó interviniendo en los asuntos referentes a
defensa, moneda, ciudadanía, inmigración, transporte, comunicación, aduana y
comercio exterior. Sin embargo, las leyes norteamericanas se reservan el
derecho de anular cualquiera de las normas dictadas por el parlamento o las
autoridades del archipiélago.
Por otro lado, al calor de
numerosas protestas en la década del cincuenta, el gobierno estadounidense, en
el marco de la guerra fría, decidió que determinados símbolos que reafirman la
puertorriqueñidad, fueran aceptados como partes integrantes del aparato
ideológico de dominación. De este modo, al incorporarse el español como lengua
oficial y la bandera boricua en las oficinas estatales, entre otras prácticas
identitarias, se fue canalizando desde Washington algunos reclamos del
independentismo mientras no se alteraba en lo substancial el proceso
colonizador. Cabe subrayar que este proceso jurídico fue acompañado, desde
entonces y hasta el presente, por el visto bueno de las dos principales
organizaciones políticas: el Partido Popular Democrático (PPD) y el Partido
Nuevo Progresista (PNP). Ambas fuerzas siempre actuaron en defensa del régimen
colonial.
En cuanto a los instrumentos
económicos, el archipiélago caribeño transitó por distintos mecanismos de
dependencia con la metrópoli. En primer lugar, continuó con la producción de
materias primas para su exportación; posteriormente se inició un proceso
manufacturero según las necesidades del capital yanqui, sobre la base de
exiguos salarios y con notables exenciones contributivas para las corporaciones
estadounidenses.
Todo esto en un marco donde la
población es una consumidora cautiva de bienes norteamericanos cuyo valor se
encuentra encarecido por el monopolio que ejerce Estados Unidos en el
transporte marítimo. Por otra parte, desde la década de 1930 ha recibido
diversos fondos federales de ayuda del gobierno norteamericano con el fin de
conservar la dependencia económica y política. Asimismo, estos, a su vez,
sirvieron para mantener ideológicamente subordinados a vastos grupos de la
sociedad. En forma paralela, la política de asimilación se consolida con el
permanente flujo migratorio de isleños hacia los Estados Unidos. El movimiento
poblacional se convierte en una clásica válvula de escape (incluso alentada por
los gobiernos) frente a las reiteradas crisis económicas y a la desocupación.
Cabe indicar que los desplazamientos son continuos y que se dan en ambos
sentidos; por lo tanto, pocas veces se quiebran los lazos sociales, económicos
y culturales con la comunidad de origen. La mayoría de los miembros que
integran la diáspora se siguen autoreferenciando como boricuas; en
consecuencia, se ha conformado en el transcurso del siglo XX (y durante la
presente centuria), en términos demográficos, en una nación dividida entre la
isla y el continente. Sin embargo, este fenómeno ha provocado disímiles
consecuencias. Entre otras, el hecho de que se pueda obtener un empleo gracias
a la posesión de la ciudadanía yanqui ha intervenido en la conveniencia (o no)
de luchar por la independencia.
Por último, no por eso menos
importante, otro de los factores que operó para la sujeción política fue la
utilización de la represión. La misma se dirigió contra todos aquellos (individuos
o grupos) que expresaron su deseo de emancipación. De este modo, se recurrió
desde el control de los medios de comunicación hasta la persecución de
personas, pasando por el uso de detenciones, torturas y asesinatos. Sin duda,
el primer hecho represivo fue la propia ocupación militar del territorio en
1898. Desde ese momento, la vigilancia, el control y el castigo sobre la
población fue una práctica coercitiva que se empleó en forma ininterrumpida
hasta el presente.
Cabe observar que el accionar
estuvo ejercido tanto por diversas agencias federales como por fuerzas de
seguridad del gobierno local; en numerosas oportunidades, incluso con la
complicidad de agrupaciones políticas, del sistema judicial o la propia
delación de los ciudadanos. El independentismo, en el transcurso de toda su
historia, ha sufrido un sinfín de acciones represivas. En la década de 1930,
las fuerzas coloniales asesinaron y encarcelaron a numerosos nacionalistas en
las masacres de Río Piedras (1935) y en Ponce (1937). En los años siguientes,
se aplicó la Ley de la Mordaza, por la cual las autoridades castigaban a todas
aquellas personas o grupos que de manera pública (en forma oral o escrita)
defendían los ideales de la independencia.
Con el establecimiento del
ELA, las acciones represivas no cesaron; por el contrario, se perfeccionaron.
Al calor de los choques contra el envío de jóvenes al sudeste asiático, el
rechazo a la extracción minera, la campaña por la excarcelación de los presos
políticos o las protestas por las bases militares norteamericanas, los
diferentes gobiernos locales junto con los mandatarios estadounidenses,
desarrollaron un conjunto de medidas persecutorias y represivas. De todas estas
disposiciones, una de las acciones más violatorias de los derechos civiles fue
la realización de un fichaje institucional, sistemático, permanente y
generalizado de independentistas, ambientalistas, sindicalistas, religiosos,
feministas, etc. Si bien estos operativos (conocidos con el nombre de “carpeteo”) funcionaron desde 1898, alcanzaron
su máxima expresión entre 1960 y 1990, cuando fueron denunciados en forma
pública, aceptando las autoridades su existencia. Como corolario a estas
acciones, y no satisfechos con las mismas, la metrópoli y los mandatarios
locales, también asesinaron a más de una docena de luchadores: entre otros, a
la estudiante Antonia Martínez Lagares (1970) y a los jóvenes Arnaldo Darío
Rosado y Juan Soto Arriví en el Cerro Maravilla (1978).
Cabe recalcar que el empleo
del accionar represivo también se usó para advertir y atemorizar a la población
a través de medidas con un fuerte carácter simbólico. La principal de ellas fue
el asesinato del fundador del Ejército Popular Boricua, Filiberto Ojeda Ríos,
el 23 de septiembre de 2005, aniversario del Grito de Lares, la jornada más
importante del movimiento independentista. Al respecto, sobre este crimen,
corresponde indicar que el mismo fue perpetrado por agentes de seguridad
enviados desde Norteamérica debido a que Washington no confió, para la
realización de esta tarea, en las fuerzas policíacas de la isla. Finalmente, es
necesario subrayar que aún se encuentran en las cárceles federales de Estados
Unidos varios prisioneros independentistas; entre otros, Oscar López Rivera, el
convicto político más antiguo del hemisferio.
El
prisionero político más antiguo del hemisferio
López Rivera, como muchos
puertorriqueños, se trasladó con su familia a Norteamérica cuando era
adolescente como forma de salir de la crisis que asolaba por esos años en la
isla; poco tiempo después, fue reclutado para combatir en Vietnam. De regreso a
Estados Unidos, frente a las condiciones deplorables y el racismo que sufría la
comunidad boricua en Chicago, comenzó a organizar –con otros miembros de la
colectividad– distintas actividades contra el maltrato de la policía, las
condiciones miserables de vivienda y la discriminación en los ámbitos laborales
y educativos. En ese sentido participó en varios programas educativos para la
expansión de la educación bilingüe en las escuelas públicas y para la
reinserción de jóvenes con problemas de adicción. Luego, ante la constante
represión de esas tareas, decidió incorporarse a un movimiento armado para
luchar por la independencia de Puerto Rico y, a la vez, enfrentar la opresión
en que se encontraba sometida la diáspora.
En 1981 fue arrestado y
condenado a cincuenta y cinco años de prisión por conspiración sediciosa. Un
tiempo después, como resultado de un complot gubernamental (se le adjudicó un
falso intento de escape) le añadieron quince años de sentencia, los que
comenzaría a cumplir después de terminar con la primera condena. Durante ese
período, Oscar fue recluido en prisiones de máxima seguridad, en condiciones no
muy diferentes a las de Guantánamo, con un aislamiento total en Unidades de Control,
sin contacto físico, sin acceso al aire fresco, encerrado veintitrés horas al
día. En el 2008 fue trasladado, por primera vez, a una prisión de seguridad
media, con la única condición de que se presentara cada dos horas para las
verificaciones del personal.
En 1999, tras una fuerte
campaña internacional, Bill Clinton excarceló bajo palabra a once prisioneros
políticos compañeros de Oscar. Sin embargo, este se negó a aceptar el indulto
hasta que todos los acusados se encontraran en libertad; con el tiempo, todos
los detenidos en la década del ochenta fueron liberados, excepto López Rivera.
En este sentido, es sorprendente que alguien que condicionó su propia
excarcelación a la libertad de sus compañeros conspirara para fugarse de la
prisión. Más aún cuando hoy en día la justicia yanqui reconoce oficialmente que
fue un invento dicha acusación.
Mientras el gobierno de
Estados Unidos pretende dar lecciones de libertad, democracia y derechos
humanos al resto del mundo, y el premio Nobel de la Paz Barack Obama se lamenta
por el confinamiento que tuvo Nelson Mandela en Sudáfrica, el último 29 de mayo
se cumplieron treinta y dos años del confinamiento de Oscar, siete más que
Madiba.
Al igual que lo sucedido en su
momento con Sacco y Vanzetti, como con otros presos políticos, el movimiento
obrero y el estudiantado se tienen que pronunciar por la liberación de Oscar
López Rivera.
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