Desinformémonos
Fotos: Desinformémonos y Arturo Ramos Guerrero/agencialibrefoto
Fotos: Desinformémonos y Arturo Ramos Guerrero/agencialibrefoto
Crónica del desalojo de una nación
Tres horas bastaron para barrer con el
campamento de los profesores, que por cerca de un mes exigieron echar abajo la
reforma educativa. Aunque el plantón quedó reducido a escombros, los maestros
se reagrupan para decidir los pasos siguientes.
México,
13 de septiembre (Video)
México, DF. Humean en el
Zócalo capitalino montones de ropa abandonada, zapatos sin su par, ollas con el
arroz derramado, medicinas, credenciales de la Coordinadora Nacional de
Trabajadores de la Educación, sillas y anafres aún encendidos. Pasaron dos
horas y media desde el plazo que fijó el gobierno federal como ultimátum para
que los profesores disidentes desalojaran el lugar –las 2 de la tarde del 13 de
septiembre- y las cuadrillas de limpieza del gobierno local ya entran por la
avenida 20 de Noviembre. Los policías federales se toman fotografías unos a
otros frente al panorama de carpas destruidas y sonríen. La imagen de lo que
consideran su victoria. Un pelotón grita su lema: “Servir y proteger al pueblo”, como en una película gringa.
Mientras, las persecuciones y enfrentamientos se suceden en las calles del
primer cuadro del centro histórico y en el Palacio de Bellas Artes.
Antes del plazo
fijado para el desalojo, algunos profesores se retiran. Otros permanecen en el
plantón y comienzan a salir cuando los policías federales lanzan gases
lacrimógenos. En las calles de alrededor del Zócalo -5 de mayo, Isabel La
Católica, 16 de Septiembre- contingentes policiacos se distribuyeron cuadra por
cuadra, avanzando y replegando a los últimos grupos de manifestantes, jóvenes
la inmensa mayoría, que lanzan algunas piedras, palos y tuercas con resortera a
los uniformados. Mientras, grupos de curiosos se asoman por las puertas y
ventanas, grabando con sus teléfonos y tomando fotografías; algunos lanzan
chistes y se fotografían frente al contingente policiaco.
“Relájense, vamos a cubrirle la espaldas a los
compañeros”, grita el jefe de uno de los cuerpos
policiacos, mientras su contingente avanza golpeado sus escudos rítmicamente,
cargando palos, tubos metálicos, macanas y extinguidores. Algunas veces con
groserías y otras con el argumento de “es
por su propia seguridad”, tratan de correr a los que observan los
movimientos; hombres, mujeres, jóvenes, que buscan inútilmente salidas. Un
policía, en la parte de atrás de un contingente, graba con su tableta iPad el
avance que empuja a los grupos de manifestantes hacia el Eje Central.
Hacia el Zócalo
se ve humo. Huele a gasolina, y los restos de las vallas y barricadas que montó
el magisterio horas antes arden todavía, junto con algunos enseres de las
carpas de los profesores. Un huarache verde con una flor de tela se consume
junto a un frasco de medicamentos genéricos. Los botes que los profesores usan
para pedir cooperación están rotos y vacíos. Algunos policías federales hurgan
entre los papeles que quedaron tirados, particularmente entre los que tienen
logos de la Coordinadora.
Grupos de
pepenadores aparecen en el Zócalo; empiezan a recoger y clasificar los cartones
y plásticos en sus carritos. Un policía aparece y da órdenes a un civil: “Esos de los carros se tienen que salir”.
Agrupamientos de hombres y mujeres se forman al grito de “Pelotón uno”, y comienzan el retiro de los escombros: vallas,
sillas, papeles, carpas. Un policía federal levanta una valla y se para sobre
un montón de escombros para posar para los fotógrafos. Otro uniformado, con
mucha menos estatura que sus compañeros, levanta los garrafones de agua y, con
el mismo líquido, apaga las pequeñas fogatas que todavía humean por aquí y por
allá. “No se separen, comando”, grita
otro,
Los carros del
departamento de limpia del Distrito Federal aparecen por 20 de Noviembre. Deben
limpiar el trabajo sucio, literal. Mientras nuevas filas de policías salen por
la calle Moneda y se forman frente a la Catedral. “Para la madrugada esto ya va a estar limpio”, asegura un
comandante al que sus subordinados festinan y le piden que les tome una
fotografía. Dos jóvenes mujeres solitarias aparecen para gritarle de frente a
la policía que “son una vergüenza”, y
un hombre de mediana edad se para, retador, frente a las filas de uniformados
con dos carteles contra la reforma educativa. Los efectivos federales sonríen.
“La instrucción fue trabajar hasta que terminemos de
limpiar. Trabajaremos horas extras”,
informa un joven mientras jala los plásticos que, apenas tres horas antes,
formaron el mar de viviendas improvisadas en las que más de 35 mil profesores,
la mayoría de Oaxaca, llegaron desde el 19 de agosto a protestar contra la
reforma educativa. “Tenemos instrucciones
de no dar declaraciones”, sentencia una mujer, que momentos después caerá
sobre un montón de escombros humeantes. Un señor completamente canoso, con
sonajas de conchas en los pies, toca un silbato a ritmo de las danzas
mexicatiahuin.
Trabajadores de
la Comisión Federal de Electricidad, sin el uniforme pero con un gafete casi
escondido debajo de la camisa, se ocupan de desmontar los “diablitos” que los profesores se procuraron para tener energía
eléctrica. Portan solamente guantes de carnaza para hacer su tarea, “pero es seguro porque está seco, el
problema es si empieza a llover”, declara uno de ellos, mientras comienza a
chispear y los helicópteros policiacos pasan una y otra vez por el cielo gris.
La bandera
ondea a media asta en la Catedral, por los Niños Héroes, pero en el centro del
Zócalo ni siquiera está la bandera. Una decena de militares, en el techo del
Palacio Nacional, siguen los movimientos que tratan de borrar los restos del
campamento. Un policía pasa, apresurado, cargando un bolso grande de mujer.
Grúas y camiones de mudanzas acarrean una camioneta con planta de luz y las
estructuras metálicas de las carpas –muchas de las cuales están quemadas. Un
cartel que cuelga de un poste reza: “Recibimos
apoyo y víveres. Los insultos son para Peña”.
Las cuadrillas
de limpieza apresuran su trabajo. Suenan los mazos, que golpean los gruesos
calvos que sostuvieron las lonas. Algunos policías de seguridad privada
deambulan por el lugar. Camino al Eje Central, se repite la escena: las típicas
tlayudas oaxaqueñas a medio comer, un bolso femenino, un zapato, una calceta,
montones de cobijas, medio pollo rostizado, piedras y plásticos están regados
por las calles.
Otra vez
aparecen por diversos puntos grupos de curiosos. Un hombre, disfrazado de
Miguel Hidalgo, posa frente a los policías que resguardan la entrada a la
plancha principal de la ciudad. Los flashes y las bromas se suceden. “Por la calle 20 de Noviembre se puede
salir”, afirma un hombre.
En Cinco de
Mayo y Palma sigue en pie una barricada solitaria. El taquero de “La torta loca” limpia su trompo para
instalar los tacos al pastor. Los dependientes comienzan a abrir los negocios,
adornados ya con piezas verde, blanco y rojo, mientras en Eje Central, los
granaderos de la capital persiguen a los manifestantes hacia la Alameda. “Para el Monumento a la Revolución”, se
pasan la voz algunos de los últimos manifestantes.
Se prenden los
foquitos tricolores. La ciudad es verde, blanca y roja. La fiesta patria está
por empezar, mientras los maestros se reúnen en el Monumento a la Revolución,
donde deciden los pasos siguientes.
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