Desposesión, el cuarto ciclo de la colonización indígena. Acumulación por desposesión y autonomía indígena
Francisco López Bárcenas
Publicado el 5 de
agosto de 2013
México. Julio y agosto pueden ser nombrados los meses de
la defensa del territorio contra el despojo del patrimonio nacional causado por
los megaproyectos, para beneficio de los dueños del capital. Aunque la
afectación perjudica a todos los mexicanos, quienes lo sufren de forma más
directa son los pueblos indígenas, porque los codiciados bienes se ubican en
sus territorios.
Como reacción a los
megaproyectos, los días 11 y 12 de julio pasado, en la ciudad de Oaxaca, se
reunieron autoridades agrarias de los pueblos zapoteco, mixteco, mixe, chontal,
ikoots, mazateco y organizaciones civiles, para analizar las reformas,
proyectos y programas que atentan contra el territorio indígena; los días 20 y
21 de julio se realizó en Santa María Zacatepec, Puebla, el “Encuentro nacional
en defensa del territorio, la energía y el derecho de los trabajadores”, y los
día del 26 al 27 de julio se realizó en la ciudad de Juchitán, Oaxaca, el
Seminario Internacional de megaproyectos de energía y defensa del territorio “El istmo en la encrucijada”. Para los
días 15 y 16 de agosto, se realizará en la ciudad de Puebla el Foro “Proyectos de muerte y territorio nacional”,
en el cual se analizarán los efectos de la minería a cielo abierto, las
termoeléctricas, las ciudades rurales, la siembra del maíz transgénico y las
presas.
Todos estos eventos y muchos
más que con esos fines se desarrollan en todo el país, representan esfuerzos
populares por construir espacios colectivos de análisis, reflexión,
organización y articulación para oponerse a tales proyectos y, si es posible,
construir alternativas de futuro distintas frente al despojo capitalista. En el
presente documento se analiza la manera en que el capital está llevando a cabo
este despojo y la manera en que los pueblos resisten. Es posible que conociendo
como opera el capitalismo en la coyuntura actual, se entienda lo que no se
quiere y a partir de ahí imaginar el mundo distinto por el cual luchar.
Los ciclos de la
conquista indígena
La lucha de los pueblos indígenas de América Latina
ha transcurrido por varios ciclos de resistencia a la opresión. El primero, el
más largo de la historia, comenzó con la invasión europea y se cerró con las
luchas independentistas donde los pueblos tuvieron una amplia participación
pero al final fueron subordinados a los intereses de los criollos que se
hicieron del poder; el segundo inició con la formación de los Estados
latinoamericanos y la imposición de las ideas liberales -promoviendo la
propiedad privada y los derechos individuales, atentando contra los pueblos y
sus derechos colectivos-, proceso que duró casi toda la segunda parte del siglo
XIX; el tercero se desarrolló desde principios del siglo XX hasta los años
setenta más o menos y el cuarto se gestó con las políticas neoliberales y se
mantiene hasta nuestros días. Cada uno de estos ciclos ha estado marcado por
los rasgos específicos de la acumulación capitalista y en cada una de ellas la
respuesta del Estado ha tenido su propio sello.
El primer ciclo coincidió con
los objetivos de la naciente burguesía de buscar mercados y recursos para
sostener su lucha contra el feudalismo, que estaba en crisis pero se negaba a
sucumbir. De ahí que los colonizadores hayan centrado sus esfuerzos en la
apertura de mercados que pudieran controlar, lo mismo que del oro, para
financiar las guerras por la hegemonía europea; en el segundo, la burguesía ya
se había impuesto al feudalismo y luchaba por imponer su predominio, por eso su
interés era consolidar nuevos estados para expandirse, controlar la fuerza de
trabajo y los mercados de consumidores; en el tercero los pueblos enfrentaron
burguesías arraigadas que buscaron incorporarlos a la cultura nacional, es
decir, al mercado interno. En todos ellos el Estado ideo formas de someter a
los pueblos a un sistema colonial, muchas veces de manera abierta, otras de
manera soterrada, pero en todos los casos combinando políticas de asimilación y
planes de sometimiento armado.
En la coyuntura actual los
pueblos indígenas enfrentan el cuarto ciclo de conquista, cuyas características
principales son el predominio del capital transnacional inclusive por encima
del poder soberano de los Estados nacionales. Una de las formas que han
utilizado para hacerlo es la firma de tratados regionales o internacionales
donde se define la vida de las naciones y los pueblos. De esa manera, los
Estados nacionales han ido perdiendo control sobre sus territorios, que ha
pasado a manos de las empresas transnacionales, quienes han desplegado una
cruzada para el control de los espacios económicos, políticos, sociales y
culturales, como no lo había realizado en ninguno de los ciclos anteriores.
En el ámbito económico, la
acumulación capitalista ha dejado el lugar central que mantenía en la industria
y se ha centrado en mercantilizar los bienes naturales, cosificándolos y
transformándolos en propiedad privada para poder apropiarse de ellos. Como
estos bienes se encuentran en territorios indígenas, son ellos quienes más
directamente sufren la embestida capitalista.
Antes de comenzar a
implementar sus planes tomaron medidas para evitar los efectos secundarios no
deseados. Para mitigar las protestas de los pueblos indígenas por el saqueo de
los recursos naturales, las instituciones internacionales impulsaron el
reconocimiento acotado de sus derechos, entre ellos los territorios y los
recursos naturales, mismos que después reglamentaron los gobiernos locales
cuidando que no se crearan instrumentos para ejercerlos. Así se crearon los
grupos de trabajo y los foros permanentes de la Organización de las Naciones Unidas,
donde muchos indígenas, la mayoría de las veces sin representación de sus
pueblos, discutieron sobre el tema y aprobaron documentos con poca o
ninguna fuerza vinculante, lo que no evitaba que se difundieran como grandes
logros, mientras en instancias privadas, como la Organización Mundial del
Comercio, se tomaban medidas obligatorias.
Paralelo a este reconocimiento
flexibilizaron otras leyes y se implementaron nuevas políticas que,
aparentemente, no tenían ninguna relación con los derechos de los pueblos
indígenas pero los afectaban de manera directa y profunda. Entre ellas se
encontraban aquellas ligadas con actividades del extractivismo minero a cielo
abierto, las que apuntan a la privatización del agua, las que buscan la
apropiación de los recursos genéticos y el conocimiento indígena asociado a
ellos, las que promueven los servicios ambientales para la captura de carbono y
los grandes emporios transnacionales puedan seguir contaminando.
Por voluntad propia o contra
ella, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos ajustaron sus instituciones,
leyes y políticas a estas directrices porque así lo pactaron las grandes
empresas para facilitar la acumulación capitalista desposeyendo a los
poseedores de los recursos naturales ya convertidos en mercancía.
Esa es la lógica que domina
los gobiernos dentro del sistema capitalista, sin importar que se proclamen de
de derecha o de izquierda, y se materializa en la ocupación territorial por
multinacionales o estados extranjeros, a través de contratos de obras que siempre
se justifican con el argumento de impulsar el desarrollo. A diferencia de los
setentas, en la actualidad ya no son los gobiernos dictatoriales los preferidos
por el capital, sino las democracias y, si son multiculturales mejor, pues
cuentan con más legitimidad, y al identificarse con el pueblo garantizan la
“paz social”, situación que permite al capital financiero imponer más proyectos
que a una dictadura nacionalista. Para que este tipo de gobiernos sean
funcionales al capital, necesitan una única condición: que no pretendan
distribuir equitativamente la riqueza del país entre todos sus habitantes;
pueden incluso impulsar políticas de apoyo social, pero no acabar contra el
colonialismo que sufren los pueblos.
Las rutas jurídicas del
despojo
En enero de 1922, el gobierno mexicano introdujo
reformas a la Constitución Política para flexibilizar la regulación sobre la
tierra y los recursos naturales, fundamentalmente la venta y renta de las
tierras ejidales y comunales –que en México son la mayoría por efecto de la
reforma agraria-, lo que representó un cambio sustancial con respecto al fin
que tuvieron por varias décadas, de satisfacer las necesidades de los
campesinos. Después de la reforma constitucional se modificaron las leyes que
regulan la materia agraria, forestal, de aguas y mineras, entre otras, con el
fin de adecuarlas a las nuevas disposiciones constitucionales, al año siguiente
se modificó la Ley de Inversiones Extranjeras para permitir el acceso del
capital extranjero a las actividades ligadas al campo, sin restricción alguna,
generando un mercado para el despojo de los bienes comunes. La mayoría de estas
reformas legislativas sucedieron antes de la firma del Tratado de Libre
Comercio con los Estados Unidos de Norteamérica y Canadá (TLCAN), lo que puede
se interpretó como el cumplimiento de una condición que las empresas
transnacionales impusieron al estado mexicano, a través de sus gobiernos y este
aceptó.
Contrario a lo anterior,
también hubo dos sucesos dentro de la legislación mexicana en sentido
contrario. En la mencionada reforma de 1992 el Estado mexicano introdujo en la
Constitución Federal una expresión para brindar protección especial a las
tierras de los pueblos indígenas, que nunca se desarrolló y en otra reforma de
agosto del 2001 se estableció el derecho preferente de los pueblos indígenas
para acceder a los recursos naturales que existan en los territorios donde
habitan, que tampoco se ha desarrollado en la ley. A esto se suma una reforma
introducida en junio del 2011, por virtud de la cual los derechos humanos de
los tratados internacionales se incorporan a la Constitución Federal, y con
ellos la obligación de todas las autoridades estatales de promover, respetar,
proteger y garantizar los derechos humanos, “de conformidad con los principios
de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad” por lo
cual, “el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las
violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la ley”.
Así, por un lado tenemos leyes
generales que permiten la apropiación de los recursos naturales; por otro lado,
existe una falta de reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a sus
territorios, las tierras y los recursos naturales en ellos existentes; pero una
cláusula constitucional incorpora los derechos reconocidos en los tratados
internacionales que el Estado mexicano ha asignado, al sistema jurídico
mexicano, lo que en la práctica genera un choque en perjuicio de los pueblos,
porque las autoridades prefieren aplicar las primeras. A esto hay que agregar
que en la legislación mexicana existen mecanismos como la expropiación, la
imposición de modalidades a la propiedad derivada, sea social o privada, y la
concesión de los recursos naturales a los particulares, la compraventa y
arrendamiento de tierras, mecanismos de los cuales se han valido el Estado y
las empresas transnacionales para despojar a los pueblos de su patrimonio. De
cómo se ha dado esto se ocupa el presente escrito.
Expropiación
Una de las formas jurídicas de atentar contra la
propiedad de las tierras y los territorios indígenas es la expropiación, un
acto unilateral de la Administración Pública, federal o estatal, cuyo fin es
privar a los propietarios, privados o sociales, del uso, goce, disfrute y
disposición de sus bienes “por causa de
utilidad pública”. La figura no es nueva; concebida durante la época
cardenista para fortalecer el proyecto nacional, ahora sirve para fomentar el
lucro individual en detrimento del bien común y de la propiedad social.
La expropiación ha sido usada
por el Estado mexicano para llevar a cabo grandes obras públicas que luego se
entregan a los particulares para que las usufructúen, entre ellas las presas
hidroeléctricas. Como ejemplo de las primeras están las presas de La Angostura y
Chicoasén, en el Estado de Chiapas; la Miguel Alemán y Cerro de Oro, en Oaxaca;
el Caracol, en Guerrero; la 02, en el Estado de Hidalgo, y la Luis Donaldo
Colosio, en Sinaloa. Todas ellas desplazaron a miles de indígenas de sus
lugares de origen y provocaron alteraciones al medio ambiente, daños de los
cuales nadie se hizo responsable. El caso extremo es el de la Miguel Alemán y
Cerro de Oro, donde después de más de medio siglo de construida, los
chinantecos afectados siguen reclamando su indemnización.
En la actualidad son
emblemáticos los casos de resistencia a la construcción de las presas “Paso de la Reina”, en Oaxaca; “La Parota”, en Guerrero; la Yesca
y El Cajón, en Nayarit; El Zapotillo, en Jalisco y El Naranjal, en Veracruz. A todas estas
habrá que sumar los cientos de “micro
presas” que se proyectan en varios estados de la república –Chiapas,
Veracruz y Puebla, principalmente-, para que los particulares produzcan energía
eléctrica para alimentar sus grandes proyectos, la minería entre los más señalados,
aprovechando la ventaja que les permite la Ley de Asociaciones Publico
privadas, aprobada en el mes de enero del año pasado.
Imposición
de modalidades
Una modalidad no es más que una limitación al
derecho de propiedad que restringe su uso, también en beneficio general. Puede
tener diversas expresiones pero en materia de afectación a los territorios y
recursos naturales destacan las Áreas Naturales Protegidas, contempladas en la Ley
General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente. En la actualidad,
en la república mexicana existen 175 áreas naturales protegidas (ANP) de
México, que se agrupan de la siguiente manera: 41 reservas de la biosfera que ocupan
12 millones 652 mil 787 hectáreas; 67 parques nacionales, con 1 millón 432 mil
24 hectáreas; cinco monumentos naturales, con 16 mil 268 hectáreas; ocho áreas
de protección de recursos naturales, con 4 millones 440 mil 78 hectáreas; 36 de
protección de flora y fauna, con 6 millones 684 mil 771 hectáreas; y 18
santuarios, con 146 mil 254 hectáreas. En conjunto abarcan 25 millones 387 mil
182 hectáreas, que representa el 12.92 por ciento del territorio nacional.
Creadas para proteger la riqueza biológica del país, difícilmente cumplen con
su objetivo pues -de acuerdo con la propia Comisión Nacional de Áreas Naturales
Protegidas- sólo 42 tienen programas de manejo; en otras palabras, de toda la
tierra y recursos naturales a la que se le han impuesto modalidades solo en
alrededor de 9 millones de hectáreas se tienen definidos los objetivos, planes
y esquemas de conservación.
Este instrumento ha servido
para impedir a los pueblos indígenas ejercer sus derechos territoriales y de
acceso preferente a los recursos naturales existentes en ellos. Hay ejemplo de
ello. Los miembros del pueblo Cucapá no pueden pescar ni para obtener sus
alimentos porque el lugar donde acostumbraban hacerlo quedó en la zona núcleo
de la Reserva de la Biosfera Alto Golfo de California y Delta del Río Colorado,
en Baja California; por otro lado los integrantes del pueblo Wirrárika, en
Jalisco, luchan porque su territorio sagrado no sea destruido por carreteras o
empresas mineras canadienses. En el mismo sentido la Comisión Nacional de Áreas
Naturales Protegidas se niega a que los poblados de Ranchería Corozal, Nuevo
Salvador Allende y San Gregorio, ubicados en la Cuenca del Río Negro, sean
regularizados, no obstante el acuerdo al que han llegado con la comunidad
agraria de la Selva lacandona, en el Estado de Chiapas. Todo esto sucede porque
detrás de dichas Áreas Naturales protegidas existen fuertes intereses sobre los
productos naturales que en ellas se encuentran.
De acuerdo con un estudio del
Banco Mundial, 95 por ciento de las ANP están ubicadas en superficies de uso
común, ejidales y comunales, por lo que se adueñan de 23 por ciento de la
superficie del sector social y al menos 71 de ellas se encuentran sobre
territorios de 36 pueblos indígenas. Aún más de las 152 áreas terrestres prioritarias
para la conservación, que abarcan 51.6 millones de hectáreas, al menos 60 se
traslapan con territorios indígenas. Existen 177 áreas voluntarias, en 15
estados del país, que abarcan alrededor de 208 mil hectáreas, y en ellas
participan al menos nueve pueblos indígenas. La mayoría se encuentran ubicadas
en Oaxaca, donde existen 79 áreas de certificación voluntaria. Pero en 2008, la
Ley General del Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente cambio y colocó
las áreas voluntarias de conservación como una categoría más de área natural
protegida –estableció su carácter de utilidad pública y de competencia federal–
y extendió sus condicionamientos hacia ellas, adoptando atribuciones sobre los
territorios que las comunidades habían buscado no permitir.
Otros estudios afirman que en
101 de las 175 Áreas Naturales Protegidas existentes en el territorio mexicano
viven alrededor de 1 millón 396 mil habitantes indígenas y no indígenas y en 66
de ellas existen importantes asentamientos indígenas, donde viven alrededor de
87,407 indígenas mayores de 5 años, que representan el 7.8 por ciento respecto
a la población total mayor a 5 años y en 18 Áreas Naturales Protegidas, la
población indígena es migrante. Desde otro punto de vista se mira que en 48
Áreas Naturales Protegidas habitan 87 mil 306 hablantes de 31 lenguas indígenas
mayores de cinco años, que representa el 7.7 por ciento respecto a la población
total indígena y en 19 la población indígena mayor a cinco años asciende a 82
mil 267, representando el 6.5 por ciento de la población total mayor a cinco
años y el 94 por ciento del total de indígenas. Estas Áreas Naturales
Protegidas se localizan en 14 estados, abarcando 129 municipios y 2069
localidades; en conjunto ocupan una superficie de 6 millones 628 mil 488
hectáreas, 38 por ciento del territorio total ocupado por las Áreas Naturales
Protegidas.
Concesiones
de recursos naturales y arrendamiento de tierras
De acuerdo con lo que dispone la Constitución
Federal, los recursos naturales del país son propiedad de la nación y los
particulares pueden aprovecharlos solo mediante una concesión que el estado les
otorga para ello. Esta medida, tomada en 1917 para asegurar que los recursos
naturales sirvieran al desarrollo del país se ha vuelto en su contra, pues los
gobiernos la usan como si los recursos fueran de su propiedad y la excepción de
que los particulares aprovechen los recursos se ha convertido en la regla. Un
ejemplo de ello es la minería. De acuerdo con el Sistema Integral de
Administración Minera (SIAM), a mayo del presente año se habían extendido más
de treinta y un mil concesiones mineras, que amparan treinta y nueve millones
setecientos cuarenta y tres mil seiscientos noventa hectáreas en poder de
trescientas un compañías, doscientos siete de origen canadiense y cuarenta y
ocho estadunidense, que controlan la producción minera en nuestro país. Más
todavía: hasta el año pasado 2012 en el país operaban ochocientos treinta y
tres proyectos mineros, en etapa de exploración; ochenta y uno en producción;
treinta y cinco en etapa de desarrollo y cincuenta y dos en suspensión,
esperando su reactivación; de estos doscientos once eran de origen
canadiense y cuarenta y cuatro estadounidense. Aparte de apropiarse de
los recursos mineros del país, las empresas mineras han abusado de las
facilidades que las leyes les otorgan, destruyendo el entorno donde se
localizan, contaminando el suelo, el agua y el aire con metales pesados que son
arrojados en ellos, desplazando pueblos enteros, destruyendo su hábitat y
privándolos de las posibilidades de acceder a una vida digna.
No existen cifras oficiales
sobre cuántas de ellas se encuentran en territorios indígenas pero si estudios
académicos. Eckart Boege, por ejemplo, cruzó los lotes mineros con los
territorios indígenas, lo que le permitió concluir que al año 2012 existían en
los territorios indígenas 5 mil 712 concesiones mineras, de las cuales 650
habían sido canceladas y por lo mismo se encontraban vigentes 5 mil 087, que
abarcaban 1 millón 940 mil 892, de los 28 millones de hectáreas identificadas
por el mismo autor como el núcleo duro de los territorios indígenas. Con base
en estos datos se puede afirmar que al año 2012 un 17 por ciento del total de
los territorios indígenas estaban intervenidos por el otorgamiento de concesiones
mineras. Entre los pueblos más afectados por esta industria se encuentran los
rarámuris, en el estado de Chiahuahua; los zapotecos y chatinos, en Oaxaca;
mixtecos, en los estados de Guerrero, Puebla y Oaxaca; los coras, de Nayarit y
tepehuanes, de Durango. Con todo, los casos más dramáticos son los de los
pueblos yumanos del norte del país, donde algunas concesiones abarcan casi la
totalidad de los territorios de los pueblos kiliwas, kikapoo, cucapas, pimas y
guarijíos.
Existen otras actividades para
las que también se rentan las tierras y son los negocios de las empresas
transnacionales mineras y eólicas. A la fecha los proyectos eólicos en
operación son 15 en el estado de Oaxaca, uno en Baja California y uno en
Chiapas. Mientras que los que están en desarrollo son dieciocho, de los cuales
nueve se encuentran en Oaxaca, cinco en Baja California y dos en Jalisco, otros
en Zacatecas y Quintana Roo, la mayoría de ellos, se proyectan sobre
territorios indígenas. Todos estos proyectos son importantes, pero ninguno del
tamaño del Istmo de Tehuantepec, concebido en el marco del proyecto
Mesoamérica, manejado por la empresa española Mareña Renovables y que se
consolidará como el mayor parque eólico de México y uno de los más grandes de
América Latina: 132 torres con aerogeneradores y una línea de transmisión de 52
kilómetros para conectar el parque con la red eléctrica. Esto permitirá una
reducción de emisiones de dióxido de carbono en hasta aproximadamente un millón
de toneladas por año, un enorme “favor”
al medioambiente y un gran paso adelante “para
el desarrollo de la Economía Verde, la nueva cara de un capitalismo atento a
las necesidades del territorio y sus habitantes”.
Son los proyectos que en la
actualidad más afectan a los pueblos indígenas y su derecho al territorio, pero
no son los únicos. También existen concesiones sobre aguas, que están siendo
acaparadas por las empresas embotelladoras, donde sobresalen las empresas
Bonafont, Nestlé, Coca-cola y Pepsi-cola, de capital extranjero y casi dueñas
del mercado nacional, permisos para la bioprospección para apropiarse del
conocimiento tradicional de los pueblos, los servicios ambientales para la
captura de carbono, entre otros. Para todos ellos necesitan acceder a las
tierras donde se encuentran, la mayoría de ellas ubicadas en territorios
indígenas. Hay que decir que la Ley Agraria establece que los contratos pueden
ser hasta por 30 años, renovables por otro periodo similar, es decir, 60 años.
Toda una vida de un ejidatario o comunero.
Resistencia de los
pueblos
La lucha de los pueblos indígenas en defensa de sus
territorios pone en evidencia el carácter discriminatorio de la sociedad
mexicana y el depredador del capital, así como la ineficacia de la legislación
que los reconoce. De poco ha servido que nuestra en Carta Magna se reconozca el
carácter multicultural de la nación mexicana, igual que los pueblos indígenas y
sus derechos, entre ellos el acceso preferente a los recursos naturales
existentes en sus territorios si no existen instituciones específicas para
aplicarlas; tampoco sirve de algo que la propia Carta Magna establezca la
recepción de los derechos humanos reconocidos en los instrumentos
internacionales –entre ellos el derecho al control de su territorio y las
administración uso y aprovechamiento de los recursos naturales, igual que a la
consulta previa antes de realizar en ellos actos que pudieran impactarlos- si
en la práctica estos no se respetan. Los pueblos indígenas lo saben. Pero
también han aprendido que el discurso legitima, por eso en lugar de dejarlo
todo a sus adversarios se apropia de él y lo usan en su beneficio, cuando
consideran que les conviene. No de otra manera se explica que su lucha,
cualquiera que sea la forma que asuma, invariablemente incluyan el
reclamo de falta de los pueblos como sujetos de derechos colectivos, violación
del derecho al territorio y otros derechos asociados a él.
Armados de este discurso
jurídico emprenden acciones de diversa índole. Las que invariablemente están
presentes en sus movilizaciones son las informaciones públicas a través de las
cuales se brinda información a los afectados sobre el problema, lo mismo que a
la sociedad en general. Para hacerlo se usa la prensa hablada y escrita, pero
también echan mano de radios comunitarias que ellos mismos han ido
construyendo, o pintas en caminos rurales, paredes de casas y plazas en las
zonas urbanas. Los que pueden elaboran folletos con información sobre los
derechos que el estado y las empresas deben respetar, las consecuencias de no
hacerlo, crean páginas de internet para explicar los problemas, etcétera.
Ninguna de estas acciones se descarta. Cada una tiene su propio fin y público
destinatario.
Otra forma de lucha es la
movilización. La gente se moviliza para enterarse del problema y analizar soluciones,
organizando reuniones comunitarias o regionales, según el caso, donde aprovecha
para ir creando relaciones de solidaridad y acompañamiento; pero también
realiza marchas públicas, mítines de denuncia. Todas son acciones tradicionales
de las que se valen sectores inconformes para hacerse escuchar frente a la
inacción o la actuación arbitraria de las autoridades estatales o de las
empresas. A ellas suman cabildeos con funcionarios públicos para conocer su
postura u obtener información para su lucha; con miembros del poder legislativo
para que presionen a las autoridades y se conduzcan conforme a la ley, con
representaciones de las empresas para explicarles la razón de su inconformidad
y hasta en instancias internacionales donde buscan presionar al gobierno para
que respete los derechos que ha reconocido.
Una vertiente que siempre se
encuentra presente son los procesos judiciales contra las mineras. Al uso del
derecho para justificar públicamente el reclamo de derechos y validar
determinados actos como las asambleas comunitarias de rechazo a las empresas,
se suman juicios de carácter administrativo, como los que se emprenden
contra las actuaciones de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente,
por no ajustarse a la normatividad ambiental a la hora de aprobar los
proyectos; reclamos ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos para que
constate la violación de derechos y recomiende a las autoridades estatales
cesen los actos violatorios y tome medidas para evitar que se repitan; juicios
agrarios para nulificar contratos de arrendamiento, ocupación temporal de las
tierras, controvertir montos de pago y hasta solicitar la desocupación de las
tierras y amparos ante el poder judicial federal pidiendo su protección ante la
violación de garantías constitucionales y evitar que siga sucediendo. Las
experiencias en cada caso son distintas, porque los resultados no dependen solo
de lo que las leyes digan, sino de una buena combinación de formas de diversas
formas de lucha.
Las movilizaciones más
novedosas son las de acción directa, expresadas en la ocupación de minas. Como
no confían en que las autoridades estatales vayan a fallar en su favor y
respeten sus derechos si emprenden un proceso judicial para lograrlo, deciden
hacerlo ellos mismo, apelando al derecho que les dan las leyes. Los más
imaginativos echan mano de sus propios recursos y se reafirman en su territorio
y sus prácticas culturales, delimitando su territorio por la vía de los hechos
o fortaleciendo sus lazos comunitarios a partir de su relación con la
naturaleza. Este tipo de acciones, aunque no parezca, tienen un grado de
efectividad bastante amplio y profundo, al grado que podría decirse que es lo
que diferencia la lucha de los pueblos indígenas de las de otros sectores, pues
en ella ponen en juego sus recursos identitarios y de derechos colectivos,
mostrándose diferentes –culturalmente- del resto de la sociedad, pero iguales
en derechos, que es una manera de reclamar la inclusión que tanto se les ha
negado. Las luchas emancipadoras de los pueblos, como se ve, no recorren los
mismos caminos que el resto de la población.
En todos estos tipos de
resistencias existe un denominador común: dejar de ser sociedades colonizadas
para integrarse en una sociedad igualitaria y multicultural, pero en serio. Eso
explica que el eje central de sus luchas, el que da sentido a todas sus
demandas sea la autonomía y alrededor de ella la defensa de sus territorios y
los recursos naturales en ellos existentes, que sumados nos arrojan una defensa
del territorio nacional y sus recursos naturales. Esto nos lleva a un terreno
más pantanoso que es necesario comprender: en el fondo de las reivindicaciones
de los pueblos indígenas flota la idea que el paradigma de vida occidental ha
entrado en una crisis civilizatoria sin retorno, que nos urge a encontrar
nuevos modelos de vida que sustenten nuestras esperanzas de que la vida podrá
subsistir por mucho tiempo.
En esto las luchas de los
pueblos indígenas tienen mucho que aportar: la relación de respeto de los
pueblos indígenas con la naturaleza, la filosofía de la solidaridad por sobre
las relaciones económicas, el trabajo y el festejo como dualidad en las
relaciones sociales. De ese tamaño es el reto. Por eso las luchas de los
pueblos indígenas son luchas de toda la humanidad. En la descolonización de los
pueblos indígenas se encuentra la libertad de todos los ciudadanos y pueblos.
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