Escrito por Pierre Bourdieu
Sábado, 03 Agosto 2013
El presente discurso fue pronunciado por Pierre Bourdieu, quien es
quizás el más prestigioso sociólogo francés de la actualidad, ante los
trabajadores en huelga, reunidos en la Gare de Lyon en París, el día 12 de
diciembre de 1995. Publicado en Libération el 14 de diciembre de 1995. Traducción al español de O. Fernández.
“Estoy aquí para expresar nuestro apoyo, a todos
aquellos que luchan, desde hace tres semanas, contra la destrucción de una
civilización asociada a la existencia del servicio público: civilización de la
igualdad republicana de los derechos, a la educación, a la salud, a la cultura,
a la investigación, al arte, y por encima de todo, al trabajo.
Estoy aquí para decir que comprendemos este
movimiento profundo, es decir, la desesperanza y las esperanzas que allí se
expresan y que también nosotros experimentamos; para decir que no comprendemos
(o que comprendemos muy bien) a estos que no lo comprenden, como a este
filósofo que, en el “Journal du dimanche” del día 10 de diciembre, descubre con
estupefacción, “el abismo entre la comprensión racional del mundo”, encarnada
según él por Juppé, así lo dice textualmente, “y el deseo profundo de la
gente”.
Esta oposición entre la visión de largo plazo de
la “élite” esclarecida y las pulsiones de corto plazo del pueblo o de sus
representantes, es típica del pensamiento reaccionario de todos los tiempos y
de todos los países, pero adquiere hoy una forma nueva con la nobleza de
Estado, que fundamenta la convicción de su legitimidad en el título escolar y
en la autoridad de la ciencia, principalmente económica. Para estos nuevos
gobernantes de derecho divino, no solamente la razón y la modernidad, sino
también el movimiento y el cambio, están del lado de los gobernantes, de los
ministros, de los patrones o de los “expertos”. La sinrazón y el arcaísmo, la
inercia y el conservadurismo, del lado del pueblo, de los sindicatos y de los
intelectuales críticos.
Es esta la certeza tecnocrática que expresa
Juppé cuando escribe: “Quiero que Francia sea un país serio y un país feliz”,
lo cual puede traducirse como: “Quiero que la gente seria, es decir, las élites,
los ‘enarcas’, los que saben a dónde está la felicidad del pueblo, puedan
realizar la felicidad del pueblo, incluso a pesar de él, es decir, contra su
voluntad”. En efecto, enceguecido por esos deseos, de los que hablaba el
filósofo, el pueblo no conoce su felicidad, particularmente la felicidad de ser
gobernados por gente que, como Juppé, conocen su felicidad mejor que él. Así
piensan los tecnócratas y así entienden la democracia. Comprendemos que ellos
no comprendan que el pueblo, en nombre del cual pretenden gobernar, descienda
por las calles, -¡colmo de la ingratitud!- para oponérseles.
Esta nobleza de Estado, que predica la
desaparición del Estado y el reino sin reserva del mercado y del consumidor,
sustituto comercial del ciudadano, se ha apropiado del Estado, ha hecho del
bien público un bien privado, de la cosa pública, de la República, su cosa.
Lo que hoy está en juego, es la reconquista de
la democracia contra la tecnocracia: hay que acabar con la tiranía de los
“expertos” al estilo del Banco Mundial o del FMI, que imponen sin discusión los
veredictos del nuevo Leviatán, “los mercados financieros”, y que no pretenden
negociar sino “explicar”. Hay que romper con esa nueva fe en la inexorabilidad
histórica que profesan los teóricos del liberalismo. Hay que inventar nuevas
formas de un trabajo político colectivo, capaz de constatar las necesidades,
principalmente económicas (lo que puede ser tarea de expertos) pero para
combatirlos y, si es del caso, para neutralizarlos.
La crisis de hoy es una oportunidad histórica.
Para Francia y sin duda para todos estos que, cada día más numerosos, en Europa
y en otras partes del mundo, rechazan esa nueva alternativa: liberalismo o
barbarie. Trabajadores ferroviarios, empleados de correo, maestros,
funcionarios de los servicios públicos, estudiantes y tantos otros, activa o
pasivamente comprometidos en este movimiento, han planteado con sus
manifestaciones, con sus declaraciones, con las innumerables reflexiones que
han provocado y que las tapaderas de los medios han querido en vano asfixiar,
problemas fundamentales, demasiado importantes para dejárselos a los
tecnócratas, tan autosuficientes como insuficientes: ¿cómo restituir a los
primeros interesados, es decir, a cada uno de nosotros, la definición aclarada
y razonable del futuro de los servicios públicos, de la salud, de la educación,
de los transportes, etc., en relación, principalmente con aquellos que, en los
otros países de Europa están expuestos a las mismas amenazas? ¿Cómo reinventar
la escuela republicana, rechazando la instalación progresiva en la enseñanza
superior, de una educación con dos velocidades, simbolizada por las Grandes
Escuelas y las facultades?
Es posible hacerse la misma pregunta a propósito
de la salud o de los transportes. ¿Cómo luchar contra la precarización que
golpea al personal de los servicios públicos y que conlleva formas de
dependencia y de sumisión, particularmente funestas, en las empresas de
difusión cultural, radio, televisión o prensa escrita por el efecto de censura
que ejercen, incluso en la docencia?
En el trabajo de reinvención de los servicios
públicos, los intelectuales, escritores, artistas, científicos, etc., tienen un
papel importante que jugar. Primeramente, pueden contribuir a quebrar el
monopolio de la ortodoxia tecnocrática sobre los medios de difusión. Pero
pueden también comprometerse, de manera organizada y permanente, y no solamente
en los encuentros ocasionales de una coyuntura de crisis, al lado de aquellos
que están en condiciones de orientar eficazmente el futuro de la sociedad:
asociaciones y sindicatos principalmente, y trabajar en la elaboración de
análisis rigurosos y de proposiciones inventivas sobre las grandes cuestiones
que la ortodoxia mediático – política impide plantear. Pienso en particular en
el tema de la unificación del campo económico mundial y los efectos de la nueva
división mundial del trabajo o de la cuestión de las pretendidas leyes de
bronce de los mercados financieros, en nombre de las cuales son sacrificadas
tantas iniciativas políticas; en la cuestión de las funciones de la educación y
de la cultura en las economías adonde el capital informático se ha convertido
en una de las fuerzas productivas determinantes, etc.
Este programa puede parecer abstracto y
puramente teórico. Pero se puede rechazar el tecnocratismo autoritario sin caer
en un populismo en el que los movimientos sociales del pasado sacrificaron a
menudo demasiado y que le hace el juego, una vez más, a los tecnócratas.
Lo que he querido expresar, en todo caso, y
quizás mal, por lo que pido excusas a quienes pude haber escandalizado o
aburrido, es una solidaridad real con aquellos que hoy se baten por cambiar la
sociedad: pienso en efecto que no se puede combatir eficazmente la tecnocracia,
nacional o internacional, si no es enfrentándola en su terreno privilegiado, el
de la ciencia, principalmente económica, y, oponiendo al conocimiento abstracto
y mutilado del cual ella se vale, un conocimiento, más respetuoso, de los
hombres y de las realidades a las cuales ellos se ven confrontados”.
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