por
Raúl Zibechi
Domingo, 01 de septiembre de 2013
Desde que los medios dejaron de prestarle atención, muchos creen que la
rebelión zapatista ya no existe. En silencio, lejos de los focos y las cámaras,
han profundizado los rasgos de su construcción autonómica al punto que ya se
puede hablar de una sociedad diferente, regida por reglas, códigos y leyes
distintas a las del mundo dominante.
Desde sus seis años de altura,
Carlos Manuel abraza la cintura de su padre como si nunca se fuera a despegar.
Mira el techo y sonríe. Julián, su padre, intenta zafarse. El niño cede pero
permanece junto al padre. Irma, su hermana de unos ocho años, observa desde un
rincón de la cocina donde su madre, Esther, trabaja sobre el fogón dando vuelta
las tortillas de maíz que siguen siendo el alimento principal de las familias
rurales.
Los otros tres hijos,
incluyendo al mayor, Francisco, de 16, observan la escena que se repite durante
las comidas como si fuera un ritual. La cocina es el lugar de pláticas que se
esparcen tan lentas como el humo que asciende sobre los techos de zinc. Las
palabras son tan frugales y sabrosas como la comida: frijol, maíz, café,
plátanos y alguna hortaliza. Todo sembrado sin químicos, cosechado y elaborado
a mano. Criado a campo abierto el pollo tiene un sabor diferente, como toda la
comida en esta comunidad tojolabal.
Al terminar la comida cada uno
lava sus platos y cubiertos, incluso el padre que por momentos colabora en la
preparación de la comida. Pregunto si eso es lo normal en estas tierras.
Responden que es costumbre en las comunidades zapatistas, no así en las del “mal gobierno”, en referencia a los que,
sin sorna, denominan “hermanos priístas”.
Esas comunidades, vecinas a las que empuñan la estrella roja sobre fondo negro,
reciben bonos y alimentos del gobierno, que les construye casas de bloques y
suelo de material.
En toda la semana no hubo el
menor gesto de agresividad entre el padre, la madre y los hijos. Ni siquiera
gestos de mal humor o reproche. Al parecer, la prohibición del consumo de
alcohol suaviza las relaciones humanas. Las mujeres son las que más disfrutan
los cambios. “Distingo a los zapatistas
por la forma en que se paran, sobre todo las mujeres”, comenta el
experimentado periodista Hermann Bellinghausen.
El día del fin del mundo
La
nueva etapa que está transitando el zapatismo comenzó el 21 de diciembre de
2012, día marcado por los medios como el fin del mundo que para los mayas es el
comienzo de una nueva era. Decenas de miles de bases de apoyo del EZLN se
concentraron en cinco cabeceras municipales de Chiapas, las mismas que habían
tomado el 1 de enero de 1994.
La reaparición del zapatismo conmocionó a buena parte de la sociedad
mexicana. No sólo no habían desaparecido sino que resurgían con más fuerza,
mostrando que eran capaces de movilizar una cantidad importante de personas en
formación militar, aunque sin armas.
En el comunicado del 30 de diciembre el subcomandante Marcos asegura que
“en estos años nos hemos fortalecido y
hemos mejorado significativamente nuestras condiciones de vida. Nuestro nivel
de vida es superior al de las comunidades indígenas afines gobiernos de turno,
que reciben limosnas y las derrochan en alcohol y artículos inútiles”.
Agrega que a diferencia de lo que sucede en las comunidades afines del
PRI, en las zapatistas “las mujeres no
son vendidas como mercancías” y que “los
indígenas priístas van a nuestros hospitales, clínicas y laboratorios porque en
los del gobierno no hay medicina, ni aparatos, ni doctores ni personal
calificado”.
Algo de todo eso pudieron comprobar quienes acudieron a la primera
escuelita entre el 12 y el 16 de agosto. En realidad fueron convocados sólo los
compañeros de ruta, lo que supone un viraje profundo en sus modos de
relacionarse con la sociedad civil: “A
partir de ahora, nuestra palabra empezará a ser selectiva en su destinatario y,
salvo en contadas ocasiones, sólo podrá ser comprendida por quienes con
nosotros han caminado y caminan, sin rendirse a las modas mediáticas y
coyunturales”, reza el comunicado.
Agrega que “muy pocos tendrán el
privilegio” de conocer la otra forma de hacer política. En una serie de
comunicados titulados “Ellos y nosotros”
enfatizaron en las diferencias entre la cultura de los políticos del sistema y
la cultura de abajo o zapatista, asegurando que no se proponen “construir una gran organización con un
centro rector, un mando centralizado, un jefe, sea individual o colegiado”.
Destacan que la unidad de acción debe respetar la heterogeneidad de los
modos de hacer: “Todo intento de
homogeneidad no es más que un intento fascista de dominación, así se oculte con
un lenguaje revolucionario, esotérico, religioso o similares. Cuando se habla
de ‘unidad’, se omite señalar que esa ‘unidad’ es bajo la jefatura del alguien
o algo, individual o colectivo. En el falaz altar de la ‘unidad’ no sólo se
sacrifican las diferencias, también se esconde la supervivencia de todos los
pequeños mundos de tiranías e injusticias que padecemos”.
Para comprender este enfoque, que llevó al zapatismo a promover la
escuelita de agosto, deben comprenderse los problemas que atravesaron las
relaciones con la izquierda electoral y con personas que, en su opinión, “aparecen cuando hay templetes y se
desaparecen a la hora del trabajo sin bulla”.
La lógica de la escuelita es opuesta a la de esa cultura política. No se
trata de ir a escuchar a los comandantes indios ni al subcomandante Marcos,
sino a compartir la vida cotidiana con la gente común. No se trata de la
trasmisión discursiva y racional de un saber codificado. La cosa va por otro
lado: vivenciar una realidad a la que sólo se puede acceder a través de un
ritual de compromiso, o sea estando y compartiendo.
Una vida nueva
“Ya
no tenemos dificultades”,
dice Julián, sentado en un taburete de madera rústica, en su casa de techo de
chapa, paredes de madera y suelo de tierra apisonada. Lo dice con naturalidad
frente a quien lleva cuatro días durmiendo sobre tablas de madera, apenas
cubiertas con una manta fina. Julián ingresó en 1989 en la organización
clandestina. Marcelino, mi guardián o Votán, ingresó poco antes, en
1987.
Con fruición relatan las
reuniones clandestinas en remotas cuevas en la montaña, a las que decenas de
zapatistas llegaban por la noche, mientras los patrones y sus capangas dormían.
Caminaban toda la noche y apenas regresaban al amanecer para incorporarse al
trabajo. Las mujeres les cocinaban tortillas a oscuras, para no levantar
sospechas. Bien mirado, tiene razón cuando dice que lo peor quedó atrás. El
látigo del hacendado, la humillación, el hambre, la violencia y las violaciones
de las hijas.
El 1 de enero de 1994 los
hacendados huyeron y los capangas corrieron detrás. La “comunidad 8 de Marzo”, a la que
llegamos quince forasteros-alumnos (mitad mexicanos, un yanqui de 75 años, un
francés, un colombiano, dos argentinas y un uruguayo) está en las tierras que
un día fueron ocupadas por Pepe Castellanos, hermano de Absalón, teniente
coronel, ex gobernador y propietario de catorce fincas en tierras usurpadas a
los indios. Su secuestro, en aquel lejano enero, fue la espita que precipitó la
huida de los terratenientes.
La comunidad cuenta con más de
mil de hectáreas de buenas tierras, ya no tienen que cultivar en las laderas
pedregosas y áridas, cosechan los alimentos tradicional y por recomendación de
la comandancia también hortalizas y frutas. No sólo se liberaron del látigo
sino que se alimentan mejor y consiguen ahorrar de un modo muy particular.
Julián cosecha seis sacos de café, unos 300 kilos, de los cuales deja un saco
para el consumo familiar y vende el resto. Según el precio, consigue comprar
con cada cosecha entre dos y tres vacas. “Las
vacas son el banco y cuando tenemos necesidad vendemos”.
Por necesidad entiende
problemas de salud. Su hijo mayor debió someterse a un tratamiento y para
sufragarlo vendió un toro. Es la misma lógica que aplica la comunidad. En las
tierras comunitarias realizan trabajos colectivos en torno al café y con la
cosecha compran caballos y vacas. Entre los animales de las familias y los
comunitarios tienen 150 caballos y casi 200 vacunos.
Días antes de llegar los
alumnos se estropeó el filtro de agua y para repararlo decidieron vender una
vaca. Del mismo modo sostienen la sala de salud, la escuelita y todos los
gastos que demandan transporte y alojamiento de los comuneros para cumplir los
deberes de los tres niveles del autogobierno: el local o comunitario, los
municipios autónomos y las Juntas de Buen Gobierno.
Las mujeres también tienen
emprendimientos comunitarios. En esa comunidad tenían un cafetal con el que
compraron seis vacas y un gallinero con medio centenar de aves cuyos ahorros
utilizan para traslados y gastos de las mujeres que ocupan cargos o asisten a
cursos.
Los pocos insumos que no
producen las familias (sal, azúcar, aceite y jabón) los compran en la cabeceras
municipales en tiendas zapatistas, instaladas en locales que ocuparon después
del levantamiento de 1994. De ese modo no necesitan acudir al mercado y toda su
economía se mantiene dentro de un circuito que controlan, autosuficiente,
vinculado al mercado pero sin depender del mismo.
Las tiendas son atendidas de
forma rotativa por los comuneros. Julián explica que cada cierto tiempo le toca
estar un mes en la tienda de Altamirano (a una hora de la comunidad) lo que lo
obliga a dejar la casa. “En ese caso la
comunidad te sostiene la milpa durante quince días y yo apoyo del mismo modo al
que tiene que ir a la tienda”. Esther fue cargo en la junta, en el caracol
Morelia, a media hora de la comunidad, y sus quehaceres fueron cubiertos de la
misma manera, que podemos llamar reciprocidad.
Salud y educación
Cada comunidad, por pequeña que sea, tiene una escuelita y un puesto de
salud. En la comunidad 8 de Marzo hay 48 familias, casi todas
zapatistas. La asamblea elige a sus autoridades, mitad varones y mitad mujeres,
a los maestros y a los encargados de la salud. Nadie puede negarse porque es un
servicio a la comunidad.
La escuelita funciona en una
sala de la casona abandonada por el hacendado. Aún sobrevive una reja de hierro
a través de la que pagaba a sus peones, quienes apenas podían ver una mano que
dejaba caer monedas ya que la oscuridad ocultaba el rostro del patrón.
Temprano en la mañana los
niños se forman en la cancha de basquetbol frente a la casona, marchan en fila
con paso marcial guiados por un joven de la comunidad que no debe superar los
25 años. La educación zapatista sufre la falta de infraestructura, los salones
son precarios así como las bancas y el mobiliario. Los docentes no cobran
sueldo pero son sostenidos por la comunidad al igual que los encargados de la
salud.
Sin embargo tiene enormes
ventajas para los alumnos: los maestros son miembros de la comunidad, hablan su
lengua y son sus iguales, mientras en las escuelas estatales (las del mal
gobierno), los maestros no son indios sino mestizos que no hablan su lengua,
incluso la desprecian, viven lejos de la comunidad y mantienen una vertical
distancia con los niños.
El clima de confianza en las
escuelas autónomas habilita vínculos más horizontales y facilita la
participación de padres y alumnos en la gestión de la escuela. Los niños
participan en muchas de las tareas de la comunidad y, entre ellas, en el
sustento de la escuela y de sus maestros. No existe distancia entre escuela y
comunidad ya que son parte de un mismo entramado de relaciones sociales.
Si la escuela oficial tiene un
currículo oculto a través del cual trasmite valores de individualismo,
competencia, organización vertical del sistema educativo y superioridad de los
docentes sobres los alumnos, la educación zapatista es el reverso. El currículo
se construye en colectivo y se busca que los alumnos se apropien de la historia
de su comunidad, para reproducirla y sostenerla.
La transformación y la crítica
son permanentes y trabajan para construir de forma colectiva el conocimiento ya
que los alumnos suelen trabajar en equipos y buena parte del tiempo escolar
transcurre fuera del aula, en contacto con los mismos elementos que configuran
su vida cotidiana. Lo que en la educación estatal es separación y jerarquía
(maestro-alumno, aula-recreo, saber-no saber), en las escuelas autónomas es
integración y complementariedad.
En la salita de salud conviven
medicamentos de la industria farmacéutica con una amplia variedad de plantas
medicinales. Una chica muy joven se encarga de procesar jarabes y pomadas con
esas plantas. La sala cuenta con una huesera y una partera, que completan el
equipo básico de salud en todas las comunidades zapatistas. En general,
atienden situaciones relativamente simples y cuando se ven desbordados
trasladan al paciente a la clínica del caracol. Cuando no pueden resolver,
acuden al hospital estatal de Altamirano.
La salud y la educación están
escalonadas en los mismos tres niveles que el poder autónomo zapatista. En los
caracoles suelen funcionar las clínicas más avanzadas, incluyendo un que cuenta
con quirófano y practican operaciones. En los caracoles, que albergan las
Juntas de Buen Gobierno, también suelen estar las escuelas secundarias
autónomas.
La Escuelita
Siete horas demandó recorrer los cien kilómetros que separan San
Cristóbal del caracol Morelia. La caravana de treinta camiones y coches salió
tarde y avanza a paso de tortuga. Sobre las dos de la madrugada llegamos al
caracol, un recinto donde se asienta un entramado de construcciones que
albergan a las instituciones de la región autónoma: tres municipios, doce
regiones y decenas de comunidades, gobernadas por la Junta de Buen Gobierno.
Además hay una escuela
secundaria y un hospital en construcción, clínicas, anfiteatros, tiendas,
comedores, zapatería y otros emprendimientos productivos.
Pese a la hora, una larga fila
de varones y otra de mujeres nos esperaban engalanados con sus paliacates. Nos
formamos por sexos y uno a uno fuimos conociendo a nuestros Votán.
Marcelino alarga la mano y pide que lo acompañe. Vamos hasta el enorme salón de
actos directo a dormir sobre los durísimos bancos.
A la mañana café, frijoles y
tortillas. Luego hablan los miembros de la junta y explican cómo va a funcionar
la escuelita. Por la tarde, casi de noche, salimos hacia la comunidad. Entre
los alumnos pudimos ver a Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo, y a Hugo
Blanco, dirigente campesino y ex guerrillero peruano, ambos pisando los 80.
Llegamos a la comunidad hacia
medianoche luego de media hora a los tumbos sobre la caja de un pequeño camión.
Toda la comunidad, formada en filas de hombres, mujeres y niños con sus
pasamontañas, nos recibe puño en alto. Nos dan la bienvenida y a cada alumno le
presentan la familia donde vivirá. Julián se presenta y cuando ya todos
reconocieron a su familia, marchamos a dormir.
Primera sorpresa. Dividieron
la casa con un tabique, dejaron una habitación para el huésped con puerta
propia y los siete miembros de la familia se amontonaron en una superficie
similar. Nos despiertan con las primeras luces para desayunar. Luego vamos a
trabajar en la limpieza del cafetal familiar, machete en mano, hasta la hora de
la comida.
El segundo día tocó enlazar
ganado para ser vacunado y el tercero la limpieza del cafetal comunitario. Así
cada día, combinando el trabajo con explicaciones detalladas de la vida
comunitaria. Por las tardes tocaba leer los cuatro cuadernos que repartieron
sobre Gobierno Autónomo, Resistencia Autónoma y Participación de las Mujeres en
el Gobierno Autónomo, con relatos de indígenas y autoridades.
Cada alumno podía formular las
más variadas preguntas, lo que no quiere decir que siempre fueran respondidas.
Pudimos convivir con una cultura política diferente a la que conocemos: cuando
se les formula una pregunta, se miran, dialogan en voz baja y, finalmente, uno
responde por todos. Fue una experiencia maravillosa, de aprender haciendo,
compartiendo, saboreando la vida cotidiana de pueblos que están construyendo un
mundo nuevo.
Raúl
Zibechi es analista
internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre
movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina,
y asesor a varios grupos sociales. Escribe el “Informe Mensual de Zibechi” para
el Programa de las Américas
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