Viernes, 26 de julio de 2013
Una de las imágenes que
la mayoría de los habitantes de México
lleva como marca de nacimiento -al igual que las gestas, convertidas en
leyendas, de Cuauhtémoc o de Benito Juárez- es sin duda la expropiación petrolera en 1938. Los videos que muestran la manera
en que niños y adultos, trabajadores, burócratas, maestros y amas de casa,
acudieron al zócalo para donar ahorros, joyas y hasta gallinas para apoyarla,
forman parte del imaginario colectivo que hoy está en peligro de muerte. La
venta de lo que queda de PEMEX representa la decapitación definitiva de lo que
en tiempos del cardenismo le dio a la nación, por primera y única vez en el
siglo XX, una razón de ser, un proyecto nacional.
Podemos
disentir y criticar de ese proyecto nacional pero difícilmente podríamos
ignorarlo, sobre todo en una coyuntura marcada por la necesidad de reconfigurar
un nuevo proyecto nacional. La lucha por redefinir el rumbo se debate entre una
visión que recuerda claramente las razones de los conservadores en el siglo XIX
-sobre todo en la primera mitad- que descalificaban todo lo que no tuviera que
ver con la religión católica y la monarquía española; y la visión que se cocina
lenta pero inexorablemente en las montañas del sureste mexicano, en las luchas
de campesinos e indígenas por la defensa de los recursos naturales y de todas
las que se resisten a dejar de imaginar un mundo diferente.
Al
igual que los conservadores decimonónicos, los que hoy defienden la venta de
PEMEX argumentan que es la única manera de fortalecer la nación, ya que dicha
acción le abrirá automáticamente las puertas del paraíso para convertirla en
una nación fuerte, plenamente moderna, ajena finalmente a los lastres de
visiones retrógradas y nacionalistas. Al igual que esos que fueron a Europa
para ofrecerle el trono a Maximiliano para mantener la unidad nacional
amenazada por los federalistas, los de ahora no conciben la posibilidad de que
l@s mexican@s puedan definir y gobernar su destino. Nuestra burguesía nacional,
insegura y parasitaria, no puede imaginar otro camino que inclinarse ante un
proyecto que considera poderoso y sobre todo civilizado, descalificando todo lo
demás.
En
este sentido, lo que está en el fondo de la polémica relativa a la venta de
PEMEX es precisamente la posibilidad de establecer un proyecto nacional que,
sin caer en el racismo y la xenofobia, le dé sentido a la vida de millones de
seres humanos que llevan en su fuero interno esas imágenes fundacionales de su
identidad colectiva y que las consideran parte de su cultura y su historia. Vender PEMEX es mucho más que una simple
política económica o un modelo económico; más bien es la renuncia a mantener
con vida la esperanza de que los habitantes de México puedan elegir su destino. Al acabar con semejante esperanza
el camino para la dominación y la explotación quedará libre de obstáculos. No
importa que sean migajas lo que sus promotores reciban a cambio; esas migajas
les permitirá renovar su dominación y ocultar su sometimiento al capital
internacional, aunque sea a medias. Para los que no se traguen la píldora
estará siempre lista la represión, la cárcel o la muerte. Serán estigmatizados
como los enemigos del desarrollo, de la modernidad, del progreso de México. Quedarán fuera de la historia,
de su historia.
Se
podría argumentar que PEMEX ha sido vendido desde hace años y que no hay nada
que defender, mucho menos si algunos de los integrantes de la mafia política se
beneficien con su defensa. Defender PEMEX sería en realidad engordarle el caldo
a los nacionalistas y populistas, retrasando el reloj de la historia a los años
del corporativismo antidemocrático. Pero entonces surge la pregunta: ¿Por qué
todos los partidos políticos y sus dirigentes están tan empecinados en ello?
¿Por qué el presidente concede gubernaturas y diputaciones para mantener la
unidad del congreso? Si ya no hay nada que vender ¿para qué tanto brinco? En
realidad, si se asume que PEMEX es un símbolo de la identidad nacional sobre el
que descansa la idea de que es posible definir un camino propio para mantener
con vida una nación y una cultura,
la cosa cambia y cobra visos de ser una batalla por la supervivencia de la
identidad y la cultura nacional.
Y eso lo saben muy bien tanto Peña como el FMI y la OCDE. No en balde se la
pasan repitiendo una y otra vez que las reformas estructurales son necesarias
para impulsar el desarrollo de México.
Los
ingresos que el país recibe de PEMEX son la columna vertebral del gasto
público, para bien o para mal. Renunciar a ellos empobrecerá al estado y sobre
todo a la sociedad en su conjunto, lo que seguramente redundará en mayor
pobreza y desigualdad en el tejido social. La polémica estriba entonces no sólo
en oponerse a la venta de PEMEX sino además en empezar a configurar un nuevo
acuerdo nacional, nuevas reglas del juego, que partan del principio general de
que todos los habitantes de México
tienen el derecho y la obligación de hacerlo. De que todos tienen derecho a una
cultura y una historia.
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