ALAI,
América Latina en Movimiento
Cuba, 2013-07-26
Cuba, 2013-07-26
Hoy se cumplen 60 años de una gesta político-militar, el asalto al
Cuartel Moncada, que marcó el inicio de la guerra antioligárquica y
antiimperialista que culminaría victoriosamente con el triunfo de la Revolución
Cubana el 1º de Enero de 1959 y el inicio de la larga marcha hacia la Segunda y
Definitiva Independencia de Nuestra América. Esa heroica operación fue
liderada por tres brillantes y valientes jóvenes cubanos: Fidel Castro Ruz,
quien a punto de cumplir 27 años era el jefe del operativo secundado por su
hermano Raúl, un joven que apenas acababa de cumplir 22 años y Abel Santamaría,
de 26, capturado vivo y torturado salvajemente para que delatara el nombre del
jefe del alzamiento, cosa que no hizo y lo pagó con su vida. Fidel y Raúl
libraron de correr esa suerte porque hubo demasiados testigos que los vieron
cuando, pocos días más tarde, eran capturados por los militares de Fulgencio
Batista, el dictador cubano. Poco después se montó una farsa jurídica, el
célebre Juicio del Moncada, y allí Fidel Castro, abogado él, asumió su
autodefensa y pronunció un discurso que visto con la perspectiva que otorga el
paso del tiempo puede sin duda ser calificado como uno de los más excepcionales
documentos políticos del siglo veinte.
A continuación reproduzco el Prólogo que escribiera para la edición
definitiva y anotada de La Historia me Absolverá, publicada en la
Colección Batalla de Ideas de Ediciones Luxemburg (Buenos Aires, 2005).
Prólogo
a la historia me absolverá
La
premonición de la Historia
Atilio A. Boron • Buenos Aires
Suele decirse que hay textos, libros o discursos
que son hacedores de la historia. La metáfora es expresiva pero, a la vez,
engañosa. Lo primero, porque hace justicia a la extraordinaria importancia que
un escrito puede excepcionalmente adquirir en el desencadenamiento de grandes
procesos históricos. Pero también engañosa porque en su formulación inicial
oculta un hecho decisivo: son hombres y mujeres quienes realmente hacen la
historia. Las 95 tesis que el monje Martín Lutero clavara en las puertas de la
Catedral de Wittenberg en 1517 no hubieran pasado de ser una disputa
conventual, un intrascendente berrinche del monje agustino si no fuera porque
tuvieron la capacidad de captar la sensibilidad de su tiempo. Fue sólo cuando
las ideas del clérigo –aquel “rayo del
pensamiento”, apelando a la expresión utilizada por el joven Marx a
propósito de este asunto– tomaron contacto con el suelo popular que se
convirtieron en poderosos instrumentos de transformación social. Algo parecido
puede decirse de El Contrato Social, de Jean-Jacques Rousseau que, por
supuesto, no “produjo” la Revolución
Francesa ni ocasionó las guerras de la independencia de las colonias españolas
en las Américas. Pero al igual que en el caso anterior, el escrito del
ginebrino sintetizó, de algún modo, las aspiraciones de una época y permitió
imaginar los contornos de la nueva sociedad que se estaba gestando en el
vientre de la vieja. Lo mismo vale en relación a otro texto extraordinario, el Manifiesto
Comunista escrito por aquellos dos geniales jóvenes alemanes a comienzos de
1848 y que con el correr de los años habría de convertirse en el heraldo de una
nueva etapa histórica. Otro tanto puede decirse, por último, de El Estado y
la Revolución, escrito por Lenin en medio de los fragores de la primera
revolución socialista de la historia. No fueron los libros, o los panfletos,
sino la articulación entre estos y las luchas de los pueblos los que movieron
la historia.
La coyuntura
del ‘53
La historia me absolverá pertenece a este mismo ilustre género. Se trata de un alegato
extraordinario, un texto impresionante, sin duda uno de los más importantes de
la historia latinoamericana, tanto por su contenido como por las condiciones
bajo las cuales se produjo. Como es bien sabido, el 26 de julio de 1953 un
grupo de jóvenes que constituían la oposición revolucionaria a la dictadura de
Fulgencio Batista -avalada y sostenida militar y financieramente por el
gobierno de Estados Unidos– se propuso tomar por asalto los cuarteles Carlos
Manuel de Céspedes, de Bayamo, y Moncada, de Santiago de Cuba. Esta radical
decisión fue precipitada por la acelerada descomposición del régimen político
batistiano y la capitulación de la oposición legal al mismo. Por ese entonces
Fidel militaba en el Partido del Pueblo Cubano (PPC), una organización de vaga
inspiración socialdemócrata, fundada por un honesto político cubano, el senador
Eduardo Chibás, en 1947, como un desprendimiento del por entonces gobernante
Partido Auténtico. La corrupción generalizada y la total capitulación de la
dirigencia política, económica y social provocó el espectacular suicidio de
Chibás en 1951, transmitido literalmente “en
vivo” al final de una de sus periódicas, y muy populares, alocuciones
radiofónicas. Fidel permaneció en el partido y al año siguiente fue designado
como candidato a diputado para las elecciones previstas para junio de 1952.
Pero el 10 de marzo se produjo el golpe de estado del coronel Fulgencio
Batista, y el proceso electoral fue abortado.
Fidel había reiteradamente
manifestado su disconformidad con la línea vacilante del PPC y la paralizante
inoperancia de la oposición legal ante un régimen que, en plena Guerra Fría y
alentado por sus mentores de EE.UU., se limitaba a la denuncia y a las
protestas en el ámbito del Congreso. Sin embargo, su exigencia de que el
partido adoptase una estrategia de oposición extraparlamentaria –apelando con
esto a la mejor tradición revolucionaria cubana– había sido desoída. La
pusilánime respuesta que el PPC ofreció ante el golpe de estado batistiano y su
descarada violación de la Constitución de 1940, influida, según Fidel, “por las corrientes socialistas del mundo
actual”, y cuyos contenidos progresistas reflejaban un momento de auge de
la lucha de clases en Cuba, precipitaron la ruptura de Fidel con la dirección
del PPC y su pasaje a la clandestinidad (p. 101).
Fue a partir de esos momentos
cuando, bajo la dirección de Fidel, el grupo de jóvenes revolucionarios adoptó
una estrategia insurreccional. Esta tenía como momento inicial la captura de un
sitio emblemático de la dictadura para, a partir de ahí, precipitar la
sublevación popular en una ciudad o una región. Dada la densa y prolongada
tradición de lucha y rebeldía popular que desde la época de la colonia
caracterizaban a la provincia de Oriente, cuna de las guerras de la
independencia y el lugar donde, junto con Máximo Gómez, Martí desembarcara en
1895 para librar la que sería su última batalla por la liberación de Cuba, los
revolucionarios decidieron atacar los mencionados cuarteles en el año en que se
cumplía el centenario del nacimiento de José Martí. El ataque se llevó a cabo
el 26 de julio y debido a circunstancias que el mismo Fidel explica en su
alegato terminó en una derrota de las fuerzas insurgentes. Sesenta de los 135
integrantes del comando revolucionario cayeron, en su mayoría luego de que
cesara el combate, víctimas de salvajes torturas y fusilamientos a mansalva.
Fidel y un puñado de sus hombres lograron replegarse a la montaña, pero el 1º
de agosto fueron arrestados por una patrulla del ejército cubano. Luego de
permanecer más de dos meses en confinamiento solitario y bajo durísimas
condiciones carcelarias, el 16 de octubre comienza un proceso legal en su
contra y en el cual, dada la absoluta falta de garantías, el joven abogado de
27 años decide asumir su propia defensa.
Martí,
Gramsci y la “batalla de ideas”
Lo anterior es el marco político e histórico en el
cual Fidel pronuncia su célebre discurso. Veamos ahora los detalles concretos
de las condiciones en que lo pronunció. Por empezar, el juicio no se llevó a
cabo en ningún edificio del poder judicial de Santiago, sino en una pequeña
sala de la Escuela de Enfermeras del Hospital Civil de esa ciudad. Para ello,
nada mejor que reproducir textualmente lo que una periodista que pudo estar
presente en el juicio, Marta Rojas, escribió en aquella jornada:
“El acusado doctor Fidel Castro no ha hecho ni un alto en su informe, a
veces alza la voz, y él mismo se contiene; en instantes se inclina sobre la
mesita que tiene de frente y casi habla en secreto. A medida que habla,
improvisando siempre, hay más silencio en el recinto, no se escucha ningún otro
sonido más que su voz pausada, como si conversara con todos, mira fijo al
tribunal que lo atiende con gusto [...] los soldados están apiñados en la puerta y
no disimulan su atención. A veces posa su vista en el retrato de Florence
Nigthingale que preside el saloncito de las enfermeras y parece que conversa
con ella. No tiene ni un papel, ni un libro con él [...] Todas las personas que lo han escuchado
comentan su talento. Improvisó la pieza completa y la coloreó con pensamientos
ajenos (de juristas), con trozos de alegatos y sobre todo con las palabras
textuales de José Martí. Su postura [...] ha despertado verdadera admiración para con el revolucionario”. *
El excepcional alegato de Fidel
–no improvisado sino profundamente meditado y sopesado, pero que fluía de su
pensamiento con la frescura de las ideas que son dichas por primera vez– pronto
trascendió las paredes de la Escuela de Enfermeras. Pese a la férrea censura de
prensa, el pueblo cubano había comenzado a conocer los pormenores del asalto al
Moncada. En principio, gracias a la irrefrenable indiscreción desatada,
especialmente entre los asistentes de origen popular al singular proceso
judicial, por la elocuencia y la contundencia argumentativa de Fidel que hizo
que su alegato corriera como un reguero de pólvora por Santiago; y poco
después, debido a la distribución clandestina del discurso, tarea a la que se
entregaron con heroísmo y eficacia Haydée Santamaría y Melba Hernández, una vez
cumplidas sus condenas. Remito al lector a la “Introducción” de Pedro Alvarez Tabío y Guillermo Alonso Fiel, con
la que se abre la presente edición del alegato de Fidel, para un detallado
conocimiento de las ingeniosas estrategias desarrolladas por este para
re-escribir lo que había sido escrito y perdido, logrando la verdadera proeza
de hacerlo en su celda y enviarlo extramuros burlando la vigilancia de sus
carceleros. El 26 de julio no sólo tenía un líder de excepcional estatura
política e intelectual; también disponía de una organización que estaba a su
misma altura y que hizo posible “rearmar”
La historia me absolverá a partir de cientos de pequeños fragmentos
hábilmente remitidos desde la cárcel.
Cuartel Moncada
Para Fidel era evidente que no podían
ahorrarse esfuerzos a la hora de librar lo que, utilizando un lenguaje de
nuestros días, podríamos llamar la “batalla
de ideas”. Esta era necesaria para contrarrestar los efectos negativos que,
para el curso de la revolución, se desprendían de la derrota militar del 26 de
julio. En un mensaje que hace llegar a sus compañeros desde su cárcel en la
Isla de Pinos les dice que “no se puede abandonar un momento la propaganda,
porque es el alma de toda la lucha”. En una síntesis magistral dice que “lo que fue sedimentado con sangre debe ser
edificado con ideas”, advirtiendo además que en su alegato “está contenido el programa de la ideología
nuestra, sin la cual no es posible pensar en nada grande”. De ahí su
importancia decisiva. Citando a Martí, diría en su alegato que “un principio justo desde el fondo de una
cueva puede más que un ejército” (pp. 41-42). La derrota militar obligaba
pues a emprender una nueva batalla, esta vez saliendo a disputar con “las armas de la crítica” en el terreno
de las ideas y el sentido común, requisito indispensable para la construcción
de una nueva hegemonía. En este sentido puede decirse que Fidel aplica en la
vida práctica de la lucha revolucionaria las recomendaciones formuladas, poco
más de veinte años antes y también desde la cárcel, por el fundador del Partido
Comunista Italiano, Antonio Gramsci: la conquista de la hegemonía es condición
necesaria para el triunfo de la revolución. “La
crítica de las armas” es infecunda si no va acompañada por “las armas de la crítica”. Martí y
Gramsci constituyen el fundamento moral y político de la estrategia de Fidel.
Los
resultados quedarán a la vista cuando, forzado por el clima de opinión
crecientemente adverso generado por la extraordinaria divulgación del alegato,
el tirano no tuvo más opción que la de amnistiar a Fidel, a su hermano Raúl y
otros 18 participantes del asalto al Moncada. Su liberación se produciría el 15
de mayo de 1955 y la llegada de Fidel a la estación ferroviaria de La Habana se
convirtió en una manifestación multitudinaria, cuyas proporciones sobrepasaron
todo lo que los jóvenes revolucionarios esperaban. La concientización y
movilización del pueblo cubano instalaban el proceso revolucionario en una
nueva meseta, pero exigían un cambio radical de estrategia. El exilio de Fidel
en México, a partir de julio de ese mismo año, y la fundación del Movimiento
Revolucionario 26 de Julio y el encuentro con el Che serían los hitos de una
historia destinada a culminar victoriosamente el 1º de enero de 1959.
Tesis
políticas
Antes de invitar al lector a sumergirse en
el texto, permítasenos decir algunas pocas palabras sobre su contenido. Su
autor desmonta toda la ilegalidad e inconstitucionalidad del juicio al que se
ve sometido por el estado cubano. Juicio que, como recuerda Fidel, el propio
tribunal había caracterizado como “el más
trascendental de la historia republicana” y pese a lo cual está viciado por
las más flagrantes violaciones del debido proceso (p. 38). No pudo conversar a
solas con un abogado y sólo se le permitió acceder a un minúsculo código; pero
ningún tratado penal ni ningún libro pudo llegar a su calabozo, ni siquiera los
de Martí. Ya antes de su alegato final, en una audiencia sostenida a mediados
de septiembre, Fidel había declarado que el Apóstol “era el autor intelectual del 26 de julio” y que pese a que le
negasen libros y tratados “traigo en el
corazón las doctrinas del Maestro” (p. 45).
Fidel
no se engañaba en cuando al significado político del juicio a que estaba sometido.
Era muy conciente que en él se decidiría algo que iba mucho más allá que su
libertad: “se discute –nos dice– sobre cuestiones fundamentales de
principios, se juzga sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate
sobre las bases mismas de nuestra existencia como nación civilizada y
democrática. Cuando concluya, no quiero tener que reprocharme a mí mismo haber
dejado principio por defender, verdad sin decir, ni crimen sin denunciar”
(p. 46). Y esto es lo que Fidel hace con extraordinaria minuciosidad, siguiendo
tal vez aquel viejo aforismo atribuido a los jesuitas y que asegura que “Dios está en los detalles”. Su
descripción de los crímenes del régimen es precisa y detallada, al igual que su
equilibrada presentación de los hechos desarrollados en el combate.
Transcurrido
el primer tercio del discurso, Fidel se adentra en un análisis ya no tanto
jurídico sino más político y económico-social. Allí desmonta la creencia de que
el formidable poderío militar constituye una barrera inexpugnable ante la cual
se estrellaría cualquier pueblo que quisiera luchar contra una tiranía. “Ningún arma, ninguna fuerza es capaz de
vencer a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos”. Cita en favor
de su afirmación la revolución boliviana de 1952 y la gesta independentista de
Cuba en contra del colonialismo español, que con medio millón de soldados y
pese a contar con un armamento aplastantemente superior fueron derrotados por
los patriotas. Podríamos agregar, con el beneficio de la experiencia histórica
posterior, las derrotas sufridas por franceses y norteamericanos en Vietnam; la
propia sobrevivencia de la Revolución Cubana; y, más recientemente, la
resistencia del pueblo iraquí en contra de la ocupación decretada por George W.
Bush, como otras tantas pruebas de la verdad de aquel aserto.
Pero
¿quién es el pueblo? En contra de todo esquematismo y con un lenguaje con
claras reminiscencias del joven Marx, Fidel dice que “entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa
irredenta [...] a la que todos
engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa;
la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la
injusticia y la burla generación tras generación” (p. 59). Y ahí están los
600 mil cubanos sin trabajo, los 500 mil obreros del campo, los 400 mil obreros
industriales y braceros, los 100 mil pequeños agricultores, los 30 mil
maestros, los 20 mil pequeños comerciantes, los 10 mil profesionales jóvenes. “A este pueblo [...] no le íbamos a decir ‘Te vamos a dar’, sino
‘¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad
y la felicidad!’” (pp. 60-61). Se desprende de lo anterior una concepción
del campo popular ajena al exclusivismo “obrerista”
que tantos daños hiciera a la izquierda latinoamericana, al impedirle siquiera “ver” –¡no digamos incorporar a su
construcción política!– a esa enorme masa de campesinos, indígenas y pobres del
campo y la ciudad condenados a la invisibilidad y la negación por la condición
periférica del capitalismo latinoamericano y el colonialismo intelectual de la
izquierda tradicional, con algunas honrosas excepciones como la de José Carlos
Mariátegui. Lo que Fidel propone en su alegato implica precisamente una ruptura
con las concepciones tradicionales acerca del sujeto de las luchas
emancipadoras. Plantea, en cambio, una visión amplia, abarcadora, reconciliada
con las necesidades urgentes de la coyuntura que exige la unificación de todas
las fuerzas sociales oprimidas y explotadas por el capitalismo y no su
dispersión en un archipiélago de organizaciones políticas y sociales cuya
desunión es garantía de su propia irrelevancia. La política de alianzas del
Movimiento 26 de Julio haría de esta verdadera renovación teórica el fundamento
mismo de su actuación política.
Neutralizado
el chantaje militar y definido el sujeto de la transformación social, Fidel
enuncia el programa concreto de la revolución. En primer lugar, devolución al
pueblo de la soberanía usurpada por el tirano, restableciendo la Constitución
de 1940; la segunda ley revolucionaria concedería la propiedad de la tierra a
colonos, arrendatarios y precaristas que ocupan pequeñas parcelas, con una
razonable indemnización a los antiguos propietarios. La tercera ley otorgaría a
los obreros y empleados una participación del 30% en las utilidades de las
grandes empresas. La cuarta ley revolucionaria concedería a los colonos el 55%
del rendimiento de la caña de azúcar. La quinta confiscaría todos los bienes
malversados por los gobernantes, la mitad de cuyo producido iría a engrosar las
cajas de jubilación de obreros y empleados, y la otra mitad para financiar
hospitales, asilos y casas de beneficencia. La política exterior cubana sería
de estrecha solidaridad con las luchas de los pueblos democráticos del
continente. Otras medidas incluían la reforma agraria de la gran propiedad
territorial, la reforma integral de la enseñanza, la nacionalización de los
monopolios en la industria eléctrica y los teléfonos; medidas todas estas que
deberían ser proclamadas y ejecutadas de inmediato (pp. 61-62).
Estas
medidas se asentaban sobre un diagnóstico de lo que Fidel denomina en su
discurso la “espantosa tragedia” por
la que atraviesa Cuba, “sumada a la más
humillante opresión política”. El 85% de los pequeños agricultores cubanos
vive bajo la permanente amenaza del desalojo; hay 200 mil bohíos y chozas en el
campo, mientras 400 mil familias viven hacinadas en barracones y cuarterías;
2,2 millones de personas de la ciudad pagan onerosos alquileres y 2,8 millones
carecen de electricidad. Faltan escuelas, y las que existen tienen maestros muy
mal pagados. En el campo, el 90% de los niños están infestados con parásitos, y
entre mayo y diciembre hay 1 millón de personas sin trabajo, una cifra mayor a
la de países como Francia e Italia, con una población varias veces superior a
la de Cuba. “Enviáis a la cárcel al
infeliz que roba por hambre, pero ninguno de los cientos de ladrones que han
robado millones al Estado durmió nunca una noche tras las rejas” (p. 66).
La
última parte del alegato, luego de una nueva serie de denuncias sobre el
salvajismo de la represión a los atacantes del Moncada, culmina con una
elaborada justificación –anclada en la mejor tradición de la filosofía política
occidental– sobre el derecho a la rebelión. “Admito
y creo que la revolución sea fuente de derecho –dice en su discurso– pero no podrá llamarse jamás revolución al
asalto nocturno a mano armada del 10 de marzo” que instauró la tiranía de
Fulgencio Batista (p. 91). Y en una referencia cuya actualidad se reafirma con
sólo echar una ojeada a la dirigencia de nuestras así llamadas “democracias” –en realidad, oligarquías
apenas disimuladas tras un ligerísimo barniz de sufragio universal hábilmente
manipulado– decía Fidel que Batista “vive
entregado de pies y manos a los grandes intereses, y no podía ser de otro modo
por su mentalidad, por la carencia total de ideología y de principios, por la
ausencia absoluta de la fe, la confianza y el respaldo de las masas” (p.
92). Aludiendo a lo que en el lenguaje de nuestros días sería la tan alabada “alternancia”, un atributo supuestamente
propio de las democracias maduras, remata su razonamiento diciendo que el golpe
liderado por Batista “fue un simple
cambio de manos y un reparto de botín entre los amigos, parientes, cómplices y
la rémora de parásitos voraces que integran el andamiaje político del dictador”
(p. 92).
El
último movimiento de esta verdadera sinfonía política que es La historia me
absolverá lo constituye una encendida invocación a la legitimidad del
derecho a la rebelión ante toda forma de despotismo. En los tramos finales de
su discurso, Fidel pasa revista en primer lugar a las disposiciones de la
propia Constitución de 1940, pisoteada por la satrapía gobernante, para luego
internarse por el largo sendero de la filosofía política señalando, a cada
paso, la forma en que sus principales exponentes defendieron a lo largo de una
historia más de dos veces milenaria el derecho de los pueblos a rebelarse ante
los tiranos. Desfilan así desde referencias al pensamiento político-religioso
de China e India en sus tiempos más remotos hasta su entronque con la tradición
occidental nacida en Grecia y, desde ahí, a Roma para luego expandirse por todo
el occidente europeo. Mención especial se hace de los argumentos en favor de la
rebelión desarrollados por John of Salisbury, Tomás de Aquino, Martín Lutero,
Juan Mariana, Jean Calvin, John Knox, John Ponet, Johannes Althussius, John
Milton, John Locke, Jean-Jacques Rousseau, Thomas Paine y también presentes en
la Declaración de la Independencia de EE.UU. y la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano surgida de la Revolución Francesa.
Luego
de tamaña argumentación, “¿Cómo
justificar la presencia de Batista en el poder, al que llegó contra la voluntad
del pueblo y violando por la traición y por la fuerza las leyes de la
república? ¿Cómo calificar de legítimo un régimen de sangre, opresión y
tiranía?”. Toda la tradición filosófica-política occidental condena
semejante despropósito, pero el mandato que surge de las enseñanzas de Martí es
aún más terminante: “cuando hay muchos
hombres sin decoro hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos
hombres” y serán esos los que se rebelen contra los tiranos y las
satrapías. Los jóvenes atacantes del Moncada son precisamente esa clase de
hombres y mujeres necesarios para las grandes epopeyas de la liberación.
Hombres y mujeres dispuestos a ofrendar sus vidas, sabedores que “morir por la patria es vivir”. En el
año del centenario de su nacimiento, concluye Fidel, Martí está más vivo que
nunca en la rebeldía y la dignidad de su pueblo.
La fe
inquebrantable en la causa de la emancipación humana y social, su absoluta
convicción en el triunfo final del proceso revolucionario, lo lleva a advertir
a sus jueces que “ahora estáis juzgando a
un acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas,
cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro.
Entonces lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se haya escuchado
de mi boca, sino porque el problema de la justicia es eterno” (p. 87). En
el cuidadoso, medido, equilibrio político y ético de su discurso, el afán de
justicia predomina claramente sobre el ansia de venganza. Todo esto, claro
está, sobre el telón de fondo gramsciano del “optimismo del corazón”. Equilibrio y serenidad que habían quedado
de manifiesto al decir que “para mis
compañeros muertos no clamo venganza”, a pesar de que se contaban entre
ellos algunos de sus más cercanos amigos. “Como
sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con las suyas todos los
criminales juntos” (p. 86). No apela, como es usual en estos casos, a la
clemencia de sus jueces para conseguir su propia libertad. “No puedo pedirla –nos dice dando muestras de su ejemplar dignidad–
cuando mis compañeros están sufriendo ya
en Isla de Pinos ignominiosa prisión”. Y termina con una frase
premonitoria: “Condenadme, no importa, la
historia me absolverá”.
- Dr.
Atilio Boron, director del Programa Latinoamericano de
Educación a Distancia en Ciencias Sociales (PLED), Buenos Aires, Argentina.
Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2013. www.atilioboron.com.ar
* Una vibrante descripción del Juicio se
encuentra en la obra de Marta Rojas, única periodista que pudo presenciarlo y
tomar extensas notas de todo lo que allí se dijo. Ver su El Juicio del
Moncada (Córdoba: Editorial Espartaco, 2007)
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