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Por qué hay que construir espacios autónomos, autogestivos, desmercantilizados

Rebelión, 25-06-2013

Defiendo desde mucho tiempo atrás la idea de que la construcción de espacios de autonomía en los cuales procedamos a aplicar reglas del juego diferentes de las que se nos imponen debe ser tarea prioritaria para cualquier movimiento que ponga manos a la tarea de contestar el capitalismo desde la doble perspectiva de la autogestión y la desmercantilización.

Creo que la opción que me ocupa es tan necesaria como honrosa y hacedera. En último término se asienta en la convicción de que hay que empezar a construir, desde ya, la sociedad del mañana, con el doble propósito de salir con urgencia del capitalismo y de perfilar estructuras autogestionadas desde abajo, lejos del trabajo asalariado y de la mercancía. Me parece, por añadidura, que esos espacios, que por lógica tienen capacidad de atracción y de expansión, configuran un proyecto mucho más realista que el que preconiza desde siempre, ahora con la boca pequeña, la socialdemocracia ilustrada. Cuando alguien me habla de la necesidad de crear una banca pública, me veo en la obligación de preguntarme cuánto tiempo podemos aguardar a que aquélla se haga realidad, tanto más cuanto la propuesta en cuestión tiene por necesidad que pasar por el cauce de partidos, parlamentos e instituciones.

Agrego -aunque creo que el añadido está de más- que esos espacios de autonomía de los que hablo no pueden ser, en modo alguno, instancias aisladas que se acojan a un proyecto meramente individualista y particularista: su perspectiva tiene que ser, por fuerza, la de la autogestión generalizada. No sólo eso: su aprestamiento no puede dejar de lado la contestación activa, frontal, del sistema. No se olvide que quienes apuestan por esos espacios las más de las veces han preservado formas de lucha de honda tradición y, lejos del sindicalismo de pacto que se revela por todas partes, trabajan en organizaciones que han estado de siempre en esa pelea.

Cierto es que el proyecto que ahora defiendo ha suscitado críticas que merecen tanta atención como réplica. Se ha dicho, por lo pronto, y creo que contra toda razón, que se asienta en una aceptación soterrada del orden capitalista. Sorprende que esto lo digan quienes han decidido asumir el camino de las dos vías alternativas que se vislumbran en el mundo de la izquierda: la parlamentario-legalista y la revolucionario-putschista. Si en el primer caso la sorpresa lo es por razones obvias, en el segundo remite a razones que deben serlo también, de la mano de la sonora aceptación de todo el imaginario del poder, de la jerarquía, de la vanguardia y de la sustitución.

No quiero molestar a nadie cuando subrayo que esas dos vías presuntamente alternativas comparten demasiados elementos comunes. En ambas falta cualquier reflexión seria sobre el poder y la alienación. En ambas se elude la consideración de lo que el poder significa en todos los ámbitos: la familia, la escuela, el trabajo, la ciencia, la tecnología, los sindicatos y los partidos. En ambas se esquivan las secuelas que acompañan a las sociedades complejas, a la industrialización, a la urbanización y a la desruralización. En ambas se aprecia lo que casi siempre es una aceptación callada de los mitos del crecimiento, el consumo y la competitividad. En ambas se barrunta, en fin, el riesgo de una absorción inminente por un sistema que en los hechos nunca se ha abandonado. Castoriadis habló al respecto, decenios atrás, del “constante renacimiento de la realidad capitalista en el seno del proletariado”.

Obligado estoy a apostillar que si la discusión que hoy rescato es muy antigua, hoy tiene un relieve acaso mayor que el que le correspondió en cualquier momento del pasado. Lo tiene al menos a los ojos de quienes estimamos que el capitalismo ha entrado en una fase de corrosión terminal que, merced al cambio climático, al agotamiento de las materias primas energéticas, a la prosecución del expolio de los países del Sur, a la desintegración de precarios colchones sociales y al despliegue desesperado de un nuevo y obsceno darwinismo social, coloca el colapso a la vuelta de la esquina. Frente a ello la respuesta de las dos vías alternativas antes mencionadas se antoja infelizmente débil: si en unos casos poco más reclama que la defensa de los Estados del bienestar y una “salida social a la crisis” -o, lo que es lo mismo, un tan irreal como sórdido regreso a 2007-, en otros se asienta en la ilusión de que una vanguardia autoproclamada, investida de la autoridad que proporciona una supuesta ciencia social, debe decidir por todos al amparo de su designio de imitar fiascos como muchos de los registrados en el siglo XX. En su defecto, unos y otros promueven alegatos radicalmente anticapitalistas que no se preocupan de documentar cómo el proyecto correspondiente se llevará a cabo. Al final, y en el mejor de los casos, se traducen en una activa y respetable lucha en el día a día que, sin embargo, tiene consecuencias limitadas.

Bien sé que el horizonte de la autonomía, de la autogestión y de la desmercantilización no resuelve mágicamente todos estos problemas. Me limito a certificar que nos acerca a esa solución. Ni siquiera creo que esté por detrás de las demás aparentes opciones en lo que hace a una discusión mil veces mantenida: la que nace de la pregunta relativa a si somos tan ingenuos como para concluir que nuestros espacios autónomos no serán objeto de la iras represivas del capital y del Estado. No lo somos: simplemente nos limitamos a preguntar cuáles son las defensas que, para sus proyectos, desean y están en condiciones de desplegar nuestros amigos que preconizan las vías parlamentario-legal y revolucionario-putschista, tanto más cuanto que, las cosas como van, se intuye que no tendrán nada que defender. ¿Acaso son más sólidas y creíbles que las nuestras? ¿O será que, y permítaseme la maldad, quienes se lancen a la tarea de reprimir los espacios autónomos serán al cabo los amigos con los que hoy debatimos?

Dejo para el final, en suma, una disputa que no carece de interés: la de si el proyecto de autonomía y los otros dos que he glosado aquí críticamente son incompatibles o, por el contrario, pueden encontrar un acomodo. Responderé de manera tan rápida como interesada: si la consecuencia mayor de ese acomodo es permitir que muchas gentes se acerquen a los espacios liberados, bien venida sea. Pero me temo que hablamos de proyectos que remiten a visiones diametralmente distintas de lo que es la organización social y de lo que supone la emancipación. Y me veo en la obligación de subrayar esa tara ingente que es que en las apuestas de la izquierda tradicional no haya nada que huela a autogestión, y sí se aprecie el olor, en cambio, de jerarquías, delegaciones y reproducciones cabales del mundo que aparentemente decimos contestar. Aunque nadie tiene ninguna solución mágica para los problemas, cada vez estoy más convencido de que hay quien ha decidido asumir el camino más rápido y convincente.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la UAM.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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