Modernos Robin Hood aparecieron en
Morelia. El pasado 26 de abril, estudiantes normalistas retuvieron siete
camiones que transportaban galletas, pan, productos lácteos, refrescos y agua
potable. Pasadas las 10:30 de la mañana, trasladaron dos unidades al centro de
la ciudad. Una hora después llevaron las restantes. Con ellas bloquearon el
centro histórico. Al no recibir respuesta a sus demandas distribuyeron
gratuitamente los alimentos entre la población. No tomaron nada para ellos.
La exigencia central de los normalistas es empleo. Para ser exactos, que se
otorguen mil 200 plazas a los egresados de este ciclo escolar. Estudiaron
durante años para ser profesores; están a punto de terminar sus estudios y
ahora las autoridades les salen con que no hay trabajo. Lo demandan desde hace
días, en todos los tonos y formas posibles. Pero el gobierno estatal se niega a
resolverles su petición, a pesar de que hacen falta maestros en la entidad, y
de que los jóvenes están capacitados para ejercer la profesión.
Los muchachos están rabiosos. Están convencidos
de proceder correctamente. Señalan que su acción es justiciera porque devuelve
al pueblo lo que pagan con sus impuestos. A la reportera Ana María Cano le
aseguraron:
No tenemos miedo. Más bien que se cuiden los empresarios, porque vamos a seguir tomando camiones y vamos a regalar la mercancía. Las compañías afectadas por la protesta estudiantil tienen fuertes intereses en el sector educativo. Sus dueños auspician las campañas de odio contra el magisterio democrático y sus productos se venden en escuelas.
Dos días antes, el 24 de abril, en Chilpancingo,
profesores furiosos protagonizaron una moderna versión de Fuenteovejuna y atacaron
las sedes de Movimiento Ciudadano, PAN, PRD y PRI. Su cólera se concentró en
las instalaciones de partidos e instituciones políticas. Rompieron puertas y
ventanas, quemaron basura y pintarrajearon paredes. Ninguna persona fue
agredida. En lugar de deslindarse de las expresiones de inconformidad, la
dirección de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación en la
entidad (CETEG) trató de explicarlas.
Estaban
iracundos porque, por segunda ocasión consecutiva, fueron burlados por el
gobernador de Guerrero y los legisladores locales. Los maestros hicieron un
acuerdo político con el PRD en el estado, fuerza política mayoritaria en la
entidad, que abría una puerta a la solución de un grave conflicto. El sol azteca se comprometió a avalar la
propuesta de Ley Estatal de Educación, pero en una sede alterna del Congreso en
la ciudad de Acapulco no honró su compromiso. PRD, Movimiento Ciudadano y PT
tienen 26 diputados de los 46 que integran la Legislatura, suficientes para
sacar adelante los cambios legales. Sin embargo, en la sesión apenas 18
diputados votaron en favor de las propuestas magisteriales; los ocho restantes
traicionaron el acuerdo.
No fue la primera ocasión que el gobernador y
los legisladores les tomaron el pelo a los mentores. El 2 de abril, el mismo
Congreso rechazó con 35 votos en contra y siete a favor la iniciativa de
reformas de la Ley Estatal de Educación que envió el gobernador Ángel Aguirre
Rivero y fue negociada con la CETEG. El presidente de la Comisión de Gobierno,
el perredista Bernardo Ortega, dijo que la iniciativa fue votada en contra por
contravenir a la reforma educativa federal aprobada por el Congreso de la Unión
en diciembre pasado.
La
radicalidad de las acciones de normalistas y profesores no es ajena a la
intensa campaña de odio que el mundo empresarial y varios medios de
comunicación han desatado contra ellos. Con la más absoluta impunidad se ha
satanizado y vilipendiado a los maestros del país porque se niegan a aceptar
una reforma que no se les consultó, denigratoria de su actividad profesional y
lesiva a sus intereses, y a los de la educación pública.
Lejos de ser expresión de la penetración de guerrillas en el movimiento magisterial
–como irresponsablemente señala Graco Ramírez, gobernador de Morelos– la rabia
de normalistas y maestros es expresión de una situación límite: las autoridades
se niegan a negociar sus demandas, y cuando lo hacen forzados por la
movilización social, se burlan de los acuerdos que establecen.
El descontento de los trabajadores de la
educación muestra el fracaso del Pacto por México para dar gobernabilidad al
país. La ira que dañó los edificios de los partidos políticos en Chilpancingo
tiene un mensaje implícito: esos partidos
–dicen los maestros– no nos representan.
Pueden ponerse de acuerdo en la cúpula, pueden llegar a acuerdos, pero ellos no
hablan por nosotros.
Efectivamente, mientras los dirigentes de los
partidos y del gobierno federal se amarran a sí mismos con acuerdos en las
alturas, el México de abajo está desatado. Cientos de conflictos ambientales
han estallado a lo largo y ancho de todo el país, contra empresas mineras,
megaproyectos de infraestructura y desvío y contaminación de las cuencas
hidrológicas. Decenas de policías comunitarias han surgido ante la crisis de
inseguridad pública, en al menos ocho estados. Una galaxia de problemas
educativos ha aflorado en la UACM, la UNAM, los Colegios de Bachilleres, la
Universidad Chapingo y muchos otros centros de enseñanza.
Ninguna
de esas expresiones de descontento tiene cabida en el Pacto por México ni en los partidos políticos. Por el contrario, la
vía del pacto, elitista, excluyente y
suplantadora, las exacerba aún más. Las campañas de odio contra los afectados
por las
reformasno servirán para disuadirlos, antes bien, alimentarán algunos de sus rasgos más contestarios. Y ni qué decir de la intención de burlarlos.
Guerrero y Michoacán (más lo que se acumule en
mayo) muestran que los movimientos sociales ya no son lo que eran. Se ha
modificado su constitución, su dinámica de lucha, su horizonte, su radicalidad.
En parte son imprevisibles. Son lo que son y llegaron para quedarse. Son
modernos Robin Hoods y Fuenteovejunas. Quienes deciden el
rumbo del país inevitablemente deberán tomarlos en cuenta. Si no lo hacen,
corren el riesgo de llevarse algo más que unos cuantos sustos.
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