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La sociedad de la descolonización (someter nuestros saberes a la crítica de los condenados de la Tierra)

La Jornada, 20-05-2013
 
En principio todos estamos contra el colonialismo y contra el patriarcado. Todos defendemos la necesidad de la descolonización y la lucha antipatriarcal, tanto en el pensamiento crítico como en la actividad concreta. Es casi imposible encontrar personas, por lo menos en la izquierda y en los movimientos, que defiendan el machismo y el eurocentrismo colonialista. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas cuando se trata de aceptar que el otro, y la otra, son sujetos autónomos. Sobre todo si son indios, negros y pobres.
El colonialismo se nos cuela en el alma y en el cuerpo alentado por inercias tan invisibles como el propio patriarcado. Las opresiones, a diferencia de la explotación, no pueden medirse como se mide la tasa de ganancia o la plusvalía. Son relaciones que nos atraviesan, nos modelan, están tanto fuera como dentro de nosotros y, por lo tanto, no se pueden combatir sin involucrarse integralmente. Sin embargo, la opresión es tan estructural como la explotación capitalista y sus efectos no son menos dañinos.
El sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel recupera parte del análisis de Frantz Fanon, quien divide el mundo en dos: la zona del ser y la zona del no ser. El complejo entramado de jerarquías de poder puede, en última instancia, reducirse a dos jerarquías que son las que determinan las demás. La opresión racial es el nudo que permite distinguir ambas zonas. Mientras en la zona del ser se reconoce la humanidad de las personas, en la del no ser esa humanidad es negada.
Pero lo fundamental es cómo el sistema gestiona los conflictos en cada zona: En la zona del ser se usan regulación y emancipación y en la zona del no ser utilizan violencia y desposesión, señala en una notable entrevista titulada ¿Cómo luchar decolonialmente? (Diagonal, 1/4/13). De esa afirmación deduce la necesidad de teorías críticas diferenciadas que den cuenta de las experiencias histórico-sociales diferenciadas entre zona del ser y zona del no ser.
Por lo tanto, pretender aplicar las lógicas emancipatorias nacidas en las luchas de los oprimidos de la zona del ser, o sea las concepciones revolucionarias del norte, a la zona del no ser, es tanto como actuar colonialmente. La izquierda blanca aplica un aparato teórico antiesencialista que cuestiona las identidades –dice Grosfoguel–, imponiendo de ese modo su cosmovisión, que necesariamente aplasta o desplaza las cosmovisiones no occidentales. “Para un oprimido arriba de la línea de lo humano (proletario, mujer, queer, nacionalidad, occidental, etcétera), la violencia es una excepción en tu vida”.
No puede existir una teoría revolucionaria única para todo el mundo, ni una sola estrategia válida en todo tiempo y lugar. Por otro lado, es evidente que los afortunados de la Tierra y los condenados de la Tierra no están divididos por fronteras nacionales y que a menudo viven en un mismo Estado-nación. Las crisis también los afectan de modo diferente, entre otras cosas porque hay un 80 por ciento de la población de la humanidad que ha estado viviendo en crisis por 500 años.
Grosfoguel dice que quienes somos blancos y nacimos en la zona del ser no debemos pretender que lo entendemos todo, que nuestras ideas y visiones no son universales, que debemos ser más humildes y estar dispuestos a reconocer la particularidad y limitación de nuestro marco conceptual. Quienes nos formamos en el marxismo, ¿estamos dispuestos a aceptar la carga de colonialismo que supone aplicar ciertas categorías y estrategias ante cualquier situación y en relación con todos los sujetos?
Ciertos conceptos, formas organizativas y modos de hacer nacidos en el combate de la clase trabajadora occidental no deben ser aplicados en toda circunstancia, a riesgo de actuar de modo patriarcal y colonizador. Cuando la Internacional Comunista trasladó a China el mismo esquema de acción nacido en Europa, y promovió las insurrecciones obreras de Cantón y Shanghai, en 1926 y 1927, cosechó la indiferencia de las mayorías, que no se mostraban dispuestas a aceptar la dirección del proletariado. Fue Mao quien dio un giro a la lucha revolucionaria china al colocar al campesinado en el centro de la acción y de los modos de hacer la guerra.
En América Latina nos encontramos con pueblos que siempre tuvieron una relación de exterioridad con los estados y aún siguen viviendo y soñando por fuera de la relación estatal. Sienten el Estado-nación como herencia colonial y ni siquiera están cómodos dentro del molde del Estado plurinacional que, dicen, pretende refundar los viejos estados coloniales. Los kataristas bolivianos que suelen expresarse, entre otros, a través del periódico Pukara, sostienen un importante debate sobre la actualidad del colonialismo, al igual que los historiadores mapuches.
¿Estamos dispuestos a revisar los sentidos comunes heredados, como hizo Marx en su intercambio con los populistas rusos, de quienes aprendió que la comunidad rural podía ser el hilo conductor de una transición hacia el socialismo sin pasar por el capitalismo, como pensaba en ese momento toda la izquierda europea? La actualidad de esa polémica estriba en una ética radical que le permitió a Marx aprender de los pueblos atrasados.
Someter nuestros saberes a la crítica de los condenados de la Tierra, aceptar que ellos y ellas tienen otros saberes no menos ni más valiosos que los nuestros, supone un doble ejercicio: de humildad y de compromiso. Humildad para aceptar las limitaciones de nuestros mundos y saberes, para estar dispuestos a aprender de lo diferente cuando sus portadores (y portadoras) son gentes comunes del color de la tierra.
Compromiso porque a esos saberes no se accede en los lustrosos salones de la academia, ni en las cómodas butacas de las instituciones. Asimilar esos saberes requiere compartir los dolores y las fiestas, las caminatas y las celebraciones de los de más abajo, en sus territorios y en la medida de sus tiempos. Desde tiempos remotos a esa actitud la llamamos militancia.

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