Che, en representación del gobierno de Cuba, saluda a Kim Il Sung, líder del pueblo de la República Popular Democrática de Corea |
Cubadebate,
06-04-2013
La
nación coreana, con su peculiar cultura que la diferencia de sus vecinos chinos
y japoneses, existe desde hace tres mil años. Son características típicas de
las sociedades de esa región asiática, incluidas la china, la vietnamita y
otras. Nada parecido se observa en las culturas occidentales, algunas con menos
de 250 años.
Los japoneses habían arrebatado a China en la
guerra de 1894 el control que ejercía sobre la dinastía coreana y convirtieron
su territorio en una colonia de Japón. Por acuerdo entre Estados Unidos y las
autoridades coreanas, el protestantismo fue introducido en ese país en el año
1892. Por otro lado, el catolicismo había penetrado igualmente en ese siglo a
través de las misiones. Se calcula que actualmente en Corea del Sur alrededor del
25 por ciento de la población es cristiana y una cifra similar es budista. La
filosofía de Confucio ejerció gran influencia en el espíritu de los coreanos,
que no se caracterizan por las prácticas fanáticas de la religión.
Dos importantes figuras ocuparon los primeros
planos de la vida política de esa nación en el siglo XX. Syngman Rhee, que nace
en marzo de 1875, y Kim Il Sung 37 años después, en abril de 1912. Ambas
personalidades, de distinto origen social, se enfrentaron a partir de
circunstancias históricas ajenas a ellos. Los cristianos se oponían al sistema
colonial japonés, entre ellos Syngman Rhee, que era practicante activo del
protestantismo.
Corea cambió de status: Japón anexó su
territorio en 1910. Años más tarde, en 1919, Rhee fue nombrado Presidente del
Gobierno Provisional en el exilio, con sede en Shanghai, China. Nunca empleó
las armas contra los invasores.
La Liga de las Naciones, en Ginebra, no le
prestó atención.
El imperio japonés fue brutalmente represivo con
la población de Corea. Los patriotas resistieron con las armas la política
colonialista de Japón y lograron liberar una pequeña zona en los terrenos
montañosos del Norte, durante los últimos años de la década de 1890.
Kim Il Sung, nacido en las proximidades de
Pyongyang, a los 18 años se incorporó a las guerrillas comunistas coreanas que
luchaban contra los japoneses. En su activa vida revolucionaria alcanzó la
jefatura política y militar de los combatientes anti japoneses del Norte de
Corea, cuando solo tenía 33 años de edad.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Estados
Unidos decidió el destino de Corea en la posguerra. Entró en la contienda
cuando fue atacado por una criatura suya, el Imperio del Sol Naciente, cuyas
herméticas puertas feudales abrió el Comodoro Perry en la primera mitad del
siglo XIX apuntando con sus cañones al extraño país asiático que se negaba a
comerciar con Norteamérica.
El aventajado discípulo se convirtió más tarde
en un poderoso rival, como ya expliqué en otra ocasión. Japón golpeó
sucesivamente décadas más tarde a China y Rusia, apoderándose adicionalmente de
Corea. No obstante, fue astuto aliado de los vencedores en la Primera Guerra
Mundial a costa de China. Acumuló fuerzas y, convertido en una versión asiática
del nazi fascismo, intentó ocupar el territorio de China en 1937 y atacó a
Estados Unidos en diciembre de 1941; llevó la guerra al Sudeste Asiático y a
Oceanía.
Los dominios coloniales de Gran Bretaña,
Francia, Holanda y Portugal en la región estaban condenados a desaparecer y
Estados Unidos surgía como la potencia más poderosa del planeta, resistida solo
por la Unión Soviética, entonces destruida por la Segunda Guerra Mundial y las
cuantiosas pérdidas materiales y humanas que le ocasionó el ataque nazi. La
Revolución china estaba por concluir en 1945 cuando la matanza mundial cesó. El
combate unitario anti japonés ocupaba entonces sus energías. Mao, Ho Chi Minh,
Gandhi, Sukarno y otros líderes prosiguieron después su lucha contra la
restauración del viejo orden mundial que era ya insostenible.
Truman lanzó contra dos ciudades civiles
japonesas la bomba atómica, arma nueva terriblemente destructiva de cuya
existencia, como se ha explicado, no había informado al aliado soviético, el
país que más contribuyó a la destrucción del fascismo. Nada justificaba el
genocidio cometido, ni siquiera el hecho de que la tenaz resistencia japonesa
había costado la vida a casi 15 mil soldados norteamericanos en la isla
japonesa de Okinawa. Ya Japón estaba derrotado y tal arma, lanzada contra un
objetivo militar, habría tenido más tarde o más temprano el mismo efecto
desmoralizador en el militarismo japonés sin nuevas bajas para los soldados de
Estados Unidos. Fue un acto incalificable de terror.
Los soldados soviéticos avanzaban sobre
Manchuria y el Norte de Corea, tal como lo habían prometido al cesar los
combates en Europa. Los aliados habían definido previamente hasta qué punto
llegaría cada fuerza. En la mitad de Corea estaría la línea divisoria,
equidistante entre el río Yalu y el Sur de la península. El gobierno
norteamericano negoció con los japoneses las normas que regirían la rendición
de las tropas en su propio territorio. Japón sería ocupado por Estados Unidos.
En Corea, anexada a Japón, permanecía una gran
fuerza del poderoso ejército japonés. En el Sur del Paralelo 38, límite
divisorio establecido, prevalecerían los intereses de Estados Unidos. Syngman
Rhee, reincorporado a esa parte del territorio por el gobierno de Estados Unidos,
fue el líder al que apoyó, con la cooperación abierta de los japoneses. Ganó
así las reñidas elecciones de 1948. Los soldados del Ejército Soviético se
habían retirado de Corea del Norte ese año.
El 25 de junio de 1950 estalló la guerra en el
país. Todavía se discute quién realizó el primer disparo, si los combatientes
del Norte o los soldados norteamericanos que montaban guardia junto a los
soldados reclutados por Rhee. La discusión carece de sentido si se analiza
desde el ángulo coreano. Los combatientes de Kim Il Sung lucharon contra los
japoneses por la liberación de toda Corea. Sus fuerzas avanzaron incontenibles
hasta las proximidades del extremo Sur, donde los yanquis se defendían con el
apoyo masivo de sus aviones de ataque. Seúl y otras ciudades habían sido
ocupadas. MacArthur, jefe de las fuerzas norteamericanas del Pacífico, decidió
ordenar un desembarco de la infantería de Marina por Incheon, en la retaguardia
de las fuerzas del Norte, que estas no podían ya contrarrestar. Pyongyang cayó
en manos de las fuerzas yanquis, precedidas por devastadores ataques aéreos.
Ello impulsó la idea por parte del mando militar norteamericano en el Pacífico
de ocupar toda Corea, ya que el Ejército de Liberación Popular de China,
dirigido por Mao Tsé Tung, había infligido una derrota aplastante a las fuerzas
pro yanquis de Chiang Kai-shek, abastecidas y apoyadas por Estados Unidos.
Todo el territorio continental y marítimo de ese
gran país había sido recuperado, con excepción de Taipei y algunas otras
pequeñas islas próximas donde se refugiaron las fuerzas del Kuomintang,
transportadas por naves de la Sexta Flota.
La historia de lo ocurrido entonces se conoce
hoy bien. No olvidar que Boris Yeltsin entregó a Washington, entre otras cosas,
los archivos de la Unión Soviética. ¿Qué hizo Estados Unidos cuando estalló el
conflicto prácticamente inevitable bajo las premisas creadas en Corea? Presentó
a la parte norte de ese país como agresora. El Consejo de Seguridad de la
recién creada Organización de Naciones Unidas, promovida por las potencias
vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, aprobó la resolución sin que uno de
los cinco miembros pudiera vetarla. En esos precisos meses la URSS se había
manifestado inconforme con la exclusión de China en el Consejo de Seguridad,
donde Estados Unidos reconocía a Chiang Kai-shek, con menos del 0,3 por ciento
del territorio nacional y menos del 2 por ciento de la población, como miembro
del Consejo de Seguridad con derecho al veto.
Tal arbitrariedad condujo a la ausencia del
delegado ruso, a consecuencia de lo cual se produjo el acuerdo de ese Consejo
dando a la guerra el carácter de una acción militar de la ONU contra el
presunto agresor: la República Popular Democrática de Corea. China, ajena por
completo al conflicto, que afectaba su lucha inconclusa por la liberación total
del país, vio cernirse la amenaza directa contra su propio territorio, lo cual
era inaceptable para su seguridad. Según datos publicados, envió al primer
ministro Chou Enlai a Moscú, para expresar a Stalin su punto de vista sobre lo
inadmisible que era la presencia de fuerzas de la ONU bajo el mando de Estados
Unidos en las riberas del río Yalu, que delimita la frontera de Corea con
China, y solicitarle la cooperación soviética. No existían entonces contradicciones
profundas entre los dos gigantes socialistas.
El contragolpe chino se afirma que estaba
planeado para el 13 de octubre y Mao lo pospuso para el 19, esperando la
respuesta soviética. Era el máximo que podía dilatarlo.
Pienso concluir esta reflexión el próximo
viernes. Es un tema complejo y trabajoso, que demanda especial cuidado y datos
tan precisos como sea posible. Son hechos históricos que deben conocerse y
recordarse.
El 19 de octubre de 1950 más de 400 mil
combatientes voluntarios chinos, cumpliendo las instrucciones de Mao Tsé Tung,
cruzaron el Yalu y salieron al paso de las tropas de Estados Unidos que
avanzaban hacia la frontera china. Las unidades norteamericanas, sorprendidas
por la enérgica acción del país al que habían subestimado, se vieron obligadas
a retroceder hasta las proximidades de la costa sur, bajo el empuje de las
fuerzas combinadas de chinos y coreanos del Norte.
Stalin, que era sumamente cauteloso, prestó una
cooperación mucho menor que lo que esperaba Mao, aunque valiosa, mediante el
envío de aviones MiG-15 con pilotos soviéticos, en un frente limitado de 98
kilómetros, que en la etapa inicial protegieron a las fuerzas de tierra en su
intrépido avance. Pyongyang fue de nuevo recuperado y Seúl ocupado otra vez,
desafiando el incesante ataque de la fuerza aérea de Estados Unidos, la más
poderosa que ha existido nunca. MacArthur estaba ansioso por atacar a China con
el empleo de las armas atómicas. Demandó su uso tras la bochornosa derrota
sufrida. El presidente Truman se vio obligado a sustituirlo del mando y nombrar
al general Matthews Ridgway como jefe de las fuerzas de aire, mar y tierra de
Estados Unidos en el teatro de operaciones. En la aventura imperialista de
Corea participaron, junto a Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, Países
Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Grecia, Canadá, Turquía, Etiopía Sudáfrica,
Filipinas, Australia, Nueva Zelanda, Tailandia y Colombia. Este país fue el
único participante por América Latina, bajo el gobierno unitario del
conservador Laureano Gómez, responsable de matanzas masivas de campesinos. Con
ella, como se vio, participaron la Etiopía de Haile Selassie, donde todavía
existía la esclavitud, y la Sudáfrica gobernada por los racistas blancos.
Hacía apenas cinco años que la matanza mundial
iniciada en septiembre de 1939 había concluido, en agosto de 1945.
Después de sangrientos combates en el territorio
coreano, el Paralelo 38 volvió a ser el límite entre el Norte y el Sur. Se
calcula que murieron en esa guerra cerca de dos millones de coreanos del Norte,
entre medio millón o un millón de chinos y más de un millón de soldados
aliados. Por parte de Estados Unidos perdieron la vida alrededor de 44 mil
soldados; no pocos de ellos eran nacidos en Puerto Rico u otros países
latinoamericanos, reclutados para participar en una guerra a la que los llevó
la condición de inmigrantes pobres.
Japón obtuvo grandes ventajas de esa contienda;
en un año, la manufactura creció un 50 %, y en dos recuperó la producción
alcanzada antes de la guerra. No cambió, sin embargo, la percepción de los
genocidios cometidos por las tropas imperiales en China y Corea. Los gobiernos
de Japón han rendido culto a los actos genocidas de sus soldados, que en China
habían violado a 25 decenas de miles de mujeres y asesinaron brutalmente a
cientos de miles de personas, como ya se explicó en una reflexión.
Sumamente laboriosos y tenaces, los japoneses
han convertido su país, desprovisto de petróleo y otras materias primas
importantes, en la segunda potencia económica del mundo.
El PIB de Japón, medido en términos capitalistas
–aunque los datos varían según las fuentes occidentales–, asciende hoy a más de
4,5 millones de millones de dólares, y sus reservas en divisas alcanzan más de
un millón de millones. Es todavía el doble del PIB de China, 2,2 millones de
millones, aunque esta posee un 50 % más de reservas en moneda convertible que
ese país. El PIB de Estados Unidos, 12,4 millones de millones, con 34,6 veces
más territorio y 2,3 veces más población, es apenas tres veces mayor que el de Japón.
Su gobierno es hoy uno de los principales aliados del imperialismo, cuando este
se halla amenazado por la recesión económica y las armas sofisticadas de la
superpotencia se esgrimen contra la seguridad de la especie humana.
Son lecciones imborrables de la historia.
La guerra, en cambio, afectó considerablemente a
China.
Truman dio órdenes a la VI Flota de impedir el
desembarco de las fuerzas revolucionarias chinas que culminarían la liberación
total del país con la recuperación del 0,3 % de su territorio, que había sido
ocupado por el resto de las fuerzas pro yanquis de Chiang Kai shek que hacia
allí se fugaron.
Las
relaciones chino-soviéticas se deterioraron después, tras la muerte de Stalin,
en marzo de 1953. El movimiento revolucionario se dividió en casi todas partes.
El llamamiento dramático de Ho Chi Minh dejó constancia del daño ocasionado, y
el imperialismo, con su enorme aparato mediático, atizó el fuego del extremismo
de los falsos teóricos revolucionarios, un tema en el que los órganos de
inteligencia de Estados Unidos se convirtieron en expertos.
A Corea del Norte le había correspondido, en la
arbitraria división, la parte más accidentada del país. Cada gramo de alimento
tenía que obtenerlo a costa de sudor y sacrificio. De Pyongyang, la capital, no
quedó piedra sobre piedra. Un elevado número de heridos y mutilados de guerra
debían ser atendidos. Estaban bloqueados y sin recursos. La URSS y los demás
Estados del campo socialista se reconstruían.
Cuando llegué el 7 de marzo de 1986 a la
República Popular Democrática de Corea, casi 33 años después de la destrucción
que dejó la guerra, era difícil creer lo que allí sucedió. Aquel pueblo heroico
había construido infinidad de obras: grandes y pequeñas presas y canales para
acumular agua, producir electricidad, abastecer ciudades y regar los campos;
termoeléctricas, importantes industrias mecánicas y de otras ramas, muchas de
ellas bajo tierra, enclavadas en las profundidades de las rocas a base de trabajo
duro y metódico. Por falta de cobre y aluminio se vieron obligados a utilizar
incluso hierro en líneas de transmisión devoradoras de energía eléctrica, que
en parte procedía de la hulla. La capital y otras ciudades arrasadas fueron
construidas metro a metro. Calculé millones de viviendas nuevas en áreas
urbanas y rurales y decenas de miles de instalaciones de servicios de todo
tipo. Infinitas horas de trabajo estaban convertidas en piedra, cemento, acero,
madera, productos sintéticos y equipos. Las siembras que pude observar,
dondequiera que fui, parecían jardines. Un pueblo bien vestido, organizado y
entusiasta estaba en todas partes, recibiendo al visitante. Merecía la
cooperación y la paz.
No hubo tema que no discutiera con mi ilustre
anfitrión Kim Il Sung. No lo olvidaré.
Corea quedó dividida en dos partes por una línea
imaginaria.
El Sur vivió una experiencia distinta. Era la
parte más poblada y sufrió menos destrucción en aquella guerra.
La presencia de una enorme fuerza militar
extranjera requería el suministro de productos locales manufacturados y otros,
que iban desde la artesanía hasta las frutas y vegetales frescos, además de los
servicios. Los gastos militares de los aliados eran enormes. Lo mismo ocurrió
cuando Estados Unidos decidió mantener indefinidamente una gran fuerza militar.
Las transnacionales de Occidente y de Japón invirtieron en los años de la
Guerra Fría considerables sumas, extrayendo riquezas sin límites del sudor de
los surcoreanos, un pueblo igualmente laborioso y abnegado como sus hermanos
del Norte. Los grandes mercados del mundo estuvieron abiertos a sus productos.
No estaban bloqueados.
Hoy el país alcanza elevados niveles de
tecnología y productividad.
Ha sufrido las crisis económicas de Occidente,
que dieron lugar a la adquisición de muchas empresas surcoreanas por las
transnacionales.
El carácter austero de su pueblo le ha permitido
al Estado la acumulación de importantes reservas en divisas. Hoy soporta la
depresión económica de Estados Unidos, en especial, los elevados precios de
combustibles y alimentos, y las presiones inflacionarias derivadas de ambos.
El PIB de Corea del Sur, 787 mil 600 millones de
dólares, es igual al de Brasil (796 mil millones) y México (768 mil millones),
ambos con abundantes recursos de hidrocarburos y poblaciones incomparablemente
mayores. El imperialismo impuso a las mencionadas naciones su sistema. Dos
quedaron rezagadas; la otra avanzó mucho más.
De Corea del Sur apenas emigran a Occidente; de
México, lo hacen en masa hacia el actual territorio de Estados Unidos; de
Brasil, Suramérica y Centroamérica, a todas partes, atraídos por la necesidad
de empleo y la propaganda consumista.
Ahora los retribuyen con normas rigurosas y
despectivas.
La posición de principios sobre las armas nucleares
suscrita por Cuba en el Movimiento de Países No Alineados, ratificada en la
Conferencia Cumbre de La Habana en agosto de 2006, es conocida.
Saludé por primera vez al actual líder de la
República Popular Democrática de Corea, Kim Jong Il, cuando arribé al
aeropuerto de Pyongyang y él estaba discretamente situado a un lado de la
alfombra roja cerca de su padre. Cuba mantiene con su gobierno excelentes
relaciones.
Al desaparecer la URSS y el campo socialista, la
República Popular Democrática de Corea perdió importantes mercados y fuentes de
suministros de petróleo, materias primas y equipos. Al igual que para nosotros,
las consecuencias fueron muy duras. El progreso alcanzado con grandes
sacrificios se vio amenazado. A pesar de eso, mostraron la capacidad de
producir el arma nuclear.
Cuando se produjo hace alrededor de un año el
ensayo pertinente, le transmitimos al gobierno de Corea del Norte nuestros
puntos de vista sobre el daño que ello podía ocasionar a los países pobres del
Tercer Mundo que libraban una lucha desigual y difícil contra los planes del
imperialismo en una hora decisiva para el mundo. Tal vez no fuera necesario
hacerlo. Kim Jong Il, llegado a ese punto, había decidido de antemano lo que
debía hacer, tomando en cuenta los factores geográficos y estratégicos de la
región.
Nos satisface la declaración de Corea del Norte
sobre la disposición de suspender su programa de armas nucleares. Esto no tiene
nada que ver con los crímenes y chantajes de Bush, que ahora se jacta de la
declaración coreana como éxito de su política de genocidio. El gesto de Corea
del Norte no era para el gobierno de Estados Unidos, ante el cual no cedió
nunca, sino para China, país vecino y amigo, cuya seguridad y desarrollo es
vital para los dos Estados.
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