Jueves,
11 Abril 2013
Octavio Paz en “El Laberinto de la
soledad” afirma: “En nuestro
territorio, más fuerte que las pirámides y los sacrificios, que las iglesias,
los motines y los cantos populares, vuelve a imperar el silencio, anterior a la
Historia”. Es justamente el silencio nuestra única realidad nacional, ya
como ausencia de gobernabilidad, ya como participación activa de la ciudadanía
caemos en el eterno bache de la extraña carretera de lo mexicano. Entre un
ambiente de muerte, desapariciones, crisis económica, violencia contra
extranjeros (legales e ilegales) y decepciones de los movimientos sociales
disidentes surge una ineludible respuesta: la ausencia de aquello que
consideramos Estado mexicano.
Muchos sociólogos encuentran una crisis estructural
del capitalismo; Wallerstein, por ejemplo, aclara que el capitalismo vive una
etapa agónica pero también reconoce la imposibilidad de saber si su fin
acarreará su destrucción o su terrible plenitud. En cualquiera de los casos
tenemos a México como ejemplo de lo que se está diluyendo poco a poco. Las
instituciones aparecen decadentes y cada día corresponden menos a la realidad
de las necesidades ciudadanas, la marginación económica se extiende sin
detenerse y la pérdida de credibilidad en los responsables de la administración
pública es notoria. La garantía de vivir asegurados por el Estado es una
mentira que pocos asumen como verdad, la violencia ha perdido su causalidad y
cualquiera puede ser víctima. La paz se vislumbra como un proyecto lejano, casi
utópico, en cambio la violencia se ha trivializado generando insensibilidad.
Las cifras de muertos aparecen en gráficas pero no generan ya ninguna emoción
salvo la indignación (y en algunos casos el temor a participar de los
porcentajes maquillados que presentan las fuentes oficiales). En un Reclusorio
del Distrito Federal un preso tuvo a bien decirme: “Las noticias dicen que afuera está todo muy feo, muy peligroso, creo
que aquí estamos más seguros”. Efectivamente, la delincuencia ya no se
encuentra detenida sino moviendo los hilos del poder, en silencio y con mucha
sangre como forma de pago. Los gobiernos, federales y locales, han entrado en
la silente dinámica de aceptar que son rebasados por autoridades fácticas como
el narcotráfico. Hemos construido un absurdo de historia que niega la muerte y
exalta la distracción; el Estado mexicano, cúmulo de unidad, no tiene principio
pero se dirige a su extinción. Paradójicamente la unidad que muchas comunidades
han expresado ante la falta de Estado, como las policías comunitarias, son oprimidas
y señaladas vandálicas por aquellos mismos gobernantes que no pueden gobernar
en sus Estados.
Los responsables de actualizarnos en información,
los periodistas, sufren persecución y muerte al cumplir con su deber. No son
pocos los diarios del norte del país atacados por decir la verdad, en cambio
las grandes televisoras, diarios obsecuentes y demás aparatos noticiosos
parecen vivir en calma y sin temor a represalias por su complicidad con la
mentira. Los ciudadanos despiertos que encuentran en las calles una forma de
denunciar lo que se les ha sido negado por indiferencia son también
considerados criminales y tratados
como estorbo a lo turístico. La
verdad ha sido silenciada, comprada y vendida al olvido. Entonces un Estado sin
ciudadanos, sin leyes reales que regulen justamente las diferentes esferas
sociales, sin gobernantes reales y sin la garantía de poder seguir existiendo,
no es Estado. El Estado mexicano, como el capitalismo, ronda moribundo,
guardando silencio y esperando su fin.
Comentarios