El anarquismo y otros estorbos para la anarquía (Warache Radio, Publicado en Pensamiento Libertario)
Escrito por Bob Black
Lunes, 01 Abril 2013
En la actualidad no hay necesidad alguna de
elaborar nuevas definiciones del anarquismo -sería difícil mejorar las que hace
mucho tiempo idearon varios eminentes extranjeros muertos. Tampoco necesitamos
detenernos en los conocidos anarquismos con guion, comunistas, individualistas
y demás; todo eso ya lo tocan los libros de texto.
Viene más al caso
preguntarse por qué hoy no estamos más cerca de la anarquía de lo que
estuvieron Godwin y Proudhon y Kropotkin y Goldman en su época. Son muchas las
razones, pero las que más tendrían que dar que pensar son las que suscitan los
propios anarquistas, puesto que de haber obstáculos que fuera posible superar,
serían éstos. Posible, pero poco probable.
Tras años de
meticuloso escrutinio del medio anarquista, y de angustiosa actividad en su
seno en ocasiones, he llegado a la conclusión de que los «anarquistas» son una de las principales razones -sospecho que
razón suficiente- por las que la anarquía sigue siendo un epíteto sin la más
remota posibilidad de realización.
Francamente, la
mayoría de anarquistas son incapaces de vivir de forma autónoma y cooperativa;
muchos de ellos no tienen demasiadas luces. Tienden a examinar a sus propios
clásicos y literatura de iniciados en detrimento de un conocimiento más amplio
del mundo en que vivimos. Esencialmente tímidos, se asocian con otros como
ellos con el entendimiento tácito de que nadie sopese las opiniones y acciones
de ningún otro con arreglo a norma alguna de inteligencia crítico-práctica, que
nadie se eleve excesivamente por encima del nivel predominante por medio de sus
proezas prácticas, y ante todo, que nadie cuestione los dogmas de la ideología
anarquista.
El anarquismo como
medio no es tanto un desafío al orden existente como una forma altamente
especializada de acomodarse a él. Es una forma de vida, o su complemento, con
su propia mezcolanza particular de recompensas y sacrificios. La pobreza es
obligada, pero por eso mismo zanja de antemano la cuestión de si este o aquel
anarquista podría haber sido otra cosa que un fracasado al margen de su
ideología.
La historia del
anarquismo es una historia de derrotas y mártires sin parangón, y aun así los
anarquistas veneran a sus antepasados martirizados con una devoción morbosa que
hace sospechar que los anarquistas, como todos los demás, piensan que el mejor
anarquista es el anarquista muerto. La revolución -derrotada- es gloriosa, pero
su lugar son los libros y los panfletos.
Durante este siglo
-España en 1936 y Francia en 1968- la sublevación revolucionaria pilló
desprevenidos a los anarquistas oficialmente organizados y en los inicios
ajenos cuando no opuestos. No hay que ir muy lejos para hallar la razón. No se
trata de que estos ideólogos fueran hipócritas (algunos lo eran). Se trata más
bien de que habían desarrollado una rutina cotidiana de militancia anarquista,
y contaban inconscientemente con que ésta perduraría indefinidamente ya que la
revolución no es «realmente»
imaginable en el aquí y ahora y cuando los acontecimientos desbordaron su
retórica reaccionaron de modo temeroso y a la defensiva.
En otras palabras, si
se les diese a elegir entre el anarquismo y la anarquía, la mayoría de
anarquistas se inclinaría por la ideología y la subcultura anarquistas antes
que por emprender un peligroso salto hacia lo desconocido, hacia un mundo de
libertad sin Estado. Pero puesto que los anarquistas son casi los únicos
críticos declarados del Estado como tal, estas gentes temerosas de la libertad
asumirían inevitablemente posiciones prominentes o al menos publicitadas en
cualquier sublevación resueltamente antiestatal.
Siendo ellos mismos
del tipo de los seguidores, se encontrarían liderando una revolución que haría
peligrar su estatus establecido no menos que el de políticos y propietarios.
Conscientemente o de otras formas, los anarquistas sabotearían la revolución, que
sin ellos quizá se hubiera desembarazado del Estado sin detenerse siquiera a
reestrenar la vieja riña Marx/Bakunin.
A decir verdad, los
anarquistas nominales no han hecho nada para desafiar al Estado, no ya con
pomposos y escasamente leídos textos infestados de jerigonza, sino con el
contagioso ejemplo de otra forma de relacionarse con los demás. Los
anarquistas, en vista de cómo manejan el negocio del anarquismo, son la mejor
refutación de las pretensiones anarquistas. Cierto, en Norteamérica, al menos, las
macrocefálicas «federaciones» de
organizaciones obreristas se han derrumbado entre el tedio y las disensiones -y
menos mal- pero la estructura social informal del anarquismo sigue siendo
jerárquica de cabo a rabo.
Los anarquistas se
someten plácidamente a lo que Bakunin denominó un «gobierno invisible», compuesto en su caso por los editores (de
hecho si no nominalmente) de un puñado de las publicaciones anarquistas más
importantes y más longevas. Estas publicaciones, pese a diferencias ideológicas
aparentemente profundas, comparten posturas paternalistas similares de cara a
sus lectores, así como un pacto de caballeros para no permitir ataques que
expongan sus incoherencias y socaven de otros modos su común interés de clase
en la hegemonía sobre los anarquistas de a pie.
Por extraño que
parezca, resulta mucho más fácil criticar a «Fith
State» o «Kick It Over» en sus
propias páginas que, pongamos por caso, criticar allí a «Processed World».
Cada organización
tiene más cosas en común con todas las demás que con cualquiera de los
desorganizados. La crítica anarquista del Estado, si los anarquistas fueran
capaces de comprenderla, no es más que un caso particular de la crítica de la
organización. Y en cierta medida, incluso las organizaciones anarquistas lo intuyen.
Los antianarquistas
podrían muy bien sacar la conclusión de que si ha de haber jerarquía y
coacción, que sea abiertamente, claramente etiquetada como tal. A diferencia de
tales lumbreras (los «libertarios» de
derechas, los minianarquistas, por ejemplo), yo insisto tozudamente en mi
oposición al Estado. Pero no porque, como tan irreflexivamente y tan a menudo
proclaman los anarquistas, el Estado no sea «necesario».
La gente común rechaza esta afirmación anarquista por absurda, y hace bien.
Evidentemente, en una
sociedad de clases industrializada como la nuestra, el Estado es necesario. La
cuestión es que el Estado ha creado las condiciones que lo hacen necesario, al
despojar a los individuos y a las asociaciones voluntarias de sus poderes. Lo
que resulta más fundamental, no es que las premisas del Estado (el trabajo, el
moralismo, la tecnología industrial, las organizaciones jerárquicas) no sean
necesarias sino que son antitéticas a la satisfacción de necesidades y deseos
reales. Por desgracia, la mayoría de variedades de anarquismo ratifica todas
las premisas y pese a ello, rechaza su conclusión lógica: el Estado.
Si no hubiera
anarquistas, el Estado tendría que inventarlos. Sabemos que en varias ocasiones
eso es precisamente lo que ha hecho. Necesitamos anarquistas libres del lastre
que supone el anarquismo. Entonces, y sólo entonces, podremos empezar a
plantearnos en serio el fomento de la anarquía.
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