Escrito por Miguel Bonasso / ACTA /
Argenpress
Sábado, 06 de Abril de 2013
"Juegan al Gran Bonete, repartiéndose las
culpas"
(AW) Los vecinos de Buenos Aires y La Plata
aún están padeciendo las trágicas consecuencias del temporal que se desató esta
semana. Miguel Bonasso reflexiona acerca de la ausencia del Estado en la
planificación urbana y la total incapacidad de los funcionarios para hacer
frente a las catástrofes cuando se presentan. A continuación, su artículo
completo.
La furia popular trasciende
las internas del oficialismo y las broncas con gobernantes opositores: en La
Plata los inundados putearon ecuménicamente a la Presidenta Cristina Fernández
de Kirchner, a su cuñada, la ministra Alicia Kirchner y al gobernador
bonaerense Daniel Scioli.
En la ciudad de Buenos Aires,
el viajero Mauricio Macri y sus aláteres del PRO también cosecharon el odio de
los vecinos. Odio popular contra la clase política más que justificado: seis
muertos en la CABA, dos en el Gran Buenos Aires y 51 en La Plata. (Aunque
algunas fuentes sostienen que hubo más de 100 víctimas fatales que se estarían
escamoteando porque entre ellas habría niños y aún bebés).
Incluso si fueran 51
(curiosamente la misma cifra que la masacre de Once) ya sería una de las peores
tragedias “naturales” sufridas por los platenses. Pero ¿es natural? ¿es
meramente climática, como dijo Mauricio Macri mientras defendía su derecho a
vacacionar en Brasil?
Sólo alguien con muy mala fe
podría negar la incidencia en estos eventos -cada vez más frecuentes y
catastróficos- del cambio climático, que al cabo no es “natural” sino “ambiental”,
es decir producto de un sistema que se llama capitalismo. El desplome de 400
milímetros de agua en apenas cuatro horas, (que bate todos los récords
históricos), parece inscribirse claramente en esta aterradora fenomenología que
supimos conseguir.
Pero los políticos aludidos y
otros aún más cínicos o cobardes, como el alcalde de La Plata Pablo Bruera, no
fueron interpelados por una situación meteorológica global, sino por su
negligencia criminal ante los desafíos concretos del territorio que deben
administrar y su insensibilidad mineral ante el sufrimiento de sus
conciudadanos.
Sus dichos los desnudan: “Hay algunos que no son vecinos sino
agitadores y violentos que no quieren ayuda”, dijo Alicia Kirchner con el
lenguaje policial que se le pegó de sus tiempos como funcionaria de la
dictadura militar.
“La lluvia no es radical ni peronista, es lluvia”, sermoneó su cuñada, la Presidenta a los vecinos de Tolosa (su barrio
natal en La Plata) cuando se quejaban porque nadie los había ayudado en las
horas del terror, cuando eran arrastrados por la correntada o morían ahogados
dentro de sus coches y sus casas.
Mientras los ciudadanos
enterraban a sus muertos y se despedían de lo que tanto les había costado, los
dirigentes políticos jugaban al Gran
Bonete, repartiéndose las culpas. Según Macri, las obras en los arroyos
Vega y Medrano no se han ejecutado todavía porque la administración nacional no
le otorgó al gobierno metropolitano los avales necesarios para obtener
financiación externa; según los voceros oficialistas porque el alcalde porteño
es un vago y priorizó otras obras como el Metrobus.
Una polémica estéril, entre
ellos, que no les va a servir para ocultar ante la sociedad civil lo que
desnudaron estas inundaciones: la ausencia total del estado y el desastre como
consecuencia inevitable de la falta de planificación. Tanto Buenos Aires como
La Plata son ciudades que se desarrollaron a partir de las fuerzas ciegas del
mercado, con la renta inmobiliaria como patrón para la ocupación del espacio
urbano, con el cemento suprimiendo espacios verdes que filtraban el agua. La
codicia inmobiliaria alza sus torres gigantescas, sin importarle que sus
enormes cimientos opongan barreras subterráneas al drenaje.
La miseria, la marginalidad,
los negocios sucios, convierten la ciudad capital en un basurero que recuerda
las páginas más sórdidas de Víctor Hugo, con esas bolsas negras “de consorcio” que taponan las coladeras
y flotan después, junto a los autos, en esos rápidos temibles en que se han
convertido aquellas calles que Borges prefería enternecidas de sombra.
Y esto ha ocurrido y sigue
ocurriendo a pesar de las advertencias de expertos y académicos.
El intendente de La Plata,
Pablo Bruera, no sólo es culpable de haber mentido en el tweet diciendo que estaba junto a los inundados, cuando se asoleaba
en Brasil (de donde regresó recién el miércoles 3 de abril por la mañana), sino
también de haberse pasado por la entrepierna un informe del Departamento de
Hidráulica de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de La Plata que, en
2007, cuando el alcalde asumía sus funciones, le advirtió que había problemas
de desagüe en la cuenca del arroyo El Gato. Precisamente el arroyo que
atraviesa San Carlos, Ringuelet y Tolosa, los barrios más castigados por la
última inundación.
Según un imprescindible
trabajo del Centro Cultural Alejandro Olmos, “en los últimos diez años la construcción creció como nunca antes en La
Plata” (…) Los números que maneja el Colegio de Arquitectos de La Plata son
elocuentes: tras la parálisis de 2001, entre 2003 y 2008 se construyeron 800
mil metros cuadrados. Y esa misma cifra se levantó en los últimos dos años”.
A la ausencia del Estado en la
planificación urbana hay que sumarle la total incapacidad para prever
catástrofes y hacerles frente cuando se presentan. La queja generalizada de los
ciudadanos –tanto en Buenos Aires como en La Plata- fue la inexistencia de una
verdadera Defensa Civil que evacuara a los vecinos en peligro o los auxiliara
de manera rápida y eficaz cuando todas las previsiones resultaron desbordadas.
“Nos dejaron solos”
fue la queja más escuchada. Un grito de terror en la noche del miércoles, que
sólo fue percibido muchas horas después, cuando algunos funcionarios se
acercaron a las víctimas y se sorprendieron por las puteadas.
Los dirigentes políticos
argentinos son –salvo escasas y honrosas excepciones- tan soberbios como
ignorantes. Por esa razón, es poco probable que reflexionen sobre el efecto
profundo y deletéreo que suelen tener las calamidades “naturales” sobre los procesos sociales y políticos. Es poco
probable que sepan, por ejemplo, que el terremoto de Nicaragua en 1972,
acrecentó de manera decisiva la furia popular en contra de la dictadura de
Anastasio Somoza, favoreciendo el triunfo sandinista, que ocurrió apenas siete
años después.
Tampoco deben haber meditado
sobre el revulsivo que significó el gran temblor de 1985 en la sociedad
mexicana. La ausencia del estado, la participación siniestra de los propios
efectivos policiales en actos de saqueo (en los barrios más pobres) y la
consecuente organización solidaria de los propios vecinos, llevó –en apenas
tres años- a la derrota electoral del PRI (Partido Revolucionario
Institucional) el partido único que gobernaba desde 1929. Esa derrota fue
ocultada con una supuesta “caída del
sistema” electoral y ascendió al poder de forma espuria Carlos Salinas de
Gortari. Pero el pueblo mexicano sabía la verdad: en realidad había ganado un
nuevo líder popular, Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del legendario presidente Lázaro
Cárdenas.
A pesar del fraude, la
hegemonía priista estaba resquebrajada y en el 2000 tuvieron que dejar la
Presidencia que habían ocupado durante setenta años.
Es verdad que se trata de
distintas realidades nacionales, de distintas culturas políticas y de
diferencias enormes entre catástrofe y catástrofe, ya que el sismo mexicano del
85 produjo miles de muertos, pero no cabe duda que la inoperancia estatal frente
a la trágica inundación ha colocado a la clase política argentina en la mira de
la sociedad civil.
Seguramente la inmensa mayoría
de los ciudadanos ignora que en la década 2003-2013, los esposos Néstor y
Cristina Kirchner, dispusieron de una caja gigantesca de 500 mil millones de
dólares, que hubieran podido servir para reindustrializar el país y reconstruir
y ampliar una infraestructura decimonónica y prefirieron –en cambio- alimentar
una política asistencialista. Visible, como las remeras de La Cámpora, pero
superficial y de corto plazo.
Muchos no conocen la
contundencia de las cifras, pero intuyen que los recursos fueron
despilfarrados. Y en algún momento harán notar –de eso estoy seguro- que ese
dinero no pertenece a una facción sino al conjunto del pueblo argentino.
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