Policías comunitarias, autodefensas y paramilitares (Rafael de la Garza Talavera. Colectivo La Digna Voz)
Rafael de la Garza
Talavera. Colectivo La Digna Voz
15-03-2013
La
escalada de violencia que vivimos ha provocado una serie de fenómenos, algunos
nuevos y otro no tanto, que han provocado discusiones y polémicas entre los
actores sociales y las autoridades de los tres niveles de gobierno. Me refiero
tanto al surgimiento como al redescubrimiento de grupos de ciudadanos armados
en varios estados del país, incluyendo a Veracruz, que argumentan la debilidad
y corrupción de las instituciones encargadas de mantener el orden y aplicar la
ley como causa central de su existencia.
Los críticos del fenómeno sostienen, tanto la
ilegalidad de los ciudadanos armados como su eventual ineficacia para
establecer condiciones aceptables en los niveles de seguridad pública, como
ejes de su postura. Por el otro lado están los que consideran una prerrogativa
constitucional el que comunidades y vecinos tomen las armas para mantener
condiciones mínimas de vida digna. Sin embargo, parece existir una confusión en
el uso de las palabras que se utilizan para señalarlos.
Se coloca así en, el mismo saco aparente, a las
policías comunitarias, los grupos de autodefensa y los paramilitares lo que
genera confusión entre la opinión pública y la población en general. La
confusión alimenta la idea de que los ciudadanos armados infringen la ley y
deben ser tratados como criminales. Más aún: se les considera empleados del
narcotráfico o de los caciques regionales que tiene la finalidad de crear
conflictos y caos para favorecer intereses privados. Para contribuir a
desenredar la madeja procuraré establecer diferencias en términos de su fuente
de legitimidad y por ende de los límites de su actividad, tomando en cuenta la
discusión que ha generado el tema en la opinión pública mexicana.
Las policías comunitarias obedecen a las
autoridades de los pueblos y comunidades, que mantienen operando sus propios
sistemas normativos, llamados por algunos usos
y costumbres. En este sentido no son un fenómeno reciente, ya que en el
sistema de cargos de las comunidades indígenas existe la figura del guardián
del orden, quien puede detener al supuesto delincuente pero está obligado a
remitirlo a las autoridades locales, quienes a su vez los ponen a disposición
del ministerio público. No reciben un salario por sus actividades –la comunidad
les proporciona alimentos refugio- y las armas que utilizan normalmente son de su
propiedad y no son de uso exclusivo del ejército. La cantidad de miembros de
las comunidades que se han incorporado a dichos órganos ha crecido acorde con
el nivel de violencia. En todo caso su legitimidad descansa, en última
instancia, en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo así
como en la Constitución Mexicana.
Los grupos de autodefensa, por su parte obtienen
su legitimidad de un grupo de la comunidad y por lo tanto no tienen la
obligación a rendirle cuentas de sus acciones a los consejos o asambleas. Al
identificar una amenaza, miembros de la comunidad deciden armarse para
enfrentarla y hacer justicia según les parezca, aunque siempre en nombre de los
habitantes de su región o localidad. El armamento utilizado puede incluir armas
de alto calibre y, en teoría no reciben un pago por su trabajo. Empero y debido
a las características mencionadas pueden ser cooptadas por los poderes fácticos
de la región donde operan, convirtiéndose así en grupos paramilitares. Su
legitimidad proviene de sí mismos y de su posición frente a la amenaza
identificada.
Los paramilitares son lo que comúnmente se
conocen como guardias blancas -grupos
de individuos armados por los grupos de poder en la región: terratenientes,
comerciantes, autoridades y delincuencia organizada-. Su legitimidad es nula
pues responde a los intereses de sus mecenas y por lo tanto sólo les rinden
cuentas a ellos. Si bien pueden estar integradas por miembros de las
comunidades de la región no titubean para atacarlas y saquearlas si esas son
las órdenes del jefe. Se les llama paramilitares pues actúan de manera paralela
a las fuerzas armadas, recibiendo de éstas apoyo logístico, entrenamiento y
armas. Su jerarquía está claramente inspirada en el orden militar y utilizan
armamento sofisticado.
Como se ve, las policías comunitarias son las
que están más cerca de la población, de las comunidades y pueblos, como fuente
de legitimidad. Por su parte, los paramilitares se encuentran en el punto
opuesto: su razón de ser es precisamente agredir los intereses comunes y
defender los particulares. Sólo obedecen al dinero, que es a final de cuentas
lo que los motiva a actuar. En medio se quedan las autodefensas, quienes
fácilmente pueden desplazarse a cualquiera de los extremos en función de la coyuntura
que se presente.
Los tres grupos de ciudadanos armados han
aparecido en los últimos años pero no pueden ser puestos en el mismo saco con
el argumento de que sólo el estado goza del monopolio de la violencia legítima.
Dadas las circunstancias, resulta imposible negar la necesidad de pensar en
nuevas formas de mejorar la seguridad, sobre todo involucrando a las reales o
potenciales víctimas. Insistir en que las fuerzas armadas deben ser las únicas
encargadas de mantener el orden es simplemente negar los grandes obstáculos que
enfrentan, que parecen insalvables y muy costosos. Hoy más que nunca resulta
indispensable imaginar nuevas opciones por lo que las policías comunitarias no
deben ser descartadas o peor aún, satanizadas, en aras de respetar un debilitadísimo
estado de derecho. Hacerlo no
detendrá la espiral de violencia en que vivimos y favorecerá, si se quiere de
manera involuntaria, a los grupos de poder, legales o ilegales.
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