Viento Sur / ContreTemps,
16-03-2013
[Introducción
del libro colectivo: Amériques
latines. Emancipations en construction, Paris, Syllepse, 2013
(Américas latinas.
Emancipaciones en construcción), publicado en asociación con Francia América Latina.]
“Emancipación” (del latín emancipatio,
-onis): Acción de liberarse de un vínculo, de una traba, de un estado de
dependencia, de una dominación, de un prejuicio .
El
laboratorio latinoamericano [1]
Desde
hace más de una década, América Latina aparece como una “zona de tempestades” del sistema-mundo capitalista. La región ha
conocido importantes movilizaciones colectivas y luchas sociales contra los
estragos del neoliberalismo y sus representantes económicos o políticos y,
también, contra el imperialismo; dinámicas de protestas que han llevado en
algunos casos a la dimisión o la destitución de gobiernos considerados
ilegítimos, corruptos, represivos y al servicio de intereses extraños a la
soberanía popular. El cambio de las relaciones de fuerzas regionales, en el
patio trasero de los Estados Unidos, se ha traducido también en el plano
político e institucional en lo que ha sido calificado por muchos observadores
como “giro a la izquierda” [2] (Gaudichaud, 2012) así como, en algunos
casos, en una descomposición del sistema de partidos tradicionales:
“A comienzos de los años 90, la izquierda
latinoamericana agonizaba. La socialdemocracia se adhería al más desenfrenado
neoliberalismo. Sólo algunos embriones de guerrillas y el régimen cubano,
superviviente a la caída de la URSS en un período de penuria denominado “período
especial”, rechazaban el “final de la Historia” tan querido por Francis
Fukuyama. Después de haber sido el laboratorio de experimentación del
neoliberalismo, desde comienzos de los años 2000 América Latina se ha
convertido en el laboratorio de la contestación al neoliberalismo. Han surgido
oposiciones en América Latina, con formas diversas y desordenadas: revueltas
como el Caracazo venezolano (1898) [3] , ahogado en sangre, o el
zapatismo mexicano, luchas victoriosas contra los intentos de privatizaciones
como las guerras del agua y del gas en Bolivia, y también movilizaciones
campesinas masivas como la de los cocaleros bolivianos y los sin-tierra
brasileños. Entre 2000 y 2005, seis presidentes fueron derrocados por
movimientos llegados de la calle, principalmente en su zona andina: en Perú en
2000; en Ecuador en 2000 y 2005; en Bolivia, tras la guerra del gas en 2003 y
en 2005; además de una sucesión de cinco presidentes en dos semanas en
Argentina, durante la crisis de diciembre de 2001. A partir de 1999 se han
constituído gobiernos que se reivindican de estas resistencias. En poco más de
una década, más de diez países se han inclinado hacia la izquierda, sumándose a
Cuba donde los hermanos Castro siguen estando en el poder. Llevados por estos
poderosos movimientos sociales, nuevos gobiernos de izquierda con trayectorias
atípicas se han instalado en el poder: un militar golpista en Venezuela, un
militante obrero en Brasil, un sindicalista cultivador de coca en Bolivia, un
economista hostil a la dolarización en Ecuador, un cura de la Teología de la
Liberación en Paraguay...” (Posado, 2012).
Aunque el tema del “socialismo del siglo 21” es reivindicado por líderes como Hugo
Chávez, la región no ha conocido experiencias revolucionarias, en el sentido de
una ruptura con las estructuras sociales del capitalismo periférico, como fue
el caso de la revolución sandinista en Nicaragua, el castrismo en Cuba o, en
cierta medida, el proceso de poder popular durante el gobierno de Allende en
Chile. Sin embargo, en un contexto mundial difícil, caracterizado por la
fragilidad relativa de las experiencias progresistas o emancipadoras, las
organizaciones sociales y populares latinoamericanas han sabido encontrar los
medios para pasar de la defensiva a la ofensiva, aunque no siempre de manera
coordinada. Haciéndose eco de las reivindicaciones de las y los “de abajo” y/o al comienzo de la crisis
de hegemonía del neoliberalismo, algunos gobiernos llevan a cabo políticas con
acentos antiimperialistas y reformas de gran envergadura, sobre todo en
Bolivia, en Ecuador y en Venezuela. Más que un enfrentamiento con la lógica
infernal del capital, estos gobiernos se orientan hacia modelos
nacionales-populares y de transición post-neoliberal, de vuelta al Estado, a su
soberanía sobre algunos recursos estratégicos, en ocasiones con
nacionalizaciones y políticas sociales de redistribución de la renta dirigidas
hacia las clases populares, pero manteniendo los acuerdos con las
multinacionales y las élites locales (ALAI, 2012). En estos tres últimos países
se han desarrollado también los mayores avances democráticos de esta década en
el plano constitucional, gracias a innovadoras asambleas constituyentes; un
contexto que ofrece nuevos espacios políticos y un margen de maniobra creciente
para la expresión y la participación de los ciudadanos. El “progresismo gubernamental” se viste a veces también con el ropaje
de un social liberalismo sui generis , en particular en Brasil (y de
manera diferenciada, en Argentina), combinando una política voluntarista y de
transferencias de rentas condicionadas, destinadas a los más pobres,
favoreciendo a las élites financieras y al agrobusiness .
Según el economista Remy Herrera: “La
inteligencia política del presidente Lula se demostró al haber resuelto un
dilema completamente insoluble para sus predecesores de derecha, en su búsqueda
de un neoliberalismo “perfecto”: profundizar la lógica de sumisión de la
economía nacional a las finanzas globalizadas, ampliando al mismo tiempo la
base electoral en el seno de las fracciones desfavorecidas de las clases
explotadas contra las cuales se dirige sin embargo esa estrategia. Una
explicación puede ser sin duda el modo de gestionar la pobreza que ha adoptado
el Estado: cambiar la vida de los más miserables, en concreto, gracias a una
renta mínima, sin tocar las causas determinantes de su miseria” (Herrera,
2011).
En otros países, los movimientos populares
tienen que seguir haciendo frente a regímenes conservadores o abiertamente
represivos, al terrorismo de Estado, a las mafias o al paramilitarismo, como
ocurre en grandes países como Colombia y México, o incluso Paraguay (desde el
golpe de Estado “legal” de junio de
2012) y Honduras (desde el golpe de Estado de 2009) [4]. En plena crisis
internacional del capitalismo, la región logra asombrosas tasas de crecimiento
del Producto Interior Bruto (y además durante un largo período), que suscitan
la admiración del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, aunque se
trata de un “crecimiento” desigual,
basado esencialmente en un visión neo-desarrollista que mantiene o renueva el
saqueo de los recursos naturales, la extracción de materias primas (petróleo,
gas, minerales, etc.) y una fuerte dependencia respecto al mercado mundial, por
medio de una estrategia de “acumulación
por desposesión” (en palabras de David Harley) extremadamente costosa en el
plano social y ambiental. Esta estrategia “extractivista”,
compartida por el conjunto de los gobiernos de la región, es una de las
principales tensiones del período (Svampa, 2011):
“A nivel económico, este modelo, orientado
esencialmente hacia la exportación, induce un despilfarro de riquezas naturales
en gran medida no renovables. Engendra una dependencia tecnológica respecto a
empresas multinacionales y una dependencia económica respecto a fluctuaciones
de los precios mundiales de las materias primas. Aunque los elevados precios de
estas últimas en la actual coyuntura han permitido a los países de América
Latina superar la crisis después de 2008, la reprimarización de las economías,
esto es, la incitación a volver a dirigirse hacia la producción de materias
primas no transformadas, las hace muy vulnerables a un eventual cambio de los
mercados. En un contexto de mundialización económica, este modelo refuerza una
división internacional del trabajo asimétrica entre los países del Norte, que
preservan localmente sus recursos naturales, y los del Sur. A nivel ambiental,
las minas a cielo abierto, la sobreexplotación de yacimientos de débil
concentración, el agrobusiness o incluso la extracción de hidrocarburos,
implican el vertido de metales pesados en el entorno, la contaminación de los
suelos y de las capas freáticas, la deforestación y la destrucción de los
paisajes, de los ecosistemas y de la biodiversidad. [...] Esta situación crea
–casi mecánicamente– las condiciones para una intensificación de los conflictos
sociales. El margen de maniobra de los gobiernos es sin embargo estrecho: por
una parte, estas economías están basadas en gran medida en la exportación de
materias primas, y por otra, las izquierdas recién llegadas al poder necesitan,
para poder mantenerse, resultados tangibles a corto plazo en términos de
redistribución y de desarrollo social” (Duval, 2011).
No obstante, si comparamos el estado actual del
continente con el período de los años 70-90, saltan a la vista muchos cambios
sociopolíticos. Porque habría que recordar brevemente “de dónde viene” el subcontinente. Después de los años 80, los años
de la década “robada” (más que “perdida”), años de explosión de una
deuda exterior por lo general ilegítima, los 90 fueron los años de las aplicaciones
salvajes de los preceptos del FMI, de los ajustes estructurales, de la
continuación de las políticas de consenso de Washington, de las desregulaciones
y privatizaciones en nombre de una supuesta eficacia económica, que llevaron a
la destrucción de sectores enteros de los servicios públicos y a una
mercantilización de los ámbitos sociales de una amplitud sin igual. América
Latina ha sufrido de lleno el “neoliberalismo
de guerra” (para retomar la expresión del sociólogo mexicano Pablo González
Casanova), su hegemonía, y después su crisis, en particular en América del sur,
aunque este último persiste –e incluso se refuerza– en otros países: en México,
en Colombia y en una parte de Centroamérica. Estos períodos han sucedido en
muchos casos a largas dictaduras. Chile encarna todavía este capitalismo de
desastre de los Chicago-boys y de la doctrina del “choque neoliberal” [5]. Producto de las derrotas de las
izquierdas, de la represión del movimiento obrero y de la imposición de este
nuevo modelo de acumulación, el subcontinente es el más desigual del planeta:
la región de las desigualdades sociales, territoriales y raciales. A pesar de
una ligera mejora en este aspecto, y también, de forma más clara, en el de la
pobreza (en Colombia, un contraejemplo, las desigualdades han continuado
aumentando) (Gaudichaud. 2012) [6].
Movimientos
sociales, utopías concretas, poderes populares
En
un reciente análisis de las “gracias y
desgracias de la conflictividad social” en Francia desde los años 1970 a
los 2000, Lilian Mathieu señala, a justo título, que: “la cuestión de las
alternativas al orden capitalista se plantea con tanta agudeza hoy que hace
treinta o cuarenta años. Tal vez incluso con más urgencia: las consecuencias
desastrosas de este modo de producción para la simple supervivencia de la
humanidad son ahora mucho más tangibles”; pero también que después de los
desvíos autoritarios de varias experiencias post-capitalistas en el siglo 20: “No
sólo se ha hundido la credibilidad de las alternativas. También los intentos de
construir sobre el terreno formas de vida que se sustraen al orden dominante se
han malogrado en su mayor parte y sólo son contempladas en tono de burla. El
fenómeno de las comunidades, aunque numéricamente marginal, tuvo cierto eco e
impresionó mucho a los contemporáneos, sobre todo por el hecho de ser obra de
jóvenes diplomados, destinados como tales a asegurar la reproducción del orden
capitalista. Las temáticas de la “vuelta a la naturaleza” (o al “país”
regional), la exigencia de autenticidad en la producción y el consumo, la
voluntad de escapar de la lógica mercantil, la reivindicación de relaciones
sociales más igualitarias (en la pareja, la familia, la empresa...), en
resumen, varios elementos de lo que Luc Boltanski y Eve Chiapello denominan “crítica artista” [7], han
sido invalidadas tras infructuosos intentos de aplicación concreta, o
reprimidos, o “recuperados” y sometidos al orden capitalista. Estas dos lógicas
de “descredibilización ” de las alternativas al capitalismo pueden ser
ilustradas con el tríptico de Albert Hirschman [8]. Al haber
fracasado tanto la opción de la “voice” (acelerar la instauración del
socialismo por medio de una movilización de masas) como la del “exit” (la
instauración de “bolsas” de existencia que escapan al orden dominante, en el
interior mismo de sociedades capitalistas, sin cuestionarlas frontalmente),
sólo quedaría la opción de la lealtad al capitalismo” (Mathieu, 2012).
Esta constatación parte de una descripción
crítica del “nuevo espíritu del
capitalismo” y de las realidades político-sociales de los países
industriales de los centros de la economía mundial y de la cuarta edad
(neoliberal) del capital. ¿Pero qué ocurre en el sur y en la periferia del
sistema, en las sociedades dependientes y sometidas al intercambio desigual
mundializado? Para comprender tanto los intentos de transiciones
post-neoliberales como los de construcciones comunitarias de emancipaciones
locales, de autogestión territorial en América Latina, es indispensable tener
en cuenta la temporalidad propia de la región (aunque integrada en un todo
mundial) y sus formaciones sociales específicas. Así, aunque la reflexión
sociológica arriba citada puede proporcionarnos elementos teóricos sobre las
relaciones actuales –y pasadas– entre experiencias revolucionarias y ensayos de
construcciones locales (lo que algunos denominan “utopías concretas”), debe estar supeditada a la consideración de
las realidades de una América indo-afro-latina .
Primera evidencia, esta realidad ha estado
atravesada por grandes momentos revolucionarios y varios proyectos nacionales,
muchos derrotados, de transición antiimperialista: de la revolución mexicana de
1910 –mucho antes que la revolución rusa– hasta las actuales –aunque
embrionarias– discusiones sobre el socialismo “del siglo 21”, pasando por la revolución cubana (1959) y otras
más... Otra evidencia, ya mencionada, el continente latinoamericano, a
diferencia de un “viejo mundo” en
plena crisis de civilización, es de nuevo un terreno de ensayo para la
construcción de alternativas: bajo estas latitudes se abrió, desde los años 90,
el ciclo altermundialista (Pleyers, 2011) y tuvieron lugar los foros sociales
mundiales, concebidos como experiencias de democracia participativa (en
particular en Porto Alegre, Brasil); también ahí se pueden situar las primeras
explosiones de resistencias globales al neoliberalismo (Vivas y Atentas, 2009),
simbolizadas en el grito de los neozapatistas chiapanecos contra los tratados
de libre comercio: “¡Ya basta !”;
y es también al sur del Río Bravo donde se viene hablando de “buen
vivir” [9], de derechos
de la Naturaleza y de los bienes comunes, de Estado plurinacional o incluso de
autonomías indígenas. En cuanto a la noción de “poder popular”, ha
recorrido todas las grandes movilizaciones sociales del siglo 20
latinoamericano, tanto en Argentina, como lo demuestra Guillaume de Gracia
(2009), como en el resto de la región: designa una dinámica que se puede ver en
marcha durante los períodos de crisis revolucionarias, pero también en varias experimentaciones
locales o comunitarias, circunscritas a un barrio, una fábrica, un territorio;
una noción que ha conocido por tanto múltiples puestas en práctica aunque todas
ellas ligadas directamente al movimiento obrero y social. Este poder popular
consiste en una serie de experiencias sociales y políticas, la creación de
nuevas formas de apropiaciones colectivas (a veces limitadas), que se oponen
–en su totalidad o en parte– a la formación social dominante y a los poderes
constituidos. En otras palabras, se trata de un cuestionamiento de las formas
de organización del trabajo, de las jerarquías sociales, de los mecanismos de
dominación materiales, de género, de raza o simbólicos. América Latina ha
estado recorrida, en varios puntos de su territorio, por estos “relámpagos autogestionarios” cuyas
identidades y geografía social están inextricablemente ligadas a su arraigo en
este continente (Petras y Veltmeyer, 2002).
Con esta pequeña obra colectiva, nuestra
ambición es revisar estas gramáticas de una emancipación plural –parcial y
atravesada por múltiples conflictos, pero “en
actos”–, en el curso de la última década. Las diez utopías concretas que
nos proponemos tratar aquí reflejan la diversidad de estas experimentaciones,
algunas “desde abajo”, directamente
surgidas del movimiento social, otras más ligadas a formas de democracia
participativa y en relación con algunas instituciones. Experiencias que esbozan
la cartografía, parcelada, de otros mundos posibles: Comuna de Oaxaca, mujeres
y feministas mexicanas frente a la violencia y al patriarcado, ensayos
difíciles de control obrero en Venezuela o empresas recuperadas en Argentina,
consejos comunales en los barrios populares de Caracas, luchas de los sin techo
en Uruguay o ejemplar organización colectiva de los trabajadores sin tierra en
Brasil, iniciativa para una sociedad post-petróleo y del “buen vivir” en Ecuador y agroecología en una comunidad colombiana,
a pesar de la guerra; finalmente los análisis del proceso constituyente
boliviano que plantea la cuestión de las instituciones y la construcción de una
democracia postcolonial. En contextos diversos, surgen gérmenes de poderes
populares que buscan a tientas los caminos de la emancipación, casi siempre
contra los poderes constituidos y la represión del Estado; aunque también, en
ocasiones, en relación con políticas públicas post-neoliberales y el campo
político o partidista nacional. Por supuesto, los ejemplos que hemos
seleccionado no pretenden dar una imagen exhaustiva de todo el mosaico de
experiencias en curso. Habríamos podido citar también los medios de
comunicación comunitarios de muchos países, la lucha de los mapuches de Chile
por su supervivencia y por la recuperación de sus tierras, la autoorganización
campesina en Honduras, la increíble capacidad de resistencia de los “Caracoles”
y el asesoramiento de los buenos gobiernos Zapatistas, los comedores
comunitarios autogestionados de Buenos Aires o incluso las juntas de vecinos de
la ciudad de El Alto (Bolivia), el “asambleísmo”
y las ocupaciones estudiantiles del último período, etc. Por medio de textos
cortos y accesibles, escritos por autores y autoras que conocen de cerca estas
experiencias, a menudo a través de observaciones de participaciones en el
terreno, nuestro objetivo es desbrozar algunos temas poco o nada abordados en
los medios masivos de comunicación dominantes, con la esperanza de invitar al
debate sobre las cuestiones estratégicas que suscitan estas experiencias.
Lejos de nuestra intención la idea de mitificar
lo que el sociólogo Franck Poupeau ha designado como “pequeños universos” cerrados en sí mismos, “una micro-sociedad formidable, por ser singular, gobernada por la
ayuda mutua y el compartir, separada de los flujos de la comunicación mercantil
y de los intercambios interesados que son la suerte de la masa de consumidores”:
estos “senderos de la utopía” [10]
en construcción que aquí explicamos no pretenden “pensar la utopía a partir de experiencias de comunidades en ruptura
con el resto del mundo social”. Porque pensamos que “lo ‘común’ obtiene su eficacia de lo que es
universalizable, extensible más allá de la comunidad de iniciados, en las
esferas donde el antagonismo entre trabajo y capital deja entrever la
posibilidad de un cambio profundo” (Poupeau, 2012), y que debe
dirigirse al mayor número, comenzando por las clases populares y por aquellas y
aquellos que sufren directamente la miseria del mundo. Esto es precisamente lo
que dejan entrever –con un grado de éxito o de fracaso variable y a escalas
diversas– las experiencias que ponemos en debate en esta obra colectiva. Todas
ellas resisten a su manera al signo de los tiempos (neoliberal, racista,
machista y austero) y participan, aquí y ahora, a la construcción de nuevos
espacios políticos, territorios sociales en busca de “lazos que liberen”. En cierta manera, podría sugerirse que estos
poderes populares responden concretamente al eco planetario y a los
interrogantes de las y los indignados, al surgimiento de este “pueblo de las plazas” y a las múltiples
revueltas que, desde hace meses, rasgan el consenso neoliberal en varios
países. Estos 99% de ciudadanas y ciudadanos que hacen frente a la arrogancia
del 1% de oligarcas de las finanzas y de una política politiquera ciega:
“El año 2011 supone un cambio histórico. La
oleada revolucionaria iniciada en Túnez ruge todavía en la plaza Tahrir, en
Egipto. Ha cambiado el panorama político en el mundo árabe y se ha extendido
rápidamente como una mancha de aceite a las cuatro esquinas del planeta. De
Santiago de Chile al municipio de Wukan en el sur de China, de la Puerta del
Sol a la plaza Síntagma , de Moscú a Wall Street pasando por los motines
de Londres, se ha visto alterado el curso regular de la dominación. En el
ciberespacio, se ha abierto un nuevo frente con la guerrilla de los Anonymous
contra las grandes corporaciones y los dispositivos del Big Brother. Estos
acontecimientos están todavía demasiado cercanos para poder seguir los hilos
que los unen, comprender sus raíces. La amplitud y la naturaleza de los cambios
desencadenados son por ahora imposibles de conocer. Pero resulta claro que, al
igual que en 1848 o 1968, la posibilidad de otro futuro se ha entreabierto en 2011”.
(ContreTemps, 2012).
Hay que subrayar sin embargo que las
emancipaciones latinoamericanas en proceso que aquí presentamos se diferencian
también ampliamente de la constelación de las indignaciones mundiales. En
primer lugar porque han podido pasar, incluso desde hace varios años, de la
ofensiva a la construcción, de la indignación a la creación alternativa. Pero
también por el hecho de vínculos específicos y directos con las clases
populares de la región, lejos de un “sujeto
revolucionario” incorpóreo o de una reivindicación de ciudadanía abstracta,
como se pueden encontrar entre algunas y algunos indignados. Pero, sobre todo,
estas experiencias tienen su propio repertorio y en ningún caso pretenden
significar modelos “llave en mano”,
ni tampoco “prêt-à-porter” de praxis militantes que deban ser aplicadas
mecánicamente bajo otros cielos. Por el contrario, deseamos mostrar cómo estos
procesos nacen de las entrañas mismas de las condiciones materiales y
subjetivas del capitalismo latinoamericano, de su violencia, de su exclusión en
las cuales están inmersas. Son el fruto de un ciclo de movilizaciones que
comenzó globalmente a mediados de la década de los 90, hace más de quince años,
y revelan la lucha de muchos actores. Una multiplicidad producto en parte de
los efectos de la fragmentación social neoliberal y de su implantación brutal
en América Latina:
“Estos movimientos tienen historias, bases
sociales y reivindicativas y arraigo en los territorios rurales o urbanos, muy
diferentes. Son sin embargo capaces de movilizarse colectivamente en torno a
objetivos comunes, sobre todo cuando un proyecto político gubernamental,
supranacional o económico (la estrategia de una multinacional, por ejemplo)
amenaza las estructuras que representan. Es posible identificar a algunas familias
que estructuran en esta nebulosa de organizaciones locales, regionales o
nacionales cuya historia común se ha forjado en las resistencias a las
oligarquías y a las políticas neoliberales desde hace una treintena de años:
los movimientos indígenas (muy activos en particular en los países andinos),
los movimientos y sindicatos campesinos (presentes en el conjunto del
sub-continente, siendo el más emblemático y poderoso el Movimiento de
trabajadores rurales sin tierra del Brasil. MST); los movimientos de mujeres;
los sindicatos obreros y de la función pública; los movimientos de jóvenes y de
estudiantes, las asociaciones medioambientales” (Ventura, 2012).
Estamos por tanto ante un sujeto emancipador
plural y complejo, caracterizado por la multidimensionalidad. ¿Quiere esto
decir que el componente de clase, el sindicalismo o incluso los trabajadores
estarían ausentes o “diluidos” en una
nebulosa post-moderna, definida sólo por la novedad de estos movimientos? En
ningún caso. La dimensión de clase de estos conflictos sigue siendo central y
los asalariados han jugado un papel esencial en este ciclo ascendente de
protestas, y lo siguen haciendo por medio de experiencias como las que
describimos en este libro (ver los textos sobre Uruguay, Argentina o
Venezuela). Sin embargo, se constituye una praxis propia a las movilizaciones
del último período, en particular la del movimiento indígena y su
cuestionamiento de la “colonialidad del
poder” [11], que “ha renovado y enriquecido los programas y los
horizontes, con una profundidad estratégica todavía lejos de ser asumida en
toda su dimensión para ser coherente con la máxima de Mariátegui, que decía que
el socialismo indo-americano no puede surgir del calco ni de la copia. [...]
Desposeídas o amenazadas de expropiación, temiendo por sus tierras, su trabajo
y sus condiciones de vida, muchas de estas organizaciones han encontrado una
identificación política en su desposesión (los sin tierra, los sin trabajo, los
sin techo), en las condiciones sociopolíticas de vida comunitaria amenazada
(los movimientos de habitantes, las asambleas ciudadanas” (Algranati,
Taddei, Seoane, 2011). Estas nuevas movilizaciones se caracterizan sobre todo
por la horizontalidad de las formas de organización, la importancia de la
discusión en asambleas y la reivindicación de un territorio de luchas.
Durante la última década, hemos asistido a una
relocalización de los movimientos sociales y a un ascenso potencial del espacio
local como base territorial de sociabilidad, pero también como centro de reivindicaciones
y de la acción de protesta: luchas contra las expropiaciones de tierras, luchas
por el medio ambiente, luchas por la vivienda, luchas contra el cierre de fábricas,
etc... Se trata de construir territorios alternativos o incluso “espacios de
experiencia en los cuales los participantes intenten traducir a la práctica los
valores de participación, de igualdad y de autogestión”. Sin embargo, “el
arraigo local de actores y de movilizaciones no es en absoluto incompatible ni
con el vínculo político nacional, ni con una proyección de la ciudadanía más
allá de las fronteras del Estado-nación” (Merklen, Pleyers, 2011). Desde
luego, estas prácticas situadas y circunscritas a un espacio específico, pese a
todo su potencial, plantean también la cuestión de los límites de
movilizaciones que se esfuerzan en obtener resultados a nivel nacional, en
ausencia de proyecto político a una escala más amplia. El conjunto de estos
procesos plantea por tanto importantes cuestiones estratégicas sobre el “arriba” y el “abajo”, los instrumentos y las tácticas de una estrategia
emancipadora para el siglo 21...
Desde abajo, desde arriba y a la
izquierda [12]. Cambiar el mundo transformando el poder y ... la sociedad
Una reflexión sobre este
laboratorio latinoamericano en términos de experiencias democráticas,
autogestionarias, participativas, y potencialmente emancipadoras, como las que
aquí se presentan, se muestra rica en pistas sobre toda una serie de
cuestiones: relación entre autonomías sociales y Estado, relación entre
movimientos, partidos e instituciones, formas de organización de las clases
populares y relaciones entre lo local, lo nacional y lo global, relación con el
mercado así como con otros sectores sociales subalternos, etc. Desde hace
algunos años, están muy presentes en América Latina los debates en torno a cómo
“cambiar el mundo” (Whitaker, 2006),
pero también sobre la relación que las diversas modalidades de transformación
social entablan con el Poder.
Algunos
analistas y militantes han sido seducidos por la idea de construir un “antipoder”, o de un contra-poder,
basado únicamente en la autonomía de los movimientos sociales, de las “multitudes” y de espacios comunitarios
autogestionados. Podemos encontrar estas ideas, con sensibilidades diferentes,
en Toni Negri, Miguel Benasayang y, sobre todo John Holloway. Este último,
inspirándose en particular en la rica experiencia zapatista, llama a “cambiar el mundo sin tomar el poder”, a
construir más “poder-acción”, “poder-hacer” (potentia), en vez
de interesarse en el “poder sobre” (potestas),
el del Estado y las instituciones: “el
mundo no puede ser cambiado por medio del Estado”, el cual constituye sólo “un nudo en la red de relaciones de poder”
(Holloway, 2008). El objetivo estratégico sería por tanto liberar la potentia
de la potestas, prevenir las experiencias autogestionadas del “peligro” de las instituciones. Desde
esta perspectiva, como lo señaló mordazmente Daniel Bensaid, Holloway ha
forjado hasta cierto punto una especie de “zapatismo
imaginario” [13], muy alejado de las realidades de México: desde
luego, las conquistas de los zapatistas son considerables y hay que defender su
“digna rabia”, cueste lo que cueste,
al igual que su propuesta de “mandar
obedeciendo”, porque tienen mucho que aportar a las prácticas políticas y
militantes de este comienzo de siglo. ¿Pero por qué no ver también sus
dificultades y sobre todo la existencia concreta de un poder –muy real (y en
ocasiones necesariamente vertical)– que practican en lo cotidiano, a través de
instituciones como los “consejos de buen
gobierno”, de un ejército (EZLN), de dirigentes (a veces incluso
sobrerrepresentados)?. (Baschet, 2002).
Entre
los más fecundos autores “movimentistas”
latinoamericanos interesados por las experiencias bolivianas (“guerras” del agua y del gas), Argentina
(piqueteros [14]) y, en particular, mexicana, hay
que citar también a Raúl Zibechi. Según este último, se trata más bien de “dispersar el poder” (2009), basándose
especialmente en el pensamiento comunitario de las poblaciones amerindias, una
comunidad percibida, según el antropólogo Pierre Clastres, de la sociedad
contra el Estado. Para Zibechi, el desafío sería “huir del Estado, salir de él”, mientras que procesos como el de la
Comuna de Oaxaca representan “momentos
epistemológicos, que hacen comprender lo no visible, lo que la vida cotidiana
recubre el resto del tiempo. La dispersión del poder se realiza allí de dos
maneras: asistimos por una parte a una desarticulación de la centralización
estatal, y por otra parte estos movimientos no crean nuevo aparato burocrático
centralizado, sino que adoptan una multitud de formas de organización, de
manera que en el interior los poderes están distribuidos a través de toda la
trama organizativa”. Describe micropoderes, inspirados en Foucault, Deleuze
y Guattari. Pero en la cuestión –esencial– de la estructuración (democrática)
de tales alternativas, de su perennización, prefiere alternativas “sólo provisionales. Hoy existen, mañana tal
vez no. No es un problema, porque siempre pueden renacer” [15].
¿Constituyen estas movedizas fundaciones perspectivas sólidas para otro mundo
posible? ¿No se corre el riesgo de caer en una política sin política,
teorizando una cierta impotencia para franquear los obstáculos de una
revolución que rechaza tomar el poder? Además, aunque la Comuna de Oaxaca es
seguramente la primera gran comuna del siglo 21, como lo recuerda Pauline
Rosen-Cros en este libro, se presenta siempre como una institución al servicio
del pueblo e incluso como un “espacio de
ejercicio del poder” que integra a “todas
las organizaciones sociales y políticas, los sindicatos democráticos, las
comunidades y todo el pueblo”. Se trata de eso, no de una lógica de
anti-poder o ni siquiera de su “dispersión”,
aunque sea cierto que para Holloway lo importante es combatir al Estado, y la
comuna de Oaxaca lo ha intentado con todas sus fuerzas.
Otros
autores, en la senda de un marxismo más ortodoxo, han tenido tendencia a torcer
el bastón en el otro sentido e insistir –a la inversa– en la necesidad de tomar
el poder de Estado para forjar alternativas sólidas al imperialismo y al
capitalismo [16]. Reivindicando aún más la herencia cubana o el proceso
bolivariano venezolano, recordando (con toda razón) la violencia de las
experiencias contrarrevolucionarias en América Latina, el sociólogo argentino
Atilio Borón critica la falta de consistencia intrínseca del anti-poder frente
al imperialismo, a los militares o a las multinacionales. Muestra la “fragilidad
constitutiva, sociológica, de la multitud”, que no consigue tomar forma en
una estructura política amplia, un proyecto nacional capaz de resistir y
construir en el marco de la mundialización (Borón, 2001). Porque un movimiento,
una comunidad, un colectivo, autónomo pero aislado, pueden verse cooptados o
marginalizados y reprimidos por el poder –bien real – del Estado existente (la
historia argentina es ejemplar en este sentido). ¿Cómo federar entonces una
multiplicidad de espacios alternativos y autónomos para contrarrestar el
rodillo compresor del capitalismo militar-industrial neoliberal? Volvemos a
encontrar aquí algunos rasgos del debate iniciado en el siglo 19 en Europa por
Proudhon, Bakanounine y Marx, y también por los comuneros parisinos.
Según
el editorialista de Le Monde Diplomatique Serge Halimi, sería
contradictorio hacer “como si algunas prefiguraciones de una utopía
‘libertaria’ (una cooperativa en Boston, un movimiento indígena en Chiapas, un
squat en Amsterdam), y el establecimiento de diversos ‘lazos’ (internet, foros mundiales)
entre estos islotes participativos, equivalieran a una estrategia política.
Como si las experiencias locales a pie de tierra no fuesen tributarias de
decisiones nacionales o internacionales (nivel de vida del país, fiscalidad,
acuerdos de libre comercio, moneda, guerras,...) que impiden confeccionar
aparte su pequeña utopía, ‘sin tomar el poder’. Como si un internacionalismo
legítimo debiera hacer olvidar que algunos Estados-nación habían constituido
terrenos de luchas, de solidaridad, y permitido garantizar las conquistas obreras
que la «mundialización» se ha propuesto romper en pequeños trozos” [17].
Aunque
esta observación tiene cierta pertinencia estratégica, se desentiende de un
problema (¡y no de los menores!): los socialismos “reales” del siglo XX no han resuelto en absoluto el problema de la
existencia del Estado, de su burocratización, su autoritarismo, como ha sido
denunciado con toda razón por los movimientos libertarios. ¿Cómo “tomar” el poder sin ser tomados por el
poder o sin acomodarse en nombre de un cierto “realismo” institucional (cuestión planteada recientemente por la
historia del Partido de los Trabajadores en Brasil)? ¿Cómo construir formas de
poder popular constituyente, o incluso de doble poder, moldeando instituciones
radicalmente democráticas, controladas por abajo y socializando el poder en
todos los poros de la sociedad (en lugar de estatizarla)? Lo que está en juego
es el difícil paso de poderes constituyentes a poderes constituidos y los
métodos de articulación entre democracia directa, participativa y
representativa, entre espacios de deliberación y de decisión: en definitiva, la
cuestión clásica de la “soberanía”
del pueblo. ¿Esta construcción-destrucción-creación debe desarrollarse
totalmente externa al Estado (para echarlo abajo) o bien como emergencia
combinada a la vez de formas externas y de un impulso procedente de instituciones
gubernamentales? Esta cuestión está claramente planteada por los consejos
comunales de Venezuela, efectivamente soberanos a cierta escala, pero
directamente dependientes de una relación vertical con el ejecutivo
bolivariano, como nos lo explica Mila Ivanovic.
El
mismo problema a nivel económico, con las cooperativas, empresas recuperadas y
otros experimentos locales: ¿cómo coordinar estos ensayos autogestionarios que
no sea por medio del mercado, que tiende a desarticular la dimensión
alternativa de estos espacios? ¿Con qué instrumentos? ¿Partidos,
organizaciones, movimientos? ¿Y cómo abordar la discordancia de tiempos entre
las elecciones –hoy América Latina vive en regímenes constitucionales, tras la
noche negra de las dictaduras y guerras civiles– y lo indispensable, las luchas
sociales y de autoorganización? Hervé Do Alto nos recuerda por ejemplo que la
actual experiencia boliviana no habría podido surgir sin la creación del
partido-movimiento MAS (Movimiento al Socialismo), que no sólo ha llevado al gobierno
a Evo Morales por medio las urnas, sino que ha comenzado también a democratizar
este país, el más pobre de América del Sur. Sin embargo, los gobiernos
actuales, y su orientación general neo-desarrollista o en favor de un “capitalismo Ando-amazónico”, recuerdan
una vez más que las izquierdas pueden ganar el gobierno, sin que el pueblo gane
el poder, ni que esto signifique un proceso de ruptura (Toussaint, 2009). Todo
lo contrario, ocurre a menudo que iniciativas venidas desde abajo son el blanco
del autoritarismo de ejecutivos que, inicialmente, habían sido elegidos como
una posible vía de cambio. ¿Qué pensar del gobierno nacionalista de Ollanta
Humala en Perú, que había recibido el apoyo de una gran parte de la izquierda y
de la sociedad civil y que hoy día encarna la figura de un gobierno al servicio
de las transnacionales mineras, dispuesto a reprimir a su pueblo? ¿Y qué ocurre
con las relaciones entre toda una parte de los movimientos sociales, indígenas,
obrero, con gobiernos nacionalistas-populares o progresistas (como por ejemplo
los de Correa en Ecuador, Roussef en Brasil o Morales en Bolivia? Muchos
militantes denuncian lo que consideran un nuevo rostro del capitalismo en vez
de una perspectiva de reformas post-neoliberales, y por ello los repetidos
conflictos entre estos presidentes y una parte de la población o de los
trabajadores organizados.
En sus
reflexiones sobre el “futuro del
socialismo”, el economista Claudio Katz recuerda que el debate no se
refiere tanto a la realización inmediata de otro mundo posible sino a su
comienzo, condición esencial para cualquier avance futuro. Afirma que una
estrategia de transformación radical se extiende necesariamente durante un
largo período y que, en este camino sembrado de trampas, “todo proyecto político
y económico basado en la mayoría de la población que presente signos que van
hacia la extensión de la propiedad colectiva y la consolidación de la
autogestión popular, representa una forma embrionaria de socialismo” (Katz,
2004). Con este rasero (y en marco de las relaciones existentes con el
imperialismo) podrían juzgarse los procesos de transformación en la región.
Sobre esta base, nadie duda de que el camino será todavía largo, a pesar de los
saltos logrados hacia la emancipación...
Cambiar
el mundo favoreciendo la autoorganización y transformando el modelo de
desarrollo, modo de producción, instituciones y sociedad: un desafío para
pensar la emancipación del siglo 21... Pero se trata también de lograr aquí y
ahora otras formas de vida posibles, hacer la demostración de las alternativas,
verificar in vivo nuevos horizontes y crear bienes comunes: como lo
decía Jacinta, militante del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra
(MST) brasileño, se trata de convertirse en “sujeto
de su propia historia”, o para José Martínez, productor agroecológico
colombiano, recrear “sistemas de vida”.
Jules Falquet recuerda que a pesar de la violencia masculina, neoliberal y
guerrera que reina en México, mujeres y feministas han sabido retomar la
iniciativa. En suma, con este libro colectivo, hemos intentado mostrar el
momento vertical y el momento horizontal de una política de emancipación, y sus
tensiones permanentes. Se trata de una invitación a inspirarse en la riqueza de
las experiencias “desde abajo”, comunitarias,
locales, autogestionadas, sino también en parte “desde arriba”, con el papel de los partidos políticos, de los
procesos constituyentes, de los gobiernos progresistas, con el fin de retomar
un debate estratégico necesario, que en parte ha quedado sepultado bajo los
escombros del muro de Berlín y eclipsado por la asfixia de la revolución
cubana.
Para
Richard Neuville: “La diversidad de las experiencias [en curso] demuestra
ampliamente la riqueza de las prácticas emancipadoras en marcha en el subcontinente
latinoamericano. Expresan relaciones diferenciadas con el poder [...]. En su
diversidad, los movimientos sociales plantean claramente la cuestión de la
democracia en sus aspectos económico, político y social, tanto a través del
control y la gestión directa de la producción, la participación activa en las
instancias de decisión como la autoorganización y la autonomía. Por ello, aún
con matices, pueden ser categorizados como movimientos autogestionarios”
(2012).
Se
trata también de pensar los vínculos entre el campo social y político que estas
variadas experiencias plantean, para continuar una reflexión que sigue abierta.
Retomando figuras teóricas antes citadas, para enfocar la articulación entre
crítica “artista” y crítica “social” del capitalismo, entre la Voice
y el Exit, entre utopías concretas y proyectos políticos
post-capitalistas y ecosocialistas. Cuando se recorren los ejemplos aquí
presentados, se puede avanzar la hipótesis de que en América Latina, las
denuncias de la alienación neoliberal o los ensayos de emancipación
comunitarios están precisamente conectados a la crítica social y ambiental del
capitalismo (OSAL, 2012) y, sobre todo, a sus movimientos populares. Esto es lo
que hace la fuerza del panorama actual en el subcontinente. Junto con otras
cuestiones fundamentales que evidentemente habrá que tratar: los modelos de
desarrollo cuando extractivismo y ecocidios hacen estragos en todo el
continente, las relaciones de “raza”
y de género, las integraciones regionales y la solidaridad internacional. ¡Un
vasto programa en perspectiva!
Como
señalaba Daniel Bensaid en su debate con John Holloway: “Hay que atreverse a
ir más allá de la ideología, sumergirse en las profundidades de la experiencia
histórica, para retomar los hilos de un debate estratégico enterrado bajo el
peso de las derrotas acumuladas. En el umbral de un mundo en parte inédito,
donde lo nuevo cabalga sobre lo antiguo, más vale reconocer lo que se ignora,
estar disponible a las experiencias que vendrán, que teorizar la impotencia
minimizando los obstáculos a franquear” (ContreTemps, 2003).
Este
pequeño libro colectivo es una invitación al viaje, al debate más amplio y a
pensar otros posibles para el mañana. Una invitación al “principio esperanza” y al optimismo que defendía el filósofo Ernst
Bloch [18], por encima de las catástrofes y la barbarie que acechan. Una
convicción: estas utopías concretas vistas desde el Sur, llegadas de la “gran patria” de José Martí y de
Mariátegui, pueden, junto con otras, ayudarnos a rearmarnos en el plano de las
ideas y a (re)pensar cómo transformar el mundo.
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NOTAS
[1] Nuestro
agradecimiento a Emmanuel Delgado Hoch, de las ediciones Syllepse, por sus
comentarios críticos a este texto. El resultado final, como tiene que ser, es
de mi entera responsabilidad.
[2] Se
trata en realidad de una gran variedad de gobiernos: de centro-izquierda,
progresistas, social-liberales o nacional-populares, siguiendo las
configuraciones socio-históricas nacionales, y sus relaciones con los
movimientos sociales, con el imperialismo y con las clases dominantes.
[3] Caracazo
: insurrección popular
ocurrida el 27 de febrero de 1989 en Caracas contra la política neoliberal y
las subidas de tarifas, impuestas por el presidente social-demócrata Carlos
Andrés Pérez. La represión policial causó, según las estimaciones, entre 1.000
y 3.000 muertes.
[4] Sobre
esta nueva generación de Golpes de Estado, a veces denominados “legales”, ver: “Coup d’Etat au Paraguay”, 23/06/2012, y “Honduras, un an après le
coup d’Etat” (por Renard Lambert), La valise diplomatique, 28/06/2010, www.monde-diplomatique.fr.
[5] N.
Klein, La Stratégie du choc , Actes Sud, París 2008.
[6) Ver
también el dossier: “Menos desigualdades,
¿más justicia social?”, Nueva Sociedad, nº 239, junio 2012, www.nuso.org.
[7] En
su libro, Boltanski y Chiapello distinguen la crítica “artista” que denuncia la alienación, la sociedad de consumo y la
inautenticidad del capitalismo (asumida muchas veces por estudiantes, artistas
e intelectuales), de la crítica “social”,
centrada en la explotación y llevada a cabo por el movimiento obrero;
recuperada la una por el sistema de gestión y muy desconectada de la otra,
desde sus comienzos, en 1968 (Le nouvel esprit du capitalisme , Paris,
Gallimard, 1999).
[8] Albert
O. Hirschman, Défection et prise de parole, Paris, Fayard, 1995.
[9] Sobre
la noción mestiza del “buen vivir” e
indígena de Sumak Kawsay, ver el artículo de Matthieu Le Quang sobre Ecuador en
este volumen.
[10] Ver
el rico reportaje sobre varias utopías comunitarias europeas de Isabelle
Fremeaux y John Hordan: Les sentiers de l’utopie , Zones – La
Découverte, Paris, 2011, y el informe crítico de F. Poupeau: “Peut-on changer
le monde? Des gens formidables...”, Le Monde Diplomatique, Paris,
noviembre 2011.
[11] El
concepto de “colonialidad del poder”
fue presentado por primera vez por el intelectual peruano Aníbal Quijano. Según
este último, la matriz colonial se basa en cuatro pilares: la explotación de la
fuerza de trabajo, la dominación etno-racial, el patriarcado y el control de
las formas de subjetividad (o imposición de una orientación cultural
etno-centrista). Dos siglos después de las independencias latinoamericanas,
esta matriz seguiría siendo central en las relaciones sociales: “esta colonialidad del poder se ha mostrado
más duradera y más arraigada que el colonialismo en cuyo seno se engendró, y
que ayudó a imponerla mundialmente”, inscribiéndose por tanto en una
dominación de tipo post-colonial (Quijano, 2007).
[12] La
idea de “Por abajo, a la izquierda”
es una referencia central de la experiencia zapatista.
[13] D.
Bensaid, “La Révolution sans prendre le
pouvoir? À propos d’un
récent livre de John Holloway»,
ContreTemps, 2003.
[14] Piqueteros:
“trabajadores
desocupados” que
cortaron las carreteras con grandes “piquetes”
de huelga, tras la crisis de 2001 en Argentina.
[15] Ver
la interesante entrevista a Zibechi aparecida en la revista libertaria Réfractions
(2007).
[16] Sobre
este debate estratégico internacional y sus prolongaciones, así como las
repuestas aportadas por Holloway, ver: Contra y más allá del Capital (2006).
[17] S.
Halimi, “Quelle societé future ? Dernières
nouvelles de l’Utopie», Le Monde Diplomatique, Paris, agosto 2006.
[18] A.
Münster, Ernst Bloch, messianisme et utopie, PUF, Paris, 1989.
Traducido del francés por: VIENTO
SUR
Revisado por:
María
Piedad Ossaba (Red Tlaxcala - La Pluma)
Fuente:
Contretemps, 10 de enero de 2013
Sobre el autor:
http://rebelion.org/autores.php?id=59
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