Sábado, 30 Marzo 2013
Durante
años, el país ha sufrido una guerra social cuyo costo en vidas humanas ronda ya
los 100 mil muertos, la mayoría pobre y joven, mientras la sociedad se
encuentra presa de incertidumbre sobre el futuro de las familias –ciertamente
hipotecado por los 70 millones de mexicanos viviendo en la pobreza–, y por la
desesperanza de constatar que la "alternancia"
priísta significa –en los hechos– el gatopardismo
en el que todo cambia para que todo siga igual (o peor).
En este lapso, el monopolio de la violencia, que
supuestamente corresponde al Estado, ha sido usurpado por grupos armados que
asuelan calles, negocios, barrios, comunidades, regiones e incluso estados
completos, que son abandonados en la indefensión y a merced de sus acciones
delictivas. Asimismo, en territorios donde el Estado mexicano ha puesto en
práctica estrategias contrainsurgentes o de guerra irregular, ha sido activado
el paramilitarismo, con la aquiescencia, apoyo y complicidad de las autoridades
y vinculado furtivamente a las fuerzas armadas, instituciones policiacas u
organismos de inteligencia. Cuando fui miembro de la Comisión de Concordia y
Pacificación (Cocopa), y en mi calidad de presidente en turno, presenté en 1998
ante la Procuraduría General de la República –con la asesoría de la abogada
Digna Ochoa– una denuncia en torno a la existencia de grupos paramilitares, uno
de los cuales fue responsable de la matanza de Acteal. En esa oportunidad, el
propio procurador general Jorge Madrazo Cuéllar refirió a los miembros de la
Cocopa sobre la presencia en Chiapas de al menos 12 grupos que eufemísticamente
llamaba "grupos de civiles
presuntamente armados". Se creó una fiscalía especial para el caso,
misma que desapareció sin pena ni gloria, años después.
Desde esos años, he reiterado que el vínculo estatal otorga
un elemento fundamental para un análisis cabal del paramilitarismo, y he
definido a los grupos paramilitares como aquellos que cuentan con organización,
equipo y entrenamiento militar, a los que el Estado delega el cumplimiento de
misiones que las fuerzas armadas regulares no pueden llevar a cabo
abiertamente, sin que eso implique que reconozcan su existencia como parte de
ese monopolio de la violencia estatal. Los grupos paramilitares son ilegales e impunes
porque así conviene a los intereses del Estado. Lo paramilitar consiste,
entonces, en el ejercicio ilegal e impune de la violencia estatal y en la
ocultación del origen de esa violencia. Históricamente, el paramilitarismo ha
sido una fase de la contrainsurgencia que se aplica cuando el poder de las
fuerzas armadas no es suficiente para aniquilar a los grupos insurgentes, o
cuando su desprestigio obliga a la creación de un brazo paramilitar, ligado
clandestinamente a la institución castrense. Ejemplo claro de este tipo de
agrupamientos es la temible Brigada Blanca, extensión criminal del Estado
durante la guerra sucia, cuyos mandos fueron el coronel Francisco Quiroz
Hermosillo, el capitán Luis de la Barreda Moreno y Miguel Nazar Haro.
Aunque el paramilitarismo está ligado estrechamente a las
estrategias de la contrainsurgencia, puede ocurrir que el Estado utilice –por
omisión, pasividad o corrupción de sus funcionarios– a los grupos armados
delincuenciales para sus propios fines de control social, criminalización o
agresión violenta de opositores, pasando por esta vía de articulación estatal,
a también constituirse en grupos paramilitares. Este podría ser el caso de las
llamadas guardias blancas, que conformaron en muchas regiones rurales el
sicariato o apéndice armado de terratenientes y oligarquías regionales, y que
por las lealtades de clase, el Estado ha tolerado y protegido.
Cuando el Estado no cumple con la responsabilidad legal y
constitucional de preservar la seguridad de los ciudadanos ni administrar
justicia y, por el contrario, utiliza al Ejército, a los contingentes
policiales y al aparato judicial como medios de control y mediatización
político-territorial de la población por las vías de una militarización de la
sociedad y una justicia venal en todos los niveles, tiene lugar el surgimiento
de mecanismos de autodefensa y justicia comunitarias de variada naturaleza que
cumplen las funciones que el Estado enajena o trastoca ilegalmente.
Experiencias como la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía
Comunitaria (CRAC-PC), las que conforman la defensa del municipio de Cherán,
Michoacán, las zonas de rebeldía autonómica protegidas por el EZLN y las
surgidas en otras latitudes de la geografía mexicana, articuladas a las
comunidades, que las controlan y monitorean, sin ninguna relación con el Estado
pero sujetos a reglamentos internos y principios como el mandar obedeciendo, no
sólo son legales y legítimas de acuerdo con la Constitución y el Convenio 169
de la OIT, firmado y ratificado por México, sino que constituyen los únicos
espacios sociopolíticos donde se ha logrado controlar de manera efectiva al
llamado "crimen organizado".
Por ello, se esperaría mayor rigor conceptual y seriedad
institucional de organismos como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos
frente a la proliferación natural de las autodefensas comunitarias por
supuestamente "romper con el estado
de derecho", cuando a todas luces ha sido el Estado el que
sistemáticamente lo ha violentado a través de la práctica de la desaparición
forzada, las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, la corrupción-penetración
por la delincuencia organizada de todas las esferas del poder público y la
incapacidad total por parte de las autoridades para garantizar la seguridad
pública y la administración de justicia.
También es grave la pretensión del Estado de someter a
organismos como la CRAC-PC al control gubernamental, a través de leyes y
reglamentos que subvierten el mandato de la asamblea, oficializan lo que es un
servicio y rompen con la esencia misma de los sistemas normativos comunitarios.
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