por Tlachinollan
Sábado, 02 de Marzo de 2013 21:57
El fracaso nacional del
paradigma autoritario de la seguridad nos ha llevado al desgobierno,
sumiéndonos en el laberinto de la muerte.
La
pesadilla de la inseguridad y la violencia que nos sigue arrastrando hacia la
piedra de los sacrificios humanos, es la manifestación tangible del engendro
creado por el sistema capitalista. Es el monstruo sanguinario que para vivir
tiene que arrancar el corazón de los pobres. Los expolia, los explota y los
mata. Hoy las crisis financieras mundiales, la pobreza extrema, las redes
internacionales del narcotráfico y la delincuencia organizada, así como la
destrucción del medio ambiente y el oleaje migratorio que denigra la dignidad
de los excluidos, son las grandes amenazas globales que han puesto en jaque a
los Estados que se ven disminuidos y débiles ante poderes fácticos que están
erosionando su autonomía y al mismo tiempo, están perdiendo legitimidad frente
a la sociedad a la que se deben.
En este desorden mundial la
política pierde consistencia frente al neoliberalismo económico y sus mercados.
La misma liberación económica ha traído aparejada una desestabilización
política y económica que se ha vuelto explosiva al interior de los Estados. En
México más de 80 mil muertes violentas fue el saldo de un sexenio que le apostó
a la guerra para combatir a los narcotraficantes. Para el 2012, 52 millones de
personas fueron reubicadas dentro del mapa oficial de la ignominia
catalogándolas en situación de pobreza; 81 millones de mexicanos y mexicanas
padecen al menos una carencia social (salud, educación, vivienda o seguridad
social) y 800 municipios se encuentran dentro de los enclaves prioritarios del
país.
En Guerrero 46 de sus 81
municipios son catalogados como de muy alta marginación y son los que la
Sedesol federal ha incluido dentro de la llamada Cruzada Nacional contra el Hambre. Lo paradójico es que la ciudad
de Acapulco, que es el centro turístico más próspero del estado se encuentra en
bancarrota. La peor noticia dada por el Consejo Ciudadano para la Seguridad
Pública y la Justicia Penal es que la Perla del Pacífico se ha transformado en
uno de los lugares más violentos del mundo. De acuerdo con cifras oficiales,
seis ciudades mexicanas se encuentran entre las primeras veinte más violentas e
inseguras del orbe. Acapulco registró un índice de 142.88 homicidios por cada
100 mil habitantes, equivalente a mil 170 homicidios dolosos. El puerto se
ubica solo por debajo de San Pedro Sula, Honduras, mientras que en el plano
nacional y en orden ascendente le siguen Torreón, Coahuila que ocupa el lugar
quinto; Nuevo Laredo, Tamaulipas octavo lugar; Culiacán, Sinaloa quinceavo
lugar; Cuernavaca Morelos el dieciochoavo y Ciudad Juárez, Chihuahua el lugar
19.
Este desastre económico
aparejado con la corrupción de las autoridades; su complicidad con las bandas
del crimen organizado; la impunidad con la que actúan los cuerpos policiacos,
el Ejército y la Marina y la ineficacia del sistema de procuración y
administración de justicia han causado una grave fractura entre los gobernantes
y la ciudadanía. Las instituciones de seguridad y de justicia están colapsadas,
corroídas por las mafias del crimen y hay visos de una crisis terminal. El
pulso de los ciudadanos y ciudadanas es muy preciso; ya nadie confía en los
funcionarios ni en los policías. Nadie quiere perder el tiempo ni ser
nuevamente víctima de abusos y extorsiones para interponer alguna denuncia ante
el Ministerio Público. La frontera de la confianza los ubica del otro lado, en
el lugar de quienes delinquen y atentan contra la vida y la seguridad de las
víctimas. Con estas grietas donde se guarecen los grupos económicos y políticos
que viven del crimen es imposible restablecer el orden y hablar de legalidad y
respeto a los derechos humanos.
Los rudos del poder han
propiciado este ambiente delincuencial; la fuerza ha sido el recurso recurrente
para imponer el orden; la mordida sigue siendo el método más efectivo para
aplicar justicia; el uso de la tortura es la prueba reina de las
investigaciones ministeriales; la justicia al mejor postor es el camino más
fácil para congraciarse con los grupos delincuenciales, y los compadrazgos
políticos entre mafiosos conforman las redes subterráneas de la economía
criminal que ha engendrado en el estado una clase política impúdica, alevosa y
pedestre, que sin ningún rubor deja hacer y pasar todo lo que genere dinero
fácil, porque los asuntos públicos son manejados como negocios privados.
Lo que hoy es Acapulco es por
obra y gracia de los grupos políticos que abrieron de par en par las puertas
para el florecimiento de todos los negocios lícitos e ilícitos, al fin y al
cabo estaban en el paraíso de los caciques, protegidos con sus rústicos matones
bautizados en lenguaje oficial como agentes policiacos, transmutados como
policías preventivos y judiciales. Estos agentes sin licencia, con el paso de
los años y con varias matanzas a cuestas pasaron a conformar (sin ningún
proceso de selección y de certificación policial) los cuerpos de
seguridad del Estado. Este engendro delincuencial se volvió una pesadilla para
la población, que con paciencia samaritana aguantó abusos, amenazas, extorsiones,
maltratos, torturas, desapariciones, ejecuciones, haciendo de nuestro estado un
reservorio caciquil donde impera la violencia y la impunidad.
El fracaso nacional del
paradigma autoritario de la seguridad nos ha llevado al desgobierno,
sumiéndonos en el laberinto de la muerte. Esta tragedia se debe a la cesión del
poder a las instituciones armadas que tomaron las decisiones fundamentales para
hacer frente al crimen sin que tuvieran contrapesos políticos ni controles por
parte de las autoridades civiles. Las consecuencias han sido fatales: se han
evidenciado fallas estructurales por parte de las autoridades para contener la
violencia con la sola intervención de los cuerpos de seguridad y en lugar de
que la población se sintiera segura, se exacerbó el miedo por la violencia
imparable de las bandas delincuenciales. El vacío de autoridad y la inoperancia
de las instituciones se transformó en una grave amenaza para la población
marginal. Esta crítica coyuntura se transformó en una gran oportunidad para que
los pueblos echaran mano de sus mecanismos comunitarios de protección, que
desde décadas, por no decir, siglos, practican. Como pueblos indígenas que
provienen de culturas milenarias cuenta con un derecho propio, un derecho que
ha resistido al embate colonialista y a la imposición de un orden legal que les
negó personalidad jurídica y desconoció sus sistemas normativos.
Solo los pueblos indígenas han
tomado muy en serio sus derechos porque son parte de su patrimonio
y a ellos se debe su presencia vigorosa como entidades diferenciadas
que luchan contra el coloniaje y construyen una sociedad plural y
verdaderamente democrática. Los pueblos por la vía de los hechos han ejercido
sus derechos y de una manera ejemplar, construyendo un nuevo paradigma de
seguridad democrática teniendo como plataforma política y jurídica sus sistemas
normativos, que son la expresión más nítida de un proyecto alternativo de
justicia y seguridad, sustentado en las estructuras comunitarias que han
demostrado a lo largo de los siglos su gran visión para garantizar la
estabilidad, el orden, el respeto y la protección de la vida de toda la
población.
Hoy desde diferentes espacios
académicos, políticos, televisivos y empresariales hay un embate contra los
derechos de los pueblos indígenas. Se hacen juicios sumarios contra los grandes
esfuerzos que realizan los pueblos para contribuir como actores
proactivos y propositivos que buscan revertir la violencia delincuencial. No
les dan ningún margen para reconocer y respetar los sistemas normativos de los
pueblos. Los encostalan en los casilleros del paramilitarismo y en el arquetipo
del salvaje que se hace justicia por propia mano. En sus análisis dejan caer a
rajatabla sus interpretaciones afianzadas con marcos conceptuales y
experiencias comparadas, que no dan lugar a equivocaciones y no le conceden el
beneficio de la duda a una lucha legítima, histórica de los pueblos, que busca
acabar con la barbarie proveniente de las esferas gubernamentales. Los críticos
no tienen tiempo para conocer en terreno lo que realmente sucede con la
organización comunitaria, ni tampoco hay disposición para escuchar a hombres y
mujeres del campo que sufren los estragos de la violencia. No hay
espacio para que sus voces trasciendan y lleguen sus verdades a los centros del
poder. Como siempre son silenciados, invisibilizados y criminalizados. No caben
en este país marcado por la injusticia y el racismo. Son otra vez una amenaza y
un peligro para un Estado de derecho manchado de sangre, que no tolera ni
acepta que los pueblos indígenas se erijan como sujetos de derecho y que estén
proponiendo un paradigma democrático de seguridad contra el fallido paradigma
autoritario de una legalidad injusta y violenta.
La demostración pública de la
capacidad de diálogo; de la confrontación libre y respetuosa de las ideas y de
la tolerancia ante las diferentes posiciones políticas de las y los actores que
convergieron en la asamblea del 23 de febrero, donde se eligieron a las nuevas
autoridades de la CRAC, es la enseñanza más nítida para los críticos de este
sistema, porque fuimos testigos de lo que es la democracia directa entre los
pueblos indígenas. Lograron llegar a acuerdos entre iguales sin la intromisión
de políticos, funcionarios o gobernantes que nada tienen que hacer en espacios
donde se respira un ambiente limpio y libre de intereses facciosos y mezquinos.
Arribaron a buen puerto y como siempre se impuso la voluntad del pueblo que es
sabia y sagrada.
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