x Mariana Mora y Rachel Sieder
La
Jornada
El énfasis mediático en la
proliferación de los nombrados grupos de autodefensa desenfoca la mirada
pública en las tendencias que provienen desde el mismo Estado de gestionar
modelos de seguridad que protegen intereses políticos y de particulares.
Mientras los medios construyen un relato alarmista sobre la apropiación
ciudadana de tareas que –según estas narrativas– corresponden exclusivamente a
las instituciones estatales, llama la atención que ausente de los debates
recientes está la tendencia de privatizar, militarizar y politizar las
funciones de seguridad pública.
En el continente, sólo Brasil
supera a México en el número de elementos de seguridad privada, que a finales
de 2012 sumaba casi medio millón de hombres armados. La reconfiguración del
campo de la seguridad también tiene otras aristas. Expertos en la materia
señalan que ahora que las tareas de seguridad pública están nuevamente a cargo
de la Secretaría de Gobernación (tras la desaparición de la Secretaría de
Seguridad Pública), existe el riesgo de que la policía sirva para proteger los
intereses políticos de los partidos gobernantes. A pesar de lo alarmante que
resulta, ha habido poca discusión pública sobre la opacidad con la que se
diseña la militarización de las tareas policiales desde la futura gendarmería
nacional.
Por otro lado, los debates
públicos en torno a las llamadas autodefensas también ignoran los
cuestionamientos profundos que las organizaciones indígenas de policía y
justicia comunitaria hacen a las tendencias dominantes en el campo de la
seguridad y sus nexos con las políticas de desarrollo. Independiente de su
diversidad de reclamos, acciones y posturas políticas, se aprecia una tendencia
de estas organizaciones indígenas de señalar las condiciones de inseguridad
generadas por un cúmulo de violencias estructurales. Particularmente coinciden
en denunciar los impactos de modelos de desarrollo neoliberal de las décadas
recientes que colocan los intereses del mercado, de los sectores privados y de
intereses de particulares por encima de las necesidades de los pueblos.
Denuncian que la
militarización de sus regiones viene acompañada no sólo de más inseguridad,
sino de proyectos extractivistas, como son las concesiones privadas a las
mineras en Guerrero, Oaxaca, Puebla, entre otros estados del país, que ponen en
riesgo sus recursos naturales y territorios como pueblos. Este patrón de
fragmentación en el campo de la seguridad, con el correspondiente aumento de la
violencia e impunidad en regiones indígenas, a su vez facilita el modelo neo-extractivista
del capitalismo trasnacional, lo cual se replica en otros países del
continente, como Colombia o Guatemala.
A la luz de estas amenazas, se
tienen que entender las luchas de los pueblos indígenas organizados por
fortalecer sus autoridades y sistemas de derecho propio no sólo como parte de
sus reclamos a la autonomía y libre-determinación, sino como aspectos
fundamentales para la sobrevivencia física de sus pueblos. En ese sentido, las
experiencias de organizaciones indígenas como el Consejo Regional Indígena del
Cauca (CRIC) y las organizaciones indígenas y afro-descendientes en la región
del Chocó de Colombia nos recuerdan que el ejercicio de los derechos colectivos
de los pueblos pueden llegar a jugar un papel fundamental en la reconstrucción
del tejido social y en la elaboración de propuestas colectivas de paz frente a
condiciones de violencia y de inseguridad. Son justo estos reclamos y
alternativas los que deben ocupar un papel central en los debates públicos en
el país.
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