Rebelión, 29-03-2013
La
posibilidad de que beatifiquen (y luego canonicen) a Monseñor Romero me genera
sentimientos encontrados. Por un lado, debo admitir que sería un acontecimiento
histórico y motivo de alegría para millones. Sin embargo, oficializando la
santidad de Romero se pondría en riesgo, precisamente, su peligrosidad.
Pienso que su reconocimiento como “santo”
de parte de la institucionalidad eclesiástica terminaría por convertirlo en un
personaje neutro, light, descafeinado; mientras que, si no lo
beatifican, seguirá siendo San Romero de
América, un santo que traspasa fronteras y que es un modelo para millones
de creyentes y no creyentes.
Cuando mi hijo mayor era pequeñito, le pregunté si sabía por qué Jesús
colgaba de una cruz. Nunca olvidaré su respuesta: “Lo convirtieron en adorno”. Eso hicieron hasta ahora las
beatificaciones y canonizaciones: comercializar la fe, convertir el ejemplo de
los mártires en amor al dinero —la raíz de todos los males, según San Pablo—.
Esta institucionalización del culto a los santos no solo los convierte
en artículos de consumo, sino que hace algo peor al elevarlos al cielo.
Monseñor Romero nunca ascendió a los cielos, sino que descendió al inframundo
de los pobres, los explotados y marginados, para alcanzar junto a ellos la
auténtica humanidad. Romero fue “un
hombre para los demás” (Dietrich Bonhoeffer) y así se hizo humano. Y eso
le bastó para volverse santo.
Romero fue un obispo subversivo y politizado, sin duda. La politización
aparece siempre que se toma partido, y en el caso de Romero su partido fueron
las mayorías populares. Por eso la derecha nunca considerará a Monseñor
como su santo. Además, no lo necesita: ya tienen a Escrivá de Balaguer, para
predicar la caridad que no pregunta por qué hay pobres, o a Agustín de Hipona,
para hacer de la misoginia una bandera.
Algunos dijeron que Romero no sería canonizado “mientras la sociedad salvadoreña siguiera dividida”. Yo pienso
que si eso fuera cierto, pueden sentarse a esperar. Aunque mejor sería que se
sumaran a la lucha por la transformación de la sociedad y la
construcción del Reino de Dios en la Tierra, que en buen izquierdismo es “el imperativo categórico de echar por
tierra todas las relaciones en que el ser humano sea un ser humillado,
sojuzgado, abandonado y despreciable” (Karl Marx).
Romero eligió lo segundo, fue acusado de “comunista” —como también le dijeron a Dom Hélder Câmara—, y
terminó como otro mártir argentino, Monseñor Enrique Angelelli, asesinado por
los sicarios del capital. Ambos enfrentaron sin tapujos al poder, aun estando
su vida en juego. No es difícil imaginarse lo que ellos habrían dicho a quien
se los echase en cara: ¿Cómo no arriesgar la vida por aquellos que no la tienen
segura un solo minuto de sus días y que son los preferidos de Dios? Pero eso
solo puede decirlo quien ha entendido que no se trata de salvar a la Iglesia,
sino de construir el Reino de Dios.
Carlos Molina Velásquez. Académico, columnista del periódico digital ContraPunto y colaborador de Rebelión.
Rebelión ha publicado este
artículo con el permiso del autor mediante una licencia
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