x Gabriel
García Márquez
Centro
documental Jorge Abelardo Ramos, 7/3/2013
De acuerdo con la idea que el comandante Chávez tiene de su vida, el
acontecimiento culminante fue El Caracazo, la sublevación popular que devastó a
Caracas
"Cómo
lo conocí a Hugo Chávez",
15/2/1999
CONTEXTO: Con su singular estilo Márquez describe al personaje de manera inigualable. También refleja en el artículo la tensión que produce el tema con el mundo en el que debe convivir para publicar sus libros y ganar premios. Un mundo donde Chávez está tocando fuertes intereses. De ahí quizás provengan ciertas dudas y ciertos desconocimientos insólitos en el inteligente escritor, ya que versan sobre cuestiones que son ahora demasiado conocidas en nuestra América Morena.
CONTEXTO: Con su singular estilo Márquez describe al personaje de manera inigualable. También refleja en el artículo la tensión que produce el tema con el mundo en el que debe convivir para publicar sus libros y ganar premios. Un mundo donde Chávez está tocando fuertes intereses. De ahí quizás provengan ciertas dudas y ciertos desconocimientos insólitos en el inteligente escritor, ya que versan sobre cuestiones que son ahora demasiado conocidas en nuestra América Morena.
Carlos Andrés Pérez descendió
al atardecer del avión que lo llevó de Davos, Suiza, y se sorprendió de ver en
la plataforma al general Fernando Ochoa Antich, su ministro de Defensa. “¿Qué pasa?”, le preguntó intrigado. El
ministro lo tranquilizó, con razones tan confiables, que el Presidente no fue
al Palacio de Miraflores sino a la residencia presidencial de La Casona.
Empezaba a dormirse cuando el mismo ministro de Defensa lo despertó por
teléfono para informarle de un levantamiento militar en Maracay. Había entrado
apenas en Miraflores cuando estallaron las primeras cargas de artillería.
Era el 4 de febrero de 1992.
El coronel Hugo Chávez Frías, con su culto sacramental de las fechas
históricas, comandaba el asalto desde su puesto de mando improvisado en el
Museo Histórico de La Planicie. El Presidente comprendió entonces que su único
recurso estaba en el apoyo popular, y se fue a los estudios de Venevisión para
hablarle al país. Doce horas después el golpe militar estaba fracasado. Chávez
se rindió, con la condición de que también a él le permitieran dirigirse al
pueblo por la televisión. El joven coronel criollo, con la boina de
paracaidista y su admirable facilidad de palabra, asumió la responsabilidad del
movimiento. Pero su alocución fue un triunfo político. Cumplió dos años de
cárcel hasta que fue amnistiado por el presidente Rafael Caldera. Sin embargo,
muchos partidarios como no pocos enemigos han creído que el discurso de la
derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de
la República menos de nueve años después.
El presidente Hugo Chávez
Frías me contaba esta historia en el avión de la Fuerza Aérea Venezolana que
nos llevaba de La Habana a Caracas, hace dos semanas, a menos de quince días de
su posesión como presidente constitucional de Venezuela por elección popular.
Nos habíamos conocido tres días antes en La Habana, durante su reunión con los
presidentes Castro y Pastrana, y lo primero que me impresionó fue el poder de
su cuerpo de cemento armado. Tenía la cordialidad inmediata, y la gracia
criolla de un venezolano puro. Ambos tratamos de vernos otra vez, pero no nos
fue posible por culpa de ambos, así que nos fuimos juntos a Caracas para
conversar de su vida y milagros en el avión.
Fue una buena experiencia de
reportero en reposo. A medida que me contaba su vida iba yo descubriendo una
personalidad que no correspondía para nada con la imagen de déspota que
teníamos formada a través de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de los dos era
el real?
El argumento duro en su contra
durante la campaña había sido su pasado reciente de conspirador y golpista.
Pero la historia de Venezuela ha digerido a más de cuatro. Empezando por Rómulo
Betancourt, recordado con razón o sin ella como el padre de la democracia
venezolana, que derribó a Isaías Medina Angarita, un antiguo militar demócrata
que trataba de purgar a su país de los treintaiséis años de Juan Vicente Gómez.
A su sucesor, el novelista Rómulo Gallegos, lo derribó el general Marcos Pérez
Jiménez, que se quedaría casi once años con todo el poder. Éste, a su vez, fue
derribado por toda una generación de jóvenes demócratas que inauguró el período
más largo de presidentes elegidos.
El golpe de febrero parece ser
lo único que le ha salido mal al coronel Hugo Chávez Frías. Sin embargo, él lo
ha visto por el lado positivo como un revés providencial. Es su manera de
entender la buena suerte, o la inteligencia, o la intuición, o la astucia, o
cualquiera cosa que sea el soplo mágico que ha regido sus actos desde que vino
al mundo en Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954, bajo el signo del
poder: Leo. Chávez, católico convencido, atribuye sus hados benéficos al
escapulario de más de cien años que lleva desde niño, heredado de un bisabuelo
materno, el coronel Pedro Pérez Delgado, que es uno de sus héroes tutelares.
Sus padres sobrevivían a duras
penas con sueldos de maestros primarios, y él tuvo que ayudarlos desde los
nueve años vendiendo dulces y frutas en una carretilla. A veces iba en burro a
visitar a su abuela materna en Los Rastrojos, un pueblo vecino que les parecía
una ciudad porque tenía una plantita eléctrica con dos horas de luz a prima
noche, y una partera que lo recibió a él y a sus cuatro hermanos. Su madre
quería que fuera cura, pero sólo llegó a monaguillo y tocaba las campanas con
tanta gracia que todo el mundo lo reconocía por su repique. “Ese que toca es Hugo”, decían. Entre
los libros de su madre encontró una enciclopedia providencial, cuyo primer
capítulo lo sedujo de inmediato: Cómo triunfar en la vida.
Era en realidad un recetario
de opciones, y él las intentó casi todas. Como pintor asombrado ante las
láminas de Miguel Ángel y David, se ganó el primer premio a los doce años en
una exposición regional. Como músico se hizo indispensable en cumpleaños y
serenatas con su maestría del cuatro y su buena voz. Como beisbolista llegó a
ser un cátcher de primera. La opción militar no estaba en la lista, ni a él se
le habría ocurrido por su cuenta, hasta que le contaron que el mejor modo de
llegar a las grandes ligas era ingresar en la academia militar de Barinas.
Debió ser otro milagro del escapulario, porque aquel día empezaba el plan
Andrés Bello, que permitía a los bachilleres de las escuelas militares ascender
hasta el más alto nivel académico.
Estudiaba ciencias políticas,
historia y marxismo leninismo. Se apasionó por el estudio de la vida y la obra
de Bolívar, su Leo mayor, cuyas proclamas aprendió de memoria. Pero su primer
conflicto consciente con la política real fue la muerte de Allende en
septiembre de 1973. Chávez no entendía. ¿Y por qué si los chilenos eligieron a
Allende, ahora los militares chilenos van a darle un golpe? Poco después, el
capitán de su compañía le asignó la tarea de vigilar a un hijo de José Vicente
Rangel, a quien se creía comunista. “Fíjate
las vueltas que da la vida”, me dice Chávez con una explosión de risa. “Ahora su papá es mi canciller”. Más
irónico aún es que cuando se graduó recibió el sable de manos del presidente
que veinte años después trataría de tumbar: Carlos Andrés Pérez.
“Además”, le dije, “usted estuvo a punto de matarlo”. “De ninguna manera”, protestó Chávez. “La idea era instalar una asamblea
constituyente y volver a los cuarteles”. Desde el primer momento me había
dado cuenta de que era un narrador natural. Un producto íntegro de la cultura
popular venezolana, que es creativa y alborazada. Tiene un gran sentido del
manejo del tiempo y una memoria con algo de sobrenatural, que le permite
recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman, y páginas enteras de Rómulo
Gallegos.
Desde muy joven, por
casualidad, descubrió que su bisabuelo no era un asesino de siete leguas, como decía su madre, sino un guerrero
legendario de los tiempos de Juan Vicente Gómez. Fue tal el entusiasmo de
Chávez, que decidió escribir un libro para purificar su memoria. Escudriñó
archivos históricos y bibliotecas militares, y recorrió la región de pueblo en
pueblo con un morral de historiador para reconstruir los itinerarios del
bisabuelo por los testimonios de sus sobrevivientes. Desde entonces lo incorporó
al altar de sus héroes y empezó a llevar el escapulario protector que había
sido suyo.
Uno de aquellos días atravesó
la frontera sin darse cuenta por el puente de Arauca, y el capitán colombiano
que le registró el morral encontró motivos materiales para acusarlo de espía:
llevaba una cámara fotográfica, una grabadora, papeles secretos, fotos de la
región, un mapa militar con gráficos y dos pistolas de reglamento. Los
documentos de identidad, como corresponde a un espía, podían ser falsos. La
discusión se prolongó por varias horas en una oficina donde el único cuadro era
un retrato de Bolívar a caballo. “Yo
estaba ya casi rendido, -me dijo Chávez-, pues mientras más le explicaba menos me entendía”. Hasta que se le
ocurrió la frase salvadora: “Mire mi capitán
lo que es la vida: hace apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos
está mirando desde el cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un
espía?”. El capitán, conmovido, empezó a hablar maravillas de la Gran
Colombia, y los dos terminaron esa noche bebiendo cerveza de ambos países en
una cantina de Arauca. A la mañana siguiente, con un dolor de cabeza
compartido, el capitán le devolvió a Chávez sus enseres de historiador y lo
despidió con un abrazo en la mitad del puente internacional.
“De
esa época me vino la idea concreta de que algo andaba mal en Venezuela”, dice Chávez. Lo habían
designado en Oriente como comandante de un pelotón de trece soldados y un
equipo de comunicaciones para liquidar los últimos reductos guerrilleros. Una
noche de grandes lluvias le pidió refugio en el campamento un coronel de
inteligencia con una patrulla de soldados y unos supuestos guerrilleros
acabados de capturar, verdosos y en los puros huesos. Como a las diez de la
noche, cuando Chávez empezaba a dormirse, oyó en el cuarto contiguo unos gritos
desgarradores. “Era que los soldados
estaban golpeando a los presos con bates de béisbol envueltos en trapos para
que no les quedaran marcas”, contó Chávez. Indignado, le exigió al coronel
que le entregara los presos o se fuera de allí, pues no podía aceptar que
torturara a nadie en su comando. “Al día
siguiente me amenazaron con un juicio militar por desobediencia, -contó
Chávez- pero sólo me mantuvieron por un
tiempo en observación”.
Pocos días después tuvo otra experiencia
que rebasó las anteriores. Estaba comprando carne para su tropa cuando un
helicóptero militar aterrizó en el patio del cuartel con un cargamento de
soldados mal heridos en una emboscada guerrillera. Chávez cargó en brazos a un
soldado que tenía varios balazos en el cuerpo. “No me deje morir, mi teniente”… le dijo aterrorizado. Apenas
alcanzó a meterlo dentro de un carro. Otros siete murieron. Esa noche,
desvelado en la hamaca, Chávez se preguntaba: “¿Para qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de militares
torturaban a campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos
guerrilleros mataban a campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la
guerra había terminado, ya no tenía sentido disparar un tiro contra nadie”.
Y concluyó en el avión que nos llevaba a Caracas: “Ahí caí en mi primer conflicto existencial”.
Al día siguiente despertó
convencido de que su destino era fundar un movimiento. Y lo hizo a los
veintitrés años, con un nombre evidente: Ejército bolivariano del pueblo de
Venezuela. Sus miembros fundadores: cinco soldados y él, con su grado de
subteniente. “¿Con qué finalidad?” le
pregunté. Muy sencillo, dijo él: “con la
finalidad de prepararnos por si pasa algo”. Un año después, ya como oficial
paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande.
Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de
convocar voluntades para una tarea común.
Esa era la situación el 17 de
diciembre de 1982 cuando ocurrió un episodio inesperado que Chávez considera
decisivo en su vida. Era ya capitán en el segundo regimiento de paracaidistas,
y ayudante de oficial de inteligencia. Cuando menos lo esperaba, el comandante
del regimiento, Ángel Manrique, lo comisionó para pronunciar un discurso ante
mil doscientos hombres entre oficiales y tropa.
A la una de la tarde, reunido
ya el batallón en el patio de fútbol, el maestro de ceremonias lo anunció. “¿Y el discurso?”, le preguntó el
comandante del regimiento al verlo subir a la tribuna sin papel. “Yo no tengo discurso escrito”, le dijo
Chávez. Y empezó a improvisar. Fue un discurso breve, inspirado en Bolívar y
Martí, pero con una cosecha personal sobre la situación de presión e injusticia
de América Latina, transcurridos doscientos años de su independencia. Los
oficiales, los suyos y los que no lo eran, lo oyeron impasibles. Entre ellos
los capitanes Felipe Acosta Carle y Jesús Urdaneta Hernández, simpatizantes de
su movimiento. El comandante de la guarnición, muy disgustado, lo recibió con un
reproche para ser oído por todos:
“Chávez,
usted parece un político”. “Entendido”, le replicó Chávez.
Felipe Acosta, que medía dos
metros y no habían logrado someterlo diez contendores, se paró de frente al
comandante, y le dijo: “Usted está
equivocado, mi comandante. Chávez no es ningún político. Es un capitán de los
de ahora, y cuando ustedes oyen lo que él dijo en su discurso se mean en los
pantalones”.
Entonces el coronel Manrique
puso firmes a la tropa, y dijo: “Quiero
que sepan que lo dicho por el capitán Chávez estaba autorizado por mí. Yo le di
la orden de que dijera ese discurso, y todo lo que dijo, aunque no lo trajo
escrito, me lo había contado ayer”. Hizo una pausa efectista, y concluyó
con una orden terminante: “¡Que eso no
salga de aquí!”.
Al final del acto, Chávez se
fue a trotar con los capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta hacia el Samán
del Guere, a diez kilómetros de distancia, y allí repitieron el juramento
solemne de Simón Bolívar en el monte Aventino. “Al final, claro, le hice un cambio”, me dijo Chávez. En lugar de “cuando hayamos roto las cadenas que nos
oprimen por voluntad del poder español”, dijeron: “Hasta que no rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo
por voluntad de los poderosos”.
Desde entonces, todos los oficiales
que se incorporaban al movimiento secreto tenían que hacer ese juramento. La
última vez fue durante la campaña electoral ante cien mil personas. Durante
años hicieron congresos clandestinos cada vez más numerosos, con representantes
militares de todo el país. “Durante dos
días hacíamos reuniones en lugares escondidos, estudiando la situación del
país, haciendo análisis, contactos con grupos civiles, amigos”. “En diez años -me dijo Chávez- llegamos a hacer cinco congresos sin ser
descubiertos”.
A estas alturas del diálogo,
el Presidente rió con malicia, y reveló con una sonrisa de malicia: “Bueno, siempre hemos dicho que los primeros
éramos tres. Pero ya podemos decir que en realidad había un cuarto hombre, cuya
identidad ocultamos siempre para protegerlo, pues no fue descubierto el 4 de
febrero y quedó activo en el Ejército y alcanzó el grado de coronel. Pero
estamos en 1999 y ya podemos revelar que ese cuarto hombre está aquí con
nosotros en este avión”. Señaló con el índice al cuarto hombre en un sillón
apartado, y dijo: “¡El coronel Badull!”.
De acuerdo con la idea que el
comandante Chávez tiene de su vida, el acontecimiento culminante fue El
Caracazo, la sublevación popular que devastó a Caracas. Solía repetir: “Napoleón dijo que una batalla se decide en
un segundo de inspiración del estratega”. A partir de ese pensamiento,
Chávez desarrolló tres conceptos: uno, la hora histórica. El otro, el minuto
estratégico. Y por fin, el segundo táctico. “Estábamos
inquietos porque no queríamos irnos del Ejército”, decía Chávez. “Habíamos formado un movimiento, pero no
teníamos claro para qué”. Sin embargo, el drama tremendo fue que lo que iba
a ocurrir ocurrió y no estaban preparados. “Es
decir -concluyó Chávez- que nos
sorprendió el minuto estratégico”.
Se refería, desde luego, a la
asonada popular del 27 de febrero de 1989: El
Caracazo. Uno de los más sorprendidos fue él mismo. Carlos Andrés Pérez
acababa de asumir la presidencia con una votación caudalosa y era inconcebible
que en veinte días sucediera algo tan grave. “Yo iba a la universidad a un postgrado, la noche del 27, y entro en el
fuerte Tiuna en busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para llegar
a la casa”, me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas. “Entonces veo que están sacando las tropas,
y le pregunto a un coronel: ¿Para dónde van todos esos soldados? Porque que
sacaban los de Logística que no están entrenados para el combate, ni menos para
el combate en localidades. Eran reclutas asustados por el mismo fusil que
llevaban. Así que le pregunto al coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente?
Y el coronel me dice: A la calle, a la calle. La orden que dieron fue esa: hay
que parar la vaina como sea, y aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les
dieron? Bueno Chávez, me contesta el coronel: la orden es que hay que parar
esta vaina como sea. Y yo le digo: Pero mi coronel, usted se imagina lo que
puede pasar. Y él me dice: Bueno, Chávez, es una orden y ya no hay nada qué
hacer. Que sea lo que Dios quiera”.
Chávez dice que también él iba
con mucha fiebre por un ataque de rubéola, y cuando encendió su carro vio un
soldadito que venía corriendo con el casco caído, el fusil guindando y la
munición desparramada. “Y entonces me
paro y lo llamo”, dijo Chávez. “Y él
se monta, todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo le pregunto:
Ajá, ¿y para dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me dejó el
pelotón, y allí va mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor, lléveme. Y yo
alcanzo el camión y le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde van? Y él me
dice: Yo no sé nada. Quién va a saber, imagínese”. Chávez toma aire y casi
grita ahogándose en la angustia de aquella noche terrible: “Tú sabes, a los soldados tú los mandas para la calle, asustados, con
un fusil, y quinientos cartuchos, y se los gastan todos. Barrían las calles a
bala, barrían los cerros, los barrios populares. ¡Fue un desastre! Así fue:
miles, y entre ellos Felipe Acosta”. “Y
el instinto me dice que lo mandaron a matar”, dice Chávez. “Fue el minuto que esperábamos para actuar”.
Dicho y hecho: desde aquel momento empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres
años después.
El avión aterrizó en Caracas a
las tres de la mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de luces de aquella
ciudad inolvidable donde viví tres años cruciales de Venezuela que lo fueron
también para mi vida. El presidente se despidió con su abrazo caribe y una
invitación implícita: “Nos vemos aquí el
2 de febrero”. Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares
condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que
había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la
suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un
ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más.
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